Cada vez que escucho o leo en los medios que tal cosa anómala ha sucedido o está sucediendo en nuestro territorio, viene a mi mente el mismo pensamiento: la vida del guatemalteco pierde desde que nace, creencia en los que le gobiernan y en su sociedad, y eso se imprime, aunque poco a poco, de manera perdurable en su mente y según algunos, eso además hace perder la creencia en las creencias, transformando al individuo en desconfiado y aferrado a ello con inflexibilidad, que muchas veces le conduce a un cinismo total ante acontecimientos que suceden alrededor de su vida diaria (probablemente a eso sea debido a que a todo le sacamos chiste y no solución o razonamiento).
Muchas veces, mi generación por ejemplo, para entender esa actitud, volvemos la mirada al conflicto armado y solemos pensar de este, como un acontecimiento que debía haber solventado las inequidades y abolido toda injusticia (éramos jóvenes entre 18 y 30 años). Lo cierto es que antes de que se iniciara el conflicto, la mayoría de la gente, las generaciones mayores y especialmente la clase media, consideraba que esos ideales eran incompatibles con la realidad. Los que querían preservar su estatus, aunque difícil de llevar, no deseaban confrontación alguna y algunos, los que estaban mejor, tenían la esperanza de que todo lo que pudiera afectarles, se debilitaría con las armas. Pero seamos sinceros, la mayoría de la clase media, que incluía la clase urbana y de la generación juvenil, pensaban que perder el status quo en que vivían, significaría la catástrofe económica (pensamiento igual entre comerciantes e industriales y de muchos de sus empleados). Temían más a un resultado del conflicto que obligaba a luchar, que lo que les disgustaba de las inequidades e injusticias que se cometían y no estaban dispuestos a arriesgarse a una lucha fratricida. Conclusión: muertos pero no soluciones.
A los sublevados, el futuro de la patria estaba en hacer realidad la consigna: «Si tu mano derecha te ofende, córtala». Desdeñaban a los apáticos explotados y a los explotadores, porque anteponían el interés propio a lo que era justo, y consideraban toda medida que no fuera la lucha, un trato con el demonio. Provocaban y acusaban a los políticos y burguesía de hipócritas y codiciosos, y estos a su vez, les hacían responsables de incitar antirreligiosamente a los pobres e incautos (los carentes de poder y riqueza), para apropiarse de lo ajeno y matar por esa causa. Es evidente que antes de que hubiera un conflicto armado, hubo una guerra ideológica aun dentro de los propios contrincantes y de un pueblo apático a todo.
De ahí que con propiedad podemos decir que, en cuestiones políticas y sociales, los guatemaltecos tendemos a ser condescendientes, dejándonos guiar por nuestros instintos y las tendencias predominantes y cuando vemos y nos enteramos de que algo anda mal, nos decantamos primero por indignarnos, de lo que pasamos al cinismo, para cerrar con un conformismo, ante nuestra creencia de que nada se puede hacer, cerrando con ello la posibilidad al cambio. Como bien señaló un extranjero desde hace mucho: el guatemalteco parece poco preocupado por asuntos de gobierno. De tal suerte que se hace lo que resulta verdadero y adecuado al beneficio de político y funcionario y que es falso e inadecuado para el pueblo; pero lo inverosímil de eso descansa, en que ese acuerdo tan disparejo, nos mantiene unidos a ambos: una política y un gobernar contra los derechos y voluntad del pueblo, que a lo sumo llega a un alarido de protesta que desvanece pronto. Las creencias y dependencias son mutuas.