Una de las premisas fundamentales de la democracia es la existencia de un poder soberano que recae en el pueblo, quien lo delega para su ejercicio en un grupo de individuos electos con tal propósito en el marco de un proceso previamente establecido, en virtud de que sería descabellado pensar que una colectividad de varios millones de personas tomen las decisiones pertinentes para dirigir un Estado.
En tal sentido, y más allá de cuál sea la forma o mecanismo que utilicemos para elegir gobernantes y/o servidores públicos en el marco de nuestro particular sistema democrático, existe, en ese proceso, algo denominado «mandato», que es el punto de partida para el quehacer de todo funcionario y servidor público, incluyendo diputados al Congreso, ministros de Estado, Presidente y Vicepresidente del país.
De ahí se desprende, justamente, el término «mandatario», que no es más que una suerte de permiso que los votantes otorgan para que quienes son denominados de tal manera puedan ejercer mando y tomar decisiones trascendentes en el ejercicio del poder que les ha sido delegado. No obstante, eso no significa que al mandatario (o mandatarios) se le haya transferido la soberanía del Estado, creerlo así es un error.
Con el voto se transfiere representación, y ello conlleva ese «mandato» que obliga a ejercer funciones de poder político en el marco de la ley, lo cual quiere decir que dicho poder sigue estando limitado por las normas que rigen al Estado y que, por lo tanto, deben seguir sujetándose a estas. Es preciso saber y comprender que, en países de corte republicano el soberano es el pueblo.
Todos estamos sujetos en alguna medida al poder, sea ejerciéndolo, sea acatándolo, pero cuando se ejerce como parte de ese mandato que ha sido otorgado en virtud de una representación que quizá sea necesaria, el asunto cobra un matiz sumamente trascendente ―trascendental―, dados los alcances y eventuales consecuencias en el tiempo, cuestión que no se debe obviar en manera alguna.