¡Hermosos ojos los tuyos!, le dije, y ella me vio con sorpresa. Me sonrió, como avergonzada, incrédula, con una bolsa de golosinas casi llena hasta el borde, esas comunes golosinas que seguramente tiene prohibido consumir porque, si lo hace, no cuadrarán las cuentas al final del día, y eso no sería bueno para ella, ni sería del agrado de quien tal vez la observa desde algún punto que escapa a la vista de quienes pasan por esa amplia avenida a esa hora.
Alguien estará vigilando ―sin duda― cada uno de sus pasos infantiles, y sus movimientos, y las ventas que logra realizar. Ella extiende su mano ya tostada por un sol de muchas horas diarias en la calle, y recibe las monedas con las que le pago algunos dulces que en realidad no deseaba comprar. Quizá comprarle algo sea mejor que simplemente entregarle sin más esas monedas, quién sabe.
“El futuro de nuestra sociedad”, dicen los discursos con grandilocuencia. Y se escucha tan bonito, y te lo crees, y confías ―quizá― en que esa panorámica que supone un tranquilo y pacifico paisaje citadino de cara al futuro de esos niños y niñas es posible. Pero pasas por esa calle al día siguiente, y al siguiente, y la historia vuelve a empezar igual, o se repite, o continúa, pero es igual… ¡Hermosos ojos!, pensé de nuevo, porque era la verdad. Pero ya no se lo dije.
La observé marcharse, dando esa suerte de brincos descuidados con los que se alejaba rumbo al auto de atrás para repetir la escena con otro actor, para repetir de nuevo los diálogos que alguien, vaya a saber quién, escribió para ella en un libreto de páginas amarillentas que se resisten a desaparecer. Y de pronto volvió hacia mí la mirada, como intuyendo lo que yo pensaba, como cerciorándose de que alguien en verdad le había dicho que sus ojos de niña eran hermosos.
La vi cruzar por el frente de otro vehículo y saltar a la acera. Y allí se quedó, con sus siete u ocho años de vida, mientras la ciudad seguía sumergida en la vorágine de la tarde, con ese tráfico al que pareciera que ya estamos resignados en nuestras ciudades. Cuando todos (o muchos), excepto ella, emprendían el retorno a casa. Ella se quedó allí. Viendo su mundo con esos ojos hermosos… Seguramente aún le faltaba una cuota de dulces por vender.