Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Hace algún tiempo un apreciado amigo me contó un episodio que con su permiso me he permitido reproducir. Según me compartió, mientras realizaba algunas diligencias por el centro de la ciudad, caminando a inmediaciones de la Plaza de la Constitución, se le acercaron dos niños a quienes calculó no más de diez años, y quienes con una de esas inocentes sonrisas infantiles dibujadas en el rostro ―de esas que es imposible ignorar― ofrecieron lustrarle los zapatos.

Sin saber exactamente por qué ―me dijo― se puso a conversar con ellos de temas que tal vez a muchos podrían parecer intrascendentes, y, entre otras tantas cosas, les preguntó si ya habían almorzado, a lo cual ―como era previsible― respondieron que no. La conversación se extendió por varios minutos, y la escucharon, sentadas en una de las bancas cercanas, un par de colegialas que aún no llegaban a la adolescencia, con sus mochilas al hombro y con algunos libros a los que se aferraban como si fueran parte del mismo uniforme que ambas vestían.

Una de ellas se acercó a los niños y, extrayendo de su mochila uno de esos panes como los que muchos tuvimos la fortuna de llevar a la escuela en esa etapa, lo ofreció a los pequeños, diciéndoles que era lo único que tenía, pero que prefería que fueran ellos quienes se lo comieran.

La acción no pasó desapercibida para mi amigo, y ofreció a la jovencita invitar a comer a aquellos pequeños trabajadores del lustre para que ella conservara el pan de su refacción. La chica, dudando, aceptó, y se despidió alejando sus pasos junto a su compañera rumbo a la Sexta Avenida. Mi amigo, mientras tanto, siguió con sus jóvenes interlocutores aquella conversación que de alguna manera ya le resultaba extrañamente agradable.

No habían transcurrido más que algunos minutos cuando la colegiala regresó y volvió a ofrecer su refacción a los niños, y dirigiéndose a mi amigo le dijo que no dudaba de su palabra, pero quería cerciorarse de que los niños comieran algo porque era evidente que en ese momento ellos lo necesitaban más que ella.

El gesto, conmovedor y admirable sin duda, es una de esas muchas historias que estoy seguro suceden a diario y que demuestran la generosidad y los buenos sentimientos de gente singular que, como esta jovencita, deben ser reconocidas con el respeto que actos como ese merecen, más allá de la nefasta realidad que la situación desnuda.

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