Los seres humanos pareciéramos llevar en alguna parte de nuestro ADN una suerte de fijación morbosa por vernos aniquilados como civilización. Algunas de las más famosas películas modernas de ciencia ficción son claro ejemplo de ello. Sea por extraterrestres o fenómenos estelares que llegan de allende las fronteras galácticas al mejor estilo Armagedón; sea por máquinas y robots futuristas que se adueñan de un mundo distópico; por hordas de zombis hambrientos, o por clanes de simios que sin apenas percatarnos adquieren una inteligencia que no intuíamos siquiera que eran capaces de llegar a manifestar.

Después de varios años sin acercarme a una sala de cine, decidí sumergirme por dos horas y minutos en la más reciente producción de la franquicia dedicada al retroceso que la humanidad experimenta como producto de algo que se sale de control y que da capacidades extraordinarias a toda suerte de primates ―gorilas, orangutanes y chimpancés, entre otros― que se convierten de pronto en dominadores del mundo.

La cinta, que aunque no aporta mayores sorpresas en términos de efectos especiales o novedades tecnológicas, sí mantiene esa incógnita basada en la pregunta de ¿qué sucedería si…?

La humanidad ha manifestado a lo largo de su historia una capacidad indiscutible de superar problemas y dar solución a cuestionamientos que trascienden la cotidianidad y lo monótono, pero cualquiera que eventualmente fuera la amenaza que pusiera en riesgo nuestra propia subsistencia, lo cierto es que, a pesar de ese aparente oscuro pesimismo de ficción, siempre queda al final una chispa que da esperanza.

En tal sentido, las relaciones y ejercicio de poder, la ambición, la crueldad ―o compasión, según sea el caso― y las capacidades de trascendencia, más allá del instinto, son una constante que refleja esa dinámica innegable e ineludible que ha formado parte del desarrollo de la humanidad desde sus albores y que siempre está presente también en esas misteriosas elucubraciones de la mente colectiva, ―si acaso es posible―. Y, precisamente con base en esa premisa que pone al ser humano como punto de partida y centro de la existencia del mundo, puede asegurarse que, solamente el ser humano, es responsable de aquello que ocurra en su entorno y de los efectos que su arrogancia le descubran conforme se vaya dando el paso del tiempo.

Artículo anteriorQuetzaltenango 500 Años: Parte 4
Artículo siguienteSoy el resultado de tu educación y de mi obediencia