Adolfo Mazariegos
El viernes de la semana recién pasada tuve la maravillosa oportunidad de caminar por el Centro Histórico de la ciudad, sumergiéndome en ese mar de colores y acontecimientos con que suelen pintarse tan particulares postales citadinas en esta parte del año. Y recordé, entre otras muchas historias que pasaron veloces por mi mente, una que me fue contada hace algunos años por un amigo muy apreciado, quien en su momento me permitió referirla de forma escrita y que hoy no puedo dejar de compartirla nuevamente como un recuerdo que implica mucho más que la simple sensación agridulce que en su momento me dejó, a saber: aquel día, mientras mi amigo realizaba algunas diligencias por ese mismo sector de la ciudad, fue abordado por un par de niños a quienes calculó no más de diez años, con sendas inocentes sonrisas dibujadas en el rostro (de esas que es imposible ignorar), según me contó. Aquellos niños le ofrecieron lustrar sus zapatos, y, sin saber exactamente por qué ―me dijo― se puso a conversar con ellos largamente. En algún punto de la conversación les preguntó si ya habían almorzado, a lo cual –como era previsible– respondieron que no. La charla se extendió por varios minutos, y la escucharon, sentadas en una banca aledaña, un par de colegialas que aún no llegaban a la adolescencia, con sus mochilas al hombro y con algunos libros a los que se aferraban como si fueran parte del mismo uniforme que vestían. Una de ellas se acercó a los niños, y extrayendo de su mochila uno de esos panes como los que muchos tuvimos la fortuna de llevar a la escuela en esa etapa, lo ofreció a los pequeños, diciéndoles algo así como que prefería que fueran ellos quienes lo comieran. La acción no pasó desapercibida para mi amigo, y ofreció a la jovencita invitar a comer a aquéllos pequeños trabajadores para que ella conservara su merienda. La chica, dudando, aceptó, y se despidió alejándose con pasos lentos junto a su compañera. Mi amigo, entonces, siguió con sus jóvenes interlocutores aquella conversación que de alguna manera ya le resultaba extrañamente agradable. No habían transcurrido más que algunos minutos cuando la colegiala regresó y volvió a ofrecer su merienda a los niños-hombres, y, dirigiéndose a mi amigo le dijo que no dudaba de su palabra, pero quería cerciorarse de que los niños comieran algo porque seguramente en ese momento ellos lo necesitaban más. El gesto, conmovedor y admirable, es una de esas muchas historias que seguramente suceden a diario en algún lugar de nuestra América Latina, historias que sin duda evidencian falencias sociales terribles, pero que también demuestran la generosidad y los buenos sentimientos de gente singular que, como aquella jovencita, deben ser reconocidas con el respeto y la admiración que actos como ese merecen. Acciones como esa, sin duda, pueden hacer una gran diferencia.