En Guatemala, desde el siglo XVI hasta la actualidad, han transitado aproximadamente veinte a veintidós generaciones. Calcular el número de fallecidos por cualquier causa resulta una tarea inmensamente difícil debido a la escasez y dispersión de registros históricos. No obstante, se estima que las pérdidas poblacionales, incluyendo el colapso demográfico del siglo XVI, alcanzan una cifra de cinco a diez millones de vidas. Todos ellos, sumados a quienes hoy poblamos estas tierras, nos han legado y sostenido con todo lo que necesitamos para vivir, sin pedirnos nada a cambio. Sin embargo, mi objetivo ahora no es el cálculo, sino la reflexión.
Hablando de la muerte, estamos casi seguros de que no hemos resuelto la pregunta fundamental. La búsqueda de una «ley universal» sobre el propósito de la vida sigue dividiendo a la humanidad:
- Para el filósofo: El sentido de vivir se debe crear. Retomando ideas existencialistas, «la existencia precede a la esencia». No venimos con un propósito predefinido, sino que este es la suma de nuestros actos y las decisiones que tomamos. Otros, desde el absurdismo, nos invitan a aceptar la falta de un propósito racional para vivir la vida con pasión; o, desde el estoicismo, a centrarnos en controlar lo que podemos (nuestras respuestas) y vivir en armonía con la razón natural.
- Para el científico: La única «función» inherente de la existencia se limita a la supervivencia y la reproducción (transmisión de genes). Nuestra existencia es el resultado de la evolución cósmica, sin un propósito impreso en el universo. El sentido es, en última instancia, una construcción cerebral, una función psicológica necesaria para nuestra salud mental.
- Para el teólogo: Cada religión ofrece su razón profunda a la existencia humana, pero el sentido en todas ellas requiere el salto de la fe.
Esta falta de certeza absoluta sobre la vida se extiende, lógicamente, a la muerte. Como vivos, ante esta gran incógnita, nos aferramos a la fe, la esperanza y las tradiciones. Incluso aquellos que se limitan a la lógica de «nacer, crecer, reproducirse y morir» («muerto el perro se acabó la rabia»), se sienten inseguros y luchan contra el final. Son los secretos de la muerte los que nos confunden y nos llenan de temor.
Dejo por un momento esta profunda reflexión. Abracemos el pasado. Mañana es el Día de Todos los Santos, y con él, del Fiambre.
Este acto de la tradición culinaria y gastronómica guatemalteca tiene la inmensa virtud de, más allá de satisfacer un apetito placentero, reunir familias. Dejamos el presente por un momento y descendemos al pasado a recordar a la madre, a la abuela, a la tía, a la comadre, aquella que hacía el mejor fiambre y nos reunía a todos. Compartamos esas anécdotas y comparaciones que lograban poner en la misma mesa a los vivos y a los muertos.
Esa mezcla de tradición, sabores e historias, envuelve el pasado con el presente, volviéndose tan potente que puede mitigar cualquier malestar actual. Es, en esencia, una manera colectiva de dar cabida a la muerte sin temores. Aunque algunos no sean afines a comer el fiambre o las torrejas, sí lo son, y de manera grata, a compartir esos recuerdos en torno a la mesa familiar.
Así, aunque ignoremos la certeza de la vida y de la muerte, le damos dentro del corazón una feliz acogida.
¡Feliz Día del Fiambre a todos!







