En un vuelo de Flores a la ciudad de Guatemala, compartí el trayecto con un hombre que desde que se acomodó en el asiento de al lado me dispensó un trato de mucha cordialidad y confianza. Me saludó con efusividad, como si me conociera de algún otro sitio. “Davis”, dijo, sonriente, con mucha familiaridad. Y no supe si ese era su nombre; si se refería a mí confundiéndome con otra persona; o si tan sólo estaba realizando algún tipo de exclamación cuyo significado yo desconocía.
Con un poco de extrañeza le devolví la sonrisa, sin decir palabra, mientras buscaba en mi mochila un libro que de antemano sabía que no llevaba. Tan sólo deseaba algo que me permitiera pasar el tiempo. “Nunca me han gustado estos aparatos”, volvió a hablar, refiriéndose al avión, un Saab 340 al que la aerolínea le ha pintado el frente como un pico de pingüino (o algo así. Quizá lo adquirieron así cuando pasó a formar parte de su flota, quién sabe).
Lo cierto es que, el poco menos de una hora que duró el vuelo, lo pasé intentando recordar de dónde podría conocer a mi repentino compañero de viaje, quien parecía esforzarse por mantener alguna conversación conmigo. Honestamente no lo recordaba. Y se me hizo de mal gusto preguntárselo directamente. A veces, realizar ese tipo de cuestionamientos que ayudan a refrescar la memoria, por muy intrascendentes que parezcan, pueden resultar en innecesarias heridas de susceptibilidades.
Y allí estaba yo, a no sé cuántos cientos de pies de altura del suelo, viendo a lo lejos las montañas y los paisajes que desde lo alto cobran un matiz diferente, enigmático y desconocido para la gran mayoría, intentando recordar al individuo. El tiempo transcurrió y pronto escuché que se anunciaba el aterrizaje en el Aeropuerto La Aurora. “Abróchense sus cinturones; esperen a que el avión ya no esté en movimiento; etc., etc.” Instantes después, di un par de sorbos a la botella de agua que me habían dado durante el vuelo y me dispuse a imitar a los demás pasajeros que parecían impacientes por descender del avión.
“Me ha dado gusto saludarlo, Davis. Gracias, una vez más…”, dijo mi compañero de fila, sonriente, extendiendo una mano morena y huesuda previo a perderse entre los demás viajantes que ya se dispersaban por la terminal. Fue entonces cuando lo recordé, al estrechar su mano. Como en aquel día lejano y olvidado del quinto o sexto año de primaria cuando a la hora de un recreo compartí mi modesta merienda con un niño delgado, huesudo: “Gracias, Davis”, dijo aquella vez, extendiéndome su mano. Yo nunca le dije que ese era mi nombre, y no sé por qué me llamó así, pero eso ahora ya no importa… Ciertamente, la memoria tiene vericuetos extraños.