Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Hace un par de días un amigo me compartió un brevísimo video en el que se aprecia, a simple vista y sin muchos detalles, el funcionamiento de un micro robot denominado (no estoy seguro de la denominación), “mini robot magnético de baba”. Una suerte de pasta o jalea (dispénsese el mal símil), que puede ser controlado a distancia mediante imanes. Creado, aparentemente, con materiales muy sencillos y comunes cuyos alcances de utilización, por ejemplo, en la medicina o en trabajos que ameriten una pegajosa minuciosidad, pueden ser aún no visualizados, más allá de los fines médicos ya aludidos. Según la información en el video, el robot, cuya morfología probablemente dista mucho de un imaginario quizá bastante extendido ya por el mundo, ha sido creado en Hong Kong y está prácticamente listo para ser utilizado. Ahora bien, cuando se habla de robots y de los alcances que en un momento dado pueden llegar a tener, la cuestión se complica un poco, no sólo por la enorme variedad que ya existe de tales entidades artificiales, sino por lo que su sola existencia significa (para bien o para mal) en la vida de muchos seres humanos. Las historias distópicas y las elucubraciones conspirativas al respecto suelen abundar, tanto igual o más quizá que quienes defienden y celebran el desarrollo de tales tecnologías basadas en la denominada Inteligencia Artificial. Ya nos presentaba en su novela Klara y el Sol, el premio Nobel Kazuo Ishiguro, una postal de la vida que, de llegar a ocurrir, quién sabe si llegaríamos a acostumbrarnos a ella de la misma manera que nos hemos acostumbrado, sin apenas percatarnos de ello, a las computadoras personales, a los microondas, a los teléfonos móviles de alta tecnología, a las redes sociales de Internet, a los sofisticados sensores en los autos modernos… En fin. Lo cierto es que el ser humano es afortunado por ese privilegio que le da la capacidad de crear todo lo que ha creado y todo aquello que seguramente aún está por venir. Y aunque muchos vean el aparecimiento de tanta tecnología como un problema para la subsistencia a largo plazo de la misma humanidad, quizá el problema no radique en eso que, como producto de la soberbia y la presunción del monopolio de raciocinio del que no pocas veces hacemos gala, quizá ni siquiera seamos capaces de controlar en el futuro, sino en la forma y fines para los que tales tecnologías sean utilizadas. El avance de la ciencia y tecnología es algo que no se puede detener. Ello nos ha hecho llegar hasta donde estamos. Y sin duda seguirá su curso por derroteros que, aunque nos neguemos a aceptarlo o nos parezca contradictorio, siempre será tan incierto como maravilloso. La respuesta, insisto, quizá no esté en lo que ocurre, sino en cómo y para qué ocurre… Pero, quién sabe.

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