Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

No es un secreto que en distintas partes del mundo se padezca hambre en la actualidad. En América Latina, por ejemplo, existen países y áreas geográficas en las que para muchos, llevar comida a la mesa, resulta una tarea poco menos que titánica. Y no me refiero simplemente al momento aquel en el que esa suerte de urgentes mordiscos en el estómago nos indica con insistencia que, independientemente de que podamos hacerlo o no, ha llegado el momento de satisfacer esa necesidad biológica que los afortunados repetimos dos o tres veces por día (a veces más, quizá). No, no hablo sólo de eso, hablo de esa impotencia que para diversidad de seres humanos en nuestro continente implica incluso la nefasta realidad de ver morir a los suyos porque la falta de alimento los ha llevado a extremos que quizá nunca antes imaginaron.

La falta de alimento es algo atroz, sin duda. La desnutrición hace estragos en el cuerpo y puede dejar secuelas que muchas veces no somos siquiera capaces de intuir: desde la limitación a las capacidades físicas y motoras elementales para llevar a cabo las tareas cotidianas de la vida, hasta la insuficiencia de la cognición necesaria para aprender y retener conocimientos que permitan enfrentar de mejor manera los retos y demandas que supone un mundo moderno como el actual.

Según un informe reciente de la Organización de las Naciones Unidas, “el hambre en América Latina y el Caribe aumentó en 13.8 millones de personas en sólo un año. El hambre aumentó más drásticamente que en cualquier otra región entre 2019 y 2020, llegando a 59.7 millones de personas, su punto más alto desde 2000.” Clic aquí. Y si a este fenómeno le sumamos la vorágine de acontecimientos que trajo consigo la pandemia en curso, seguramente el asunto tenderá a verse aún más complicado e incierto de cara al futuro.

Un futuro que nos alcanza tarde o temprano, queramos o no, y nadie puede decir que es capaz de escapar al implacable paso de los años que siempre pasa su factura de una u otra manera, y a veces en el momento menos esperado. El hambre no es un chiste, no es un asunto que deba tomarse a la ligera porque tiene consecuencias nefastas de gran magnitud para los Estados a corto, mediano y largo plazo. Y no se diga los efectos en el ser humano en lo particular, en los niños y niñas que serán quienes deban dirigir los destinos del mundo el día de mañana, un mañana que, aunque no queramos aceptarlo, está prácticamente a la vuelta de la esquina.

¿Cómo no conmoverse, entonces, ante la necesidad, ante la mirada de un niño con hambre?, me pregunto, y dejo flotando la interrogante…

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