Adolfo Mazariegos
Ocurrió el pasado viernes 3 de diciembre, cerca de las seis de la tarde. El manto oscuro de la noche empezaba su descenso cotidiano sobre la ciudad, mientras las luces comenzaban a encenderse festivas al tiempo que el viento frío de la época soplaba cadencioso, golpeando los rostros de los transeúntes y agitando las ramas de los árboles señeros del arriate central. La calle Montufar, congestionada con el tránsito que a esa hora avanza lento en el proceso de retorno que muchos realizan hacia sus hogares, ofrecía, además, el espectáculo ya conocido de niños y niñas intentando obtener algún dinero, sea pidiéndolo directamente a los conductores de los vehículos que por allí suelen pasar, sea intentando vender algún producto de común consumo como dulces, chicles o frituras en pequeñas bolsas de papel o plástico. El semáforo en la esquina de la 5ª. avenida, con una luz en un simplón rojo eterno, parecía observar impávido y sin gracia la escena, desde lo alto. En el auto adelante de mí, un conductor sacó de pronto la mano para llamar con señas a uno de esos jóvenes vendedores (9 o 10 años quizá, probablemente más, quién sabe) que han encontrado en esa calle, aparentemente, una forma ya de vida. Vi al niño correr apresurado hacia el vehículo, con la pequeña caja de productos en una mano, extendiendo la otra intentando alcanzar, desde la distancia, la ventana del vehículo en donde le habían pedido algo. Intentaba entregar el producto que el conductor le había solicitado, supuse. No obstante, cuando el niño hubo llegado a la altura del auto, el conductor reanudó la marcha, intempestivo, sin detenerse y a velocidad constante, con la mano fuera de la ventanilla agitando lo que desde lejos parecía ser un billete de ignota denominación. El chico siguió corriendo, a la par del automóvil, intentando alcanzar la ventanilla, dando pequeños saltos como de conejo silvestre intentando no perder al cliente cruel que parecía no tener la intención de detenerse. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, recordé entonces al poeta, pensando en que no hay que ser… No hay que burlarse de esa forma de quien se encuentra en una posición distinta a la nuestra, una posición de desventaja ante los abusos de inconscientes como el conductor insensible que siguió su camino entre risas, sin detenerse, haciendo correr de esa manera por cerca de media cuadra, a un niño que seguramente pensó que había hecho una venta. Una venta insignificante para muchos tal vez, pero muy significativa seguramente para él. La vida nos conduce por caminos extraños e inesperados, sin duda, pero siempre nos lleva a algún lugar, bueno es tenerlo presente, porque el mundo da muchas vueltas.