Hay una cualidad que corresponde tanto al buen ciudadano como al funcionario: sacrificar deseos y pertenencias propias con límites; ser fiel a las funciones públicas y ciudadanas. Desde hace mucho no teníamos tan claro la solicitud que uno y otro debe apoyar: crear honestos y eficientes organismos de Estado y sus instituciones; hacer un barrido de la corrupción, la vuelta al buen sentido marcado por leyes y su cumplimiento en la gobernanza y vivir ciudadano.
Gobernar para el ciudadano es un mandato constitucional, pero igual lo es para el ciudadano practicar con retribuir y participar en ese servicio ¿cómo? Cumpliendo normas y leyes, y vigilando el hacer institucional; denunciando como y cuando se le pide con justificación. El pueblo da el dinero mediante el cual se le gobierna, pero también debe poner su esfuerzo para que éste dé sus frutos y sea bien empleado ¿acaso se necesita de otra cosa? Es el ciudadano el que paga salarios e inversiones estatales y desde el más pobre hasta el más rico debe vigilarlos “quién suprime la mirada, abre la codicia y quién ante lo que ve la voltea, regala su haber e impide que todo esté en su lugar y recompensa el latrocinio, facilitando más la apertura de la brecha entre pueblo y gobierno, orillando el desarrollo y la satisfacción nacional al aislamiento”.
Sin cumplir con lo anterior, la posibilidad de lograr reconstituir y restablecer un orden democrático es imposible, más bien se arroja sombras sobre ello. El ciudadano debe reconciliar sus virtudes, asumiendo compromisos y responsabilidades ¡cómo! Negando su consentimiento a lo mal hecho con palabras y actos que barran a que todo continúe igual; conciliando la denuncia con la participación en la cosa pública de su comunidad, municipio, departamento y nacional, sin dejarse anquilosar por la ignorancia, el chisme, el temor o egoísmo y dejando a un lado esa conciencia miope de que son los que he elegido los que deben solucionar, tirando a la basura cualquier compromiso con él elegido y conformándose con que unos suban a troche y moche y él quedando abajo, tapándose los ojos ante la incorrección y el saqueo de su alrededor.
Debemos dejar de ser súbditos y volvernos ciudadanos y eso significa pelear y eso significa ser actor. Debemos terminar con esa vieja creencia tradicionalista de querer atribuir éxitos y fracasos a las autoridades que corresponden al pueblo. Es este el que hace la paga, pone la espalda y por consiguiente la gloria no debe ser solo para él que da la idea sino también para el que le da vida. En nuestro medio el Estado recibe y no genera el fruto de la inversión. En nuestro caso, vale lo del cuento: el enano (el Estado) se encarama sobre los hombros del gigante (el pueblo) para otear y empoderarse y enriquecerse debido a ignorancia y permisibilidad y lo raro y común es que el gigante lo deje hacer; aún más incomprensible, que le admire. Por eso estamos como estamos y como bien decía un antiguo historiador: ya es hora que cambiemos el rumbo de nuestra historia: que el León (el pueblo) deje de ser espectáculo de circo y jumento del domador (la autoridad pública) que bien va a la cárcel por sus fechorías con tal de gozar de lo mal habido luego. Terminar con esa engañifa es tarea del León: un nuevo orden una nueva marcha es lo que cabe esperar de esa viva el rey.