Me gusta comer bien, ver televisión. Soy holgazán, miedoso, ignorante ¿qué quieres qué diga? ¿qué haga? sí así la paso bien –se lee en el correo de un estudiante. Mientras tanto sus padres gimen por su bien. Le han dado todo. Su madre desdichada con él, desdichada con su marido, ya no llora por ellos, lo hace por la vida que lleva. En el periódico el editor escribe: No cabe duda que la injusticia de los hombres no termina y la cólera del cielo no cede, y tampoco tiene fin la insensatez del pícaro y del resignado. El profesor por su lado a los alumnos les explica: La cólera del pueblo en segundos se inflama y en los siguientes, sin necesidad de fuego, se apaga. Y el cura predica al feligrés que el grito de las iglesias en medio del caos es repitente, como lo es el sonido de las campanas y termina su homilía con un: ¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! la avenida del justiciero está próxima y el reino de Dios a la vuelta de la esquina.
Aquellos abuelos en el parque cuchichean sobre enfermedades: más vale prevenir que curar. Cosa que a ellos les dijeron sus abuelos; cosa que todos leemos y escuchamos en los medios, y que se repite al hablar de política, educación, salud sin transformarla en certeza. Eso ha matado gente, terminado con políticos, activistas, empresarios y mantiene atontada a la gente de todos los continentes. Todos consideran válida esa sentencia pero, insisto, nadie la aplica y el estrés que eso produce se trata de rebajar con la esperanza de un mañana. Solo cuando la cosa se pone demasiado fea, la frase la consideramos cargada de acción, cuando ya solo nos sirve de terapia para deshacer frustración, rebajar angustia y fijar la esperanza de que el desastre acabará pronto.
De tal manera que ya me cuesta ponerles atención a las noticias: diría que a estas alturas me son indiferentes y considero que su contenido y producto se debe a no haber prevenido en el momento y la forma indicada. En consecuencia, la mayoría de ellas hablan de desastres y calamidades y los alborotos políticos que provocan, son consecuencia en mucho de falta de prevención.
En una sociedad de tal naturaleza, mantenerse en un bando sea el bueno o el malo, siempre es motivo de orgullo y lucha y ante eso, ser progresista es casi un imposible. Es por eso que no me extraña que en países pobre como en los ricos, las elecciones de autoridades casi siempre terminen en empate estadístico, debido a que el alcance de pensamiento en ambos bandos es curativo, de curandero y no de prevención. Necesitamos buenas noticias que compensen a las malas piden todos los altos funcionarios a sus subordinados, y les advierten que sin agitar aguas.
Ese volcarse a la curación deja imposible impulsar progreso alguno. Durante dos siglos, candidatos y presidentes han enarbolado una misma promesa: Recuperar el país, la economía y otro montón de cosas, actuando como curanderos, matando todo pensamiento de prevención y futuro.
Por otro lado, un constante “no puedo y no quiero” también es cosa que dura dos siglos manteniéndonos atados a un presente constante de curación de conflictos y nos tapa los ojos a un futuro mejor, obligándonos a vivir en medio de odios y resentimientos en lugar de respuestas; aplastando razones y anteponiendo emociones ante evidencias. Así se rige el barrio, las instituciones, la presidencia y en ese orden, la mentira y el engaño se superponen a la verdad, volviendo vivir cada vez más borroso. Así estamos, así nos movemos en un mundo lleno de equivalencias y fantasías en que ni instituciones ni ley alguna aguanta las embestidas del diario vivir.
De tal manera que para la mayoría la vida es en cada instante lucha con muy pocas victorias y nuestra historia reciente se puede resumir en cuatro palabras: rebelión, resistencia, reconciliación y sumisión, sin llegar a tener un fin supremo. Nos extravió la tentación de ser curanderos sin enderezar el rumbo y por consiguiente, la esperanza nunca la logramos transformarla en certeza.