Por: Adrián Zapata
Hace uno días celebramos Halloween. Esta fiesta nació como una tradición celta para conmemorar el final de la cosecha, se llamó Samhain, el final del verano. Durante esta festividad los celtas se despedían de Lugh, dios del Sol. Creían que ese día los muertos regresaban a visitar el mundo de los vivos. Luego se cristianizó y esta conmemoración pagana empezó a llamarse All hallow´s Eve, o sea “La víspera de todos los Santos”. A mediados del siglo XIX, con la migración europea a los Estados Unidos, vino a nuestro continente esta tradición, ya agringada. De allí se exportó al mundo entero, con el nombre de “Noche de Brujas”.
En la actualidad, al menos en las áreas urbanas clasemedieras, dicha celebración ya está asumida y generalizada. Los niños, con horribles disfraces, mendigan de puerta en puerta entre las vecindades, expresando esa fea frase trick or trear (truco o trato), como una amenaza para que les den dulces.
No se puede negar que los niños, y hasta muchos adultos ridículamente disfrazados, gozan esta noche, lo cual es bueno, porque todo lo que produzca felicidad sin afectar a los demás, es noble.
Pero yo no quiero dejar pasar esta ocasión sin dejar de expresar algo sobre lo cual me parece importante reflexionar, sin el ánimo de despreciar la felicidad de padres e hijos que sanamente se divierten, creando además vínculos de empatía entre el vecindario que participa en esta dinámica o entre amigos que fraternalmente se juntan para convivir.
En primer lugar, se repite y consolida el estereotipo de “la bruja”, como una mujer espantosa, malvada, que asusta y hace daño. Se olvida que las brujas fueron la avanzada de la audacia de aquellas mujeres que se atrevieron a insubordinarse ante la opresión y la exclusión a que las sometía la sociedad medieval, groseramente patriarcal y a quienes se les castigó horriblemente por su audacia, quemándolas en la hoguera para purificarlas de tan “terribles” anhelos de libertad e igualdad.
En segundo lugar, se tiende a homogenizar culturalmente al mundo entero, borrando identidades culturales que tienen mucha mayor profundidad que la superficialidad consumista y banal que las sustituye.
Y, lo que a mi juicio es lo más dramático, se van diluyendo las expresiones culturales relacionadas con esta fecha que tienen mucho más riqueza, hermosura y humanidad que esa frivolidad.
El Samhai que le dio origen ya no sobrevive en la festividad de la noche de brujas, que cada vez adquiere mayor relevancia anuladora de lo que ha sido para nosotros el día de los muertos, en la víspera del día de todos los Santos.
Se va terminando la pretensión de revivir y humanizar a nuestros muertos para podernos encontrar con ellos de nuevo en una festividad donde evocamos su recuerdo, visitando sus tumbas (mi padre siempre decía, cada año en estas fechas, vamos a Chiquimula a “coronar” a mi mamá). Se tiende a olvidar encender las veladoras que los guíen para que encuentren fácilmente el camino para asistir a su encuentro fugaz con nosotros.
En fin, el Halloween puede terminar sustituyendo en las generaciones actuales nuestra antigua tradición, en la cual la temida muerte, tan natural como la vida, pierde su sentido trágico y convierte el dolor de la separación en el gozo del reencuentro imaginario y efímero. Poco a poco naufraga nuestra tradición en el mar de la alienación.