Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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En mis años de infancia las pinturas para dar color a los muros y estancias de un hogar solían comprarse en cualquier ferretería, sin apenas reparar en los compuestos de la fórmula utilizada para su elaboración. Comprar un color, eligiéndolo de la paleta de opciones que usualmente estaba a disposición en los mostradores de tales negocios, era lo que bastaba. Con el paso de los años me enteré que algunas de estas pinturas contenían plomo como parte de sus componentes, un elemento que luego los expertos descubrieron que era la causa de una serie de padecimientos tan graves y severos como el cáncer -entre otros-. En algunos países desarrollados, al tenerse la certeza de tales desafortunados efectos, rápidamente se empezó a prohibir una serie de productos cuyo contenido de plomo representaba un peligro para la salud del ser humano. En otros, no obstante, aún en la actualidad se siguen experimentando escenas -a veces dramáticas-, que tienen como trasfondo la utilización de metales pesados como el plomo. Durante buena parte del siglo XIX, en distintos países de Europa, el plomo se utilizó en alimentos, medicinas e incluso vinos, según ha trascendido en la misma historia universal. Productos todos que es de suponer fueran tan comunes y altamente consumidos en la época como suelen serlo en nuestros días. Beethoven seguramente no fue la excepción. De hecho, sabido es que incluso en su lecho de muerte el famoso compositor consumió pequeños sorbos de vino, auxiliado por algunos allegados quienes le acercaban la bebida a los labios valiéndose para ello de una cuchara que quien sabe si también tuviera algún contenido de plomo. De todos es conocida la sordera que el famoso compositor padeció durante gran parte de su vida, misma que no le permitió disfrutar, como seguramente hubiera deseado, las notas de la última obra que completaría: la Novena Sinfonía. Estudios recientes -según refiere Gina Kolata en  The New York Times- indican que quizá una de las causas de tal padecimiento -y de otros que probablemente le llevaron a la muerte- haya sido la existencia de metales pesados como el plomo en su organismo. En América Latina suele prestarse poca atención a fenómenos que afectan la salud como el asociado con la existencia de metales pesados en el organismo humano. Pero, si realmente fue esa la causa que truncó la vida de tan recordado personaje, imaginemos, por un segundo, lo propio en esta parte del mundo.

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