Por: Adrián Zapata
Convencionalmente decimos que comienza un año nuevo. Pero esta ficción de cambio tiene virtudes. Nos permite la intención de retomar, cambiar o rectificar lo que hacemos. Así que subidos en esa subjetividad, atrevámonos a entusiasmarnos con análisis que contribuyan a encontrar caminos para lograr las tranformaciones que el país requiere. Y son los actores quienes, con su práctica concreta, van definiendo el curso de la realidad; ellos pueden ser externos o internos. También hay factores de tal complejidad que constituyen el contexto dentro del cual se mueven las voluntades de los actores, entre ellos las condiciones estructurales de orden socioeconómico y también ambiental que, aunque han sido construidas históricamente con la práctica humana, imponen la necesidad de tener una visión gradual en los cambios que se puedan hacer. En este ámbito también están las condiciones socioambientales.
Con relación a los actores externos, el principal para nuestra región es la política exterior de los Estados Unidos. La conducta veleidosa de este actor afecta la certeza que podamos tener respecto de su conducta hacia nosotros, sus “vecinos” cercanos. Las diferencias entre la administración de Trump y la actual de Biden son claros y típicos ejemplos de estas veleidades. Sin embargo, se constata que el “dominio imperial” está tan venido a menos, que hasta países tan pequeños como los centroamericanos se resisten a plegarse a los designios de los actuales inquilinos de la Casa Blanca. Quien iba a imaginar, hace algunos años, que los gobiernos de estos países, se atreverían a retar el poder imperial, defendiendo una “soberanía” que pervierte la naturaleza de esta categoría porque se restringe a resistir la “injerencia” desde intereses plarticulares, casi todos ilíicitos.
Con relación al contexto regional, lo que priva es el auge del autoritarismo, expresado de diferentes maneras, Bukele lo hace directa y groseramente, Ortega con cinismo extremo y Giammattei lo sustenta en la artirculación de redes político criminales, élites empresariales y fundamentalismo religioso. Honduras es aún una incógnita con el nuevo gobierno de Xiomara Castro.
Y a nivel nacional, acá en Guatemala, la cooptación de la institucionalidad estatal es plena, con un Presidente que apenas está llegando a la mitad de su mandato y quien lidera la concertación mafia/crimen organizado/sectores oligárquicos.
Los actores contestatarios, de cara a las derechas cavernícolas guatemalecas y las redes político criminiales están de capa caida. Pasaron de la borrachera que les produjo su matrimonio con la CICIG y la administración demócrata (ya se consideraban en el poder político en las elecciones del año 2019), a una depresión intensa porque los logros obtenidos no sólo terminaron, sino que se revirtieron dramáticamente. El progresismo onegenero es un gran derrotado, lamentablemente para ellos, pero también para el país.
Lo que queda como expectativa en el horizonte del 2022 es una lucha territorial que están articulando los pueblos indígenas a partir del liderazgo de sus autoridades ancestrales. Esto es eperanzador, si hay madurez en ellos. El nuevo presidente de los emblemátios “48 cantones de Totonicapán”, al asumir la Presidencia de dicha organización llamó a la unidad y acertadamente dijo “todos somos Guatemala… la discriminación nos divide”.
En un país racista, como históricamente ha sido el nuestro, podría ser que los pueblos discriminados, que no son minorías, tengan en sus manos impulsar la concertación de actores nacionales que hagan posible construir, desde los territorios, un proceso de lucha nacional para enfrentar la corrupción y la impunidad, pero también para transformar la política, las luchas sociales y el ejercicio del poder para que el Estado guatemalteco efectivamente pueda cumplir con su fin supremo: lograr el bien común.