Era un espejo pequeño y redondo. Se había quebrado justo por la mitad. “Siete años de mala suerte”, reza un viejo dicho popular, pero quién sabe: aquel espejo iba ya rumbo al bote de la basura. En este mundo moderno en el que vivimos, donde los cambios parecieran ocurrir tan aceleradamente que apenas nos percatamos de ello, esas minucias pasan inadvertidas, tanto como el mismo transcurrir del tiempo y sus efectos. Decía Murakami en alguno de sus libros (lo parafraseo) que a veces creemos que los años se nos vendrán encima de uno en uno, anunciando cual reloj despertador los minutos que faltan para que llegue una hora determinada. Sin embargo -dice el autor- te haces mayor de golpe, sin percibirlo, sin que ese despertador te anuncie de a poco los cambios o sucesos que habrán de venir. A los melómanos (por ejemplo), el cambio del casete magnetofónico al compact disc les ocurrió muy rápido, y muy rápido se vieron también con grandes pilas de discos obsoletos que dieron paso a carpetas con archivos casi infinitos de mp3. Lo análogo fue volviéndose digital. Un mundo en donde las capacidades y formas de medición ocurren de maneras que hace pocos años eran sólo una cuestión de la ciencia ficción. Hace algunos días observé una de esas fotografías de antaño, en blanco y negro, tomada en algún punto impreciso de alguna ciudad que bien pudo ser Buenos Aires, el Distrito Federal de México o Ciudad de Guatemala: una fila de seis o siete personas esperaba su turno para hablar por teléfono en uno de esos mamotretos que eran resguardados por una media caja de metal y vidrio. Debía depositarse monedas cada cierto tiempo para poder continuar la conversación con quien estaba del otro lado del hilo. Hoy, los teléfonos móviles constituyen una suerte de extensión de nuestros propios cuerpos, convirtiéndonos en émulos distópicos de los antiguos romanos a los que hace referencia una popular canción muy pegajosa, llevando en nuestra mano (o bolso) muchas más aplicaciones y capacidades de las que podían disponerse en las primeras computadoras construidas por el ser humano. Pero la vida es así, un constante devenir que a veces hace añorar lo pasado, lo simple, lo sencillo. “Todo tiempo pasado fue mejor”, suele escucharse a veces, aunque en realidad eso ahora importe poco. En toda época se experimentan cambios. Y el tiempo pasa inexorable dejando su huella impasible y rotunda, permitiendo que los cambios sigan ocurriendo, aunque no queramos, aunque no lo aceptemos. Para comprobarlo, basta con ponerse frente a una de las pocas cosas cuyas respuestas francas, a pesar de todo, parecieran no verse afectadas por ese paso del tiempo: los espejos.
Adolfo Mazariegos
Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.