Por: Adrián Zapata
Recientemente salió a luz un informe militar en Chile, llamado “Reflexión sobre las actuaciones del Ejército en los últimos 50 años”, en el cual se reconocen las violaciones a los derechos humanos por ellos cometidas durante la dictadura pinochetista.
Los militares aceptan su participación en crímenes como torturas, secuestros, desapariciones y ejecuciones de opositores, sucedidos entre 1973 y 1990. Se refieren a hechos criminales derivados de la obediencia debida, del uso desproporcionado de la fuerza, por excesos individuales e, inclusive, por eventuales acciones fortuitas. Dicen que esas acciones ocasionaron una profunda herida al deber de un militar.
Textualmente, dicho informe dice que “las situaciones que se vivieron durante el gobierno militar de violación a los derechos humanos no pueden minimizarse ni descontextualizarse, debido a que los militares están obligados en su actuar a respetar las normas y procedimientos legales”.
El joven Presidente chileno en una entrevista a un medio de comunicación dijo que dicho documento “es un paso para avanzar en la verdad, por la reparación”. Mayra Fernández, la ministra de la Defensa designada por el presidente Boric, dijo que ese era “un acto necesario para sanar el alma de Chile y poder, por fin, mirar de frente al futuro”. (Con informaciones de Europa Press y Prensa Latina, publicadas por el diario mexicano LaJornada el 8/03/2022).
Ciertamente, sociedades que han vivido el trauma de la guerra no pueden obviar lo sucedido en ella. No se pueden olvidar los dramas ocurridos por las acciones criminales de quienes hayan participado. Tarde o temprano esta herida debe sanar. La reconciliación nacional lo requiere. Y cuando es el mismo Estado el que ha perpetrado atrocidades, deben reconocerse las responsabilidades individuales e institucionales correspondientes.
En Guatemala, esa herida sigue abierta. El Informe de la Comisión del Esclarecimiento Histórico no logró sentar las bases para la reconciliación. Fue señalada de sesgada y no se logró construir reconciliación a partir de él. Lo sucedido en nuestro país fue dramático y gigantesca la responsabilidad estatal en ello, particularmente del ejército, aunque está claro que sería injusto excluir a otros actores de significativos niveles de responsabilidad.
No se puede ignorar que los Estados Unidos y la oligarquía guatemalteca utilizaron al ejército como un instrumento para defender un status quo que los beneficiaba y requerían mantener. El odio anticomunista que se sembró en las fuerzas armadas, propios de la Guerra Fría, fue “la inspiración” de la barbarie que vivimos (no fue el odio racial). Tampoco se pueden ignorar los “excesos” que la insurgencia pudo haber cometido.
Abordar este tema en Guatemala en la actual coyuntura pareciera echarle leña al fuego de la polarización que vivimos. Pero creo que es pertinente porque los actores que hoy, desde la institucionalidad estatal procuran por la impunidad, deben pensar que tarde o temprano tendrán que rendir cuenta. Y, a diferencia del ejército, a quien se les construyó un imaginario patriótico y anticomunista para embarcarlo en lo que hicieron, los actores pro impunidad que hoy gobiernan no tienen imaginario semejante; la bandera de la soberanía es tan impertinente que ni siquiera les servirá como hoja de parra.