Tomé varios fólderes para ordenarlos y guardarlos donde se supone que deben ir. Los apilé sobre el escritorio y los acomodé tratando de que lucieran uniformes. De pronto, experimenté esa extraña sensación difícil de explicar que aparece cuando una hoja de papel pasa veloz, sin que apenas nos demos cuenta, cortando la piel de la yema de alguno de nuestros dedos.

Una pequeñísima gota roja, viscosa y espesa, empezó a brotar de la herida casi imperceptible inicialmente. Pensé en esas películas de lobos y vampiros donde los protagonistas ―las más de las veces―  suelen darse grandes festines sangrientos, saciando su sed y apetito, para conservar la vigorosidad de una vida extrañamente longeva, misteriosa. 

Corrí a lavarme las manos con agua y jabón. Y seguí en lo mío, acomodando los fólderes y papeles que me había propuesto ordenar y depurar desde semanas atrás, y que, por una u otra causa, había estado posponiendo ―procrastinando, como dice un popular comercial de televisión―. Una pequeña bandita o curita bastaría en todo caso, si acaso fuera necesario.

Los famosos diminutos vampiros de nuestro tiempo en esta parte del mundo, tienen, además de ese apetito voraz ―que en noches de verano pareciera insaciable― una particularidad que les distingue. No es necesario deshacerse de ellos con estacas de madera o agua bendita, pero es preciso armarse de paciencia adicional para enfrentar su característico desesperante zumbido.

A pesar del clima frío y ventoso que en estos días ha estado haciendo, una pequeña sombra oscura y voladora, quizá fuera de época, se posó repentinamente sobre el amarillo desvaído de la pila de fólderes que acababa de dejar sobre el escritorio para ir a lavarme. No hubo zumbido, y aún así era inconfundible. Di un manotazo casi violento, esperando que el diminuto chupasangre no se escapara.

Una pequeña mancha roja, mezcla de plasma, plaquetas y glóbulos rojos y blancos, apareció confundida con la masa del pequeño vampiro apachurrado sobre uno de los  fólderes de cartulina. Hacía recordar la importancia de ese líquido maravilloso que fluye por las venas y arterias de todo ser viviente. Me observé la mano, y tuve que ir nuevamente a lavarme. Luego, seguí con mi tarea.

Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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