En el día a día de nuestras ciudades hay cuestiones en las que por una u otra razón a menudo no reparamos en su existencia, quizá porque, al verlas a diario, no nos percatamos de que hemos aprendido a convivir con ellas o las hemos aceptado como asuntos normales o naturales. No obstante, lo percibamos o no, nos guste o no, lo aceptemos o no, la sola existencia de esas cuestiones es ―al menos―, indicio de padecimientos sociales y necesidades no satisfechas.
El incremento de niños en las calles vendiendo algún producto; limpiando vidrios de autos; o simplemente pidiendo alguna “ayuda” económica porque, según indican, no tienen qué comer, es el más claro ejemplo de ello, además del número creciente de artistas callejeros como malabaristas que a veces encontramos en las esquinas intentando obtener algunos centavos con sus malabares, montados en un monociclo o realizando una suerte de “tecniquitas” con algún gastado balón de fútbol.
Todo ello evidencia un fenómeno sintomático que va más allá del destino que probablemente le den al dinero que logren reunir después de algunas horas bajo el sol citadino ―cuando no llueve, claro está―. La falta de empleo y de acceso a la educación (particularmente, aunque no con exclusividad por supuesto), provoca que exista un segmento de la población que, visto con seriedad y contextualizado adecuadamente en el marco de una realidad nacional, no deja de ser preocupante.
Los efectos, problemáticas y riesgos colaterales que dicho fenómeno conlleva, además, son considerables. Violaciones, abuso infantil, insalubridad, robos, embarazos infantiles, y un largo etcétera que quizá sería ocioso enumerar, pero que bien valdría la pena poner sobre el tapete para su discusión y solución, puesto que, aunque también se observan adultos en tales trances, la mayoría es gente joven, adolescentes y niños expuestos a los múltiples riesgos y peligros que supone una vida en las calles: ¿Qué les depara el futuro?