Adolfo Mazariegos
En la actualidad es muy común escuchar referencias a esa suerte de táctica o estrategia (por denominarle de alguna manera) en el marco del ejercicio de la política como práctica para la obtención del poder: el populismo. El poder político, ciertamente, puede obtenerse y/o mantenerse de distintas maneras. Una de ellas es la utilización de esas prácticas populistas que aparentemente han resultado tan rentables para el populista y que, a decir verdad, no son algo nuevo en el mundo, aunque, sin duda, parecieran haber cobrado cierta fuerza durante los últimos años. Estas estrategias han sido utilizadas a través de la historia por un variopinto abanico de personajes pertenecientes a corrientes ideológicas diversas, que atraviesan el espectro político de un extremo a otro, es decir, no es algo exclusivo de una ideología u otra, y tampoco puede considerársele en sí como una ideología, y sería un error atribuirle su uso con exclusividad a una corriente en particular: en la práctica, existen populistas tanto de izquierda como de centro y derecha. Y de alguna manera todos los hemos visto en algún momento aún sin darnos cuenta de ello.
El populista generalmente utiliza la descalificación y busca menoscabar la imagen de sus contrincantes, así como magnificar las problemáticas del Estado o que éste (el populista) asume como tales y a su favor; esto lo hace con la finalidad de proponerse a sí mismo como el salvador o solución de los problemas existentes, sin importar la eventual exacerbación de los ánimos populares. En tal sentido, suele relegarse a segundos planos la utilización de cientificidad y se desdeña la profesionalización en la política y en el ejercicio de la función pública, algo sumamente importante para la elaboración de programas y políticas públicas mediante los cuales se generen verdaderos planes de gobierno en función del progreso y desarrollo de todos. La improvisación en tal sentido no debe considerarse en manera alguna una opción. El verdadero desarrollo de un Estado no se alcanza improvisando; no se alcanza imponiendo absurdas formas de accionar sin conocer la realidad; no se alcanza sin una ruta clara y precisa de lo que hay que hacer en función del frecuentemente citado bien común… En fin. Dicho todo lo anterior, bueno es darnos cuenta de que en América Latina tal fenómeno pareciera ir en aumento, lo cual, sumado a otros preocupantes fenómenos (algunos de reciente aparecimiento), pone, en reiterados casos, en serios aprietos y disyuntivas constantes a lo que hoy percibimos como nuestra particular democracia. Quizá valga la pena pensar también un poquito al respecto. Y quizá no tanto por quienes hoy tomamos decisiones, sino por quienes vienen siguiendo nuestros pasos.