Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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En un programa de televisión escuché decir que en la actualidad existen en el mundo más teléfonos móviles que seres humanos. Ignoro si ese dato es verídico, pero dadas las posibles evidencias que se observan al posar la mirada aleatoriamente en cualquier sitio citadino, se advierte fácilmente que tal aseveración quizá sea verdad. Las nuevas generaciones, que hoy parecieran nacer con un teléfono celular bajo el brazo (parafraseo jocosamente un viejo dicho popular que hace alusión al pan, pero cuyo trasfondo es en realidad un asunto mucho más serio), no obstante, quizá se sorprenderían al saber que hubo un tiempo en el que debía hacerse fila en los teléfonos públicos para poder hablar con alguien que tal vez estaba en otro punto de la ciudad, del país, o incluso allende las fronteras estatales. “Los teléfonos existen para acortar distancias, no para alargar conversaciones”, solía decirse en esa época, pero ese reclamo coloquial y reflejo de la frustración que producía la espera prolongada para hacer uso de ese artilugio inventado por Bell, en la actualidad ha perdido toda vigencia y severidad original. Las canciones famosas que por esos días hacían referencia a ello, hoy son solamente una suerte de recuerdo en el marco de la evolución de ese inicial armatoste que, convertido en un diminuto gadget, ahora casi todos podemos llevar en el bolsillo o cartera. “I just call to say I love you”, proclamó don Stevie Wonder por casi todo el mundo; y la escocesa Sheena Easton hizo alarde de un long distance love affair con su éxito Telephone. Hasta los famosos Tigres del Norte le han cantado al teléfono celular, en clara referencia a la dependencia que hoy la humanidad experimenta con respecto a esa tecnología que, en honor a la verdad, es bastante reciente. Algo que ningún usuario común hubiera creído que ocurriría en aquellos tiempos en que adquirir una línea telefónica era cuestión de contactos, de bastante dinero, o de largas esperas necesarias después de haber llenado papeles y cumplido con requisitos cuya verdadera utilidad hoy nadie comprendería. El teléfono de hoy, sin embargo, es casi una herramienta de segunda clase. Lo de hoy son los textos escritos a medias o con faltas de ortografía, y los dibujitos (emoticones), en una colorida pantalla de bolsillo. Ya no es necesario siquiera decir las cosas completas o de viva voz. Pero eso es el teléfono hoy: una minicomputadora que ya no alarga conversaciones, pero que se usa más que nunca, a pesar de que muchas de las aplicaciones que traen de fábrica jamás se utilizarán ni una sola vez en la vida.

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