Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

La conflictividad social en el área rural sigue incrementándose. En ella convergen diferentes reivindicaciones. A la conflictividad propiamente agraria, es decir la lucha por la tierra, se suma la correspondiente a los recursos naturales, particularmente bosque y agua. Esta mezcla de intereses se complejiza con el tema cultural, dado el significado de la madre tierra en la cosmovisión de los pueblos indígenas.

Lo expresado anteriormente convierte la lucha social en el área rural en una por el territorio, entendido éste como una construcción social, pero con una base material: los recursos naturales. O sea que las relaciones sociales que construyen un territorio se producen en un contexto geográfico muy concreto, constituido por los recursos naturales, casi siempre en disputa. Indubitablemente, aunque el territorio no es una simple delimitación geográfica (delimitación político administrativa o visión de cuenca, por ejemplo), tiene una base tangible, los recursos naturales. Otra vez se confirma que las ideas y la ideología que ellas conforman, responden a una base material.

Por eso, las luchas campesinas, en el caso de Guatemala y América Latina, están transitando de la reivindicación propiamente agraria a la lucha por los territorios. Con esta fusión se acrisola en una sola la lucha campesina e indígena y se convierte en una lucha política, retando la estructura de poder prevaleciente en un Estado históricamente construido para la exclusión, particularmente en relación a los pueblos indígenas.

Con esta dinámica, que cada vez se profundizará más, los intereses en conflicto adquieren mayor profundidad. Por una parte, están los correspondientes a los comunitarios, especialmente cuando son pueblos indígenas. Por otra parte está el Estado, con la hegemonía de los poderes tradicionales. Pero en el caso de Guatemala se expresa un actor poderoso que hace mucho más complejo el escenario. Me refiero al crimen organizado, especialmente del narcotráfico, para quien el control territorial es fundamental. Este último tiene la versatilidad suficiente como para poder infiltrar tanto al Estado en sus diferentes niveles (nacional, subnacional y local) como a las comunidades.

La solución ideal es la convergencia entre los intereses auténticos de los actores comunitarios y los correspondientes al Estado, responsable de la seguridad nacional, pero también de realizar el bien común como su fin supremo.

Pero eso pasa por contar con poderes institucionales, a nivel nacional y local, que no estén cooptados por el crimen organizado y el narcotráfico, lo cual no sucede en nuestro país

Es en ese contexto donde se están enfrentando las pretensiones de la minera rusa explotadora del níquel (y posiblemente de otros minerales de manera solapada), los compromisos que las actuales autoridades estatales tienen con ellos a través de posibles acuerdos fraudulentos y las comunidades indígenas que luchan por sus territorios.

La salida de este laberinto es la participación de todos los actores territoriales, sin exclusiones, y de manera transparente, para que se revelen los intereses en juego. El gobierno central debe construir ese escenario participativo. Las autoridades gubernamentales están equivocados en organizar la “mesa que más aplaude” para impulsar sus compromisos con la minera, sean estos legales o corruptos.

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