Este título es una cita apócrifa atribuida a Kissinger, que en estos momentos adquiere connotación más profunda. La primera de ellas, y base de las demás, es la fragmentación del poder. Esta fragmentación se manifiesta en dos dimensiones: la existencia de múltiples fuentes de poder y la de tomas de decisiones múltiples y erráticas, que operan más allá de las fronteras de los Estados. Todo ello debido en buena parte a la globalización y la interconexión informática.
Cada vez más la Unión Europea (UE), como identidad política y económica se desvanece a favor de un actuar subordinado a la OTAN, una alianza político-militar. Este nuevo orden distribuye el poder en múltiples niveles: desde lo supranacional (UE), hasta lo local (municipios) creando rumbos y mandos divergentes. La UE y la OTAN tienen fines distintos, pero ninguna de las dos demuestra tener una estructura de mando unificada bajo un sistema democrático. En la práctica actúan como teocracias, cohesionadas por una única fuerza: los capitales y el ejército estadounidense.
Que son complementarias: ni en chiste. Lo económico se deteriora y es marcado por políticas comerciales hegemónicas y foráneas, no por políticas de libre mercado, que están alineadas bajo un proteccionismo político y presupuestario militar sin precedentes. Y nos sitúa al borde de un peligro mundial: Una carrera armamentista sin coordinación, escenario pesimista pero real. Un continente armado, pero camino al empobrecimiento económico y social.
El día a día de los ciudadanos europeos se ve marcado por las consecuencias de esta deriva política social y económica. A partir de la pandemia COVID-19, la crisis del coste de la vida se ha agudizado. La inflación persistente y el aumento de los precios de la energía y los alimentos han erosionado el poder adquisitivo de las familias, generando una profunda sensación de vulnerabilidad e inseguridad económica. A esto se suma la precariedad social: los informes señalan una creciente dificultad para acceder a una vivienda digna y la percepción de que el ascensor social se ha detenido, lo que alimenta el descontento, especialmente entre los jóvenes y las clases trabajadoras.
La Gestión de la inmigración: marcada por patrones demográficos erráticos, ha exacerbado las divisiones sociales. A su vez la crisis de las prestaciones sociales marcada por recortes presupuestarios en áreas clave como la salud, la educación y las pensiones, están aumentando la desigualdad, dado que el deterioro de los servicios sociales no afecta a todos por igual. Las personas mayores, las familias de bajos ingresos y los inmigrantes, son los que más sufren.
Finalmente hay un elemento que echa leña al fuego: la corrupción y los escándalos políticos y con ello, la credibilidad de los gobiernos y de las élites tradicionales se desploma, creando la sensación de que los políticos están desconectados de las preocupaciones del ciudadano de a pie y actúan en beneficio propio, lo que impulsa a la gente a buscar alternativas fuera del partidismo clásico sin encontrar aún causa común.
Alguien con optimismo podría objetar que Europa no está en crisis, sino en una situación de vulnerabilidad. Si bien la crisis puede no ser uniforme en todos los estados, el tiempo se está agotando para encontrar soluciones. La menor calidad de vida, la creciente desigualdad y el aumento de la insatisfacción de los ciudadanos con sus gobiernos, son ya hechos innegables. Europa puede no estar en colapso, pero su vulnerabilidad es tan patente que la pregunta de Kissinger sigue siendo inquietantemente relevante.