Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

El controversial tema de la soberanía sigue presente en la política internacional. Es una bandera que suele izarse o arriarse de acuerdo a criterios políticos, muy frecuentemente esgrimidos en función de intereses geopolíticos. Hay una doble moral en este asunto, al punto que a veces resulta un cinismo.

Actualmente, las elecciones efectuadas en Nicaragua el pasado domingo ponen en la palestra esta discusión, ya que son muchos los países que se han pronunciado en términos de desconocer su legitimidad y resultados. El caso se ha llevado a la OEA y habrá decisiones regionales en ese mismo sentido, incluyendo tomar acciones “multilaterales” al respecto.

Es fácil decantarse por la opción de desconocer dichas elecciones por las anomalías presentadas. Y llamarlas anomalías es ser livianos en la calificación de lo sucedido, porque muchas de ellas son atrocidades.
Sin embargo, no podemos dejarnos manipular ingenuamente por supuestos adalides de la democracia que padecen “trastorno de identidad disociativo”, ya que manifiestan diversas personalidades. Estados Unidos y la Unión Europea tienen en el gobierno de Arabia Saudita un aliado estratégico, a pesar de ser una monarquía absoluta. Sería inaudito pensar que lo desconocieran.

La desprestigiada OEA tampoco puede pretender ser el arcángel de la democracia. Su historia es prolija en monstruosidades. Guatemala fue una de las víctimas de su nefasto papel intervencionista y de destruir la democracia. Creó el escenario político para la invasión de la CIA y el derrocamiento del gobierno democrático de Jacobo Árbenz. Y, el día de hoy, cuenta con un Secretario General sumiso a los Estados Unidos y a las derechas del continente.

Las preguntas obligadas son: ¿A quién corresponde el reconocimiento de un gobierno de cualquier país? ¿Puede depender la legitimidad de un gobierno, o su propia existencia, del reconocimiento que hagan de él otros estados o algún (os) organismo (s) multilaterales? Desde esta perspectiva, resulta inaceptable que se traslade la soberanía, que sólo puede radicar en el pueblo, a la voluntad política de actores internacionales.
Lo que si hay que tener presente, y eso es otra cosa, es que ningún Estado del mundo puede violar los derechos humanos amparado en la soberanía nacional. Y ese es el caso del gobierno de Nicaragua que claramente ha violado los derechos humanos de su población. Eso no puede ser aceptado y deben existir instituciones internacionales para garantizarlos. Ortega/Murillo son responsables de esta conducta y deberían ser juzgados por dicha institucionalidad especializada. Pero esto es diferente a permitir que el reconocimiento de un gobierno se delegue en otros países o instancias multilaterales.

Ahora bien, lo que resulta innegable es que estos personajes traicionaron la revolución sandinista, se volvieron adictos al poder político, se han convertido en dueños de una gran porción de la riqueza nacional. Sin embargo, tengamos presente que eso no fue obstáculo para que muchos de quienes ahora los condenan hayan sido sus aliados en esa concentración del poder económico y político. Los empresarios nicaragüenses jugaron tal papel, pero también los guatemaltecos. Todos ellos estuvieron felices con la seguridad que creían encontrar para sus inversiones, las que hacían al amparo de su alianza con Ortega y sus cómplices.
¿Estará pasando algo similar en Guatemala?

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