Por RODRIGO ABD y MOISÉS CASTILLO
PUERTO LEMPIRA, Honduras
Agencia (AP)
Entre los buzos hondureños existe la creencia de que ver una sirena es la señal innegable de que han contraído la enfermedad.
Saúl Ronaldo Atiliano ahora sabe que eso no es más que una leyenda. Una mañana de septiembre buceaba en las aguas transparentes del Caribe hondureño cuando sintió una presión, un dolor en el cuerpo que lo obligó a regresar a la superficie. Cuando logró subirse al bote, le dolían el cuello, la espalda y los brazos. Y no, nunca vio una sirena.
“Me atacó la presión en el fondo del agua”, dice Atiliano, un indígena hondureño misquito de 45 años y que por 25 se ha dedicado a la pesca por buceo, de langosta y pepino de mar.
Como él, miles de jóvenes y adultos han hecho de la pesca por buceo su forma de vida en la Mosquitia, una región de Honduras y Nicaragua enclavada en la costa caribe. También como él, muchos han sido víctimas de lo que Atiliano dice es un ataque de presión y que la medicina describe como el “síndrome de descompresión”, un padecimiento por el que se forman burbujas de nitrógeno en el cuerpo de los buzos y puede causar parálisis o incluso la muerte.
Con más de 60% de sus nueve millones de habitantes viviendo en la pobreza, Honduras es uno de los países más pobres en América Latina. Y la Mosquitia una de las áreas aún más desamparadas.
Entre la vegetación tropical de la costa Caribe, la región está salpicada de pequeñas aldeas pesqueras donde indígenas viven en casas de tablas de madera y techos de lámina. En una muestra de la pobreza, y también del ingenio infantil, los niños juegan con camiones hechos de botellas de plástico. Para muchos adultos, la única opción que han encontrado para enfrentar la pobreza es bucear, sin importar los riesgos.
En la Mosquitia, el buceo es parte de la vida cotidiana. En la aldea pesquera de Kaukira, los fieles son llamados a misa con el sonido de un martillo que golpea un tanque de oxígeno vacío en lugar de una campana.
Las técnicas de buceo dicen que se debe ascender a la superficie de manera gradual para eliminar el nitrógeno que los tejidos del cuerpo absorben durante la inmersión. Dependiendo de la profundidad, es necesario hacer distintas pausas antes de llegar a la superficie. También se debe limitar el número de descensos que hace una persona al día.
Pero entre los buzos de la Mosquitia sólo existe el subir y bajar, tan profundo como sea posible y tan rápido como se pueda, todo con tal de conseguir la mayor cantidad de langosta, un codiciado producto de exportación, sobre todo hacia Estados Unidos. Los botes, donde pasan días jugando cartas o charlando entre ellos cuando no están buceando, suelen tener equipo de seguridad rudimentario y utilizan tanques y máscaras gastadas por los años.
No es claro cuántos se han visto afectados por el síndrome, pero todos coinciden en que es un gran número para esas pequeñas comunidades.
Jorge Gómez Santos, expresidente de la Asociación de Misquitos Hondureños de Buzos Lisiados, dijo que al menos 2.200 misquitos trabajan actualmente en los botes, y que desde 1980 al menos 1.300 resultados han quedado afectados por el síndrome de descompresión. Gómez, quien usa una silla de ruedas para moverse, dijo que sólo en 2018 han muerto 14 buzos.
En un estudio de hace más de una década citado por la Organización Panamericana de la Salud se reportó que había alrededor de 9.000 buzos en la región de la Mosquitia, y que cerca de 4.200 o 47% estaban lisiados por el síndrome.
Un buzo recibe 75 lempiras (tres dólares) por una libra de langosta y unas siete lempiras (28 centavos de dólar) por cada pepino de mar. Así que le apuestan sobre todo a la langosta: cada buzo pesca un promedio de 10 libras al día, sin importar que algún día se vean afectados. Atiliano, por ejemplo, nunca sintió nada hasta ese día de septiembre.
El padre de 10 niños quedó paralizado en el bote, el cual tardó un día y medio en llegar al único lugar donde podía ser tratado. Una vez en el puerto, algunos compañeros lo llevaron recostado en una cobija por cerca de 10 cuadras hasta la clínica de Puerto Lempira, la localidad más grande de la Mosquitia y donde está una cámara hiperbárica donada por el gobierno de Estados Unidos.
El síndrome de descompresión es tratable. Cuando las personas lo sufren, se recomienda una terapia en una cámara hiperbárica, donde los pacientes respiran más oxígeno del que podrían respirar bajo la presión normal del aire con el propósito de restaurar los tejidos.
Cada minuto que pasa desde el momento que un buzo sufre del síndrome de descompresión vale oro. Sin embargo, en la mayoría de casos, los pacientes llegan 24 o 48 horas más tarde desde el primer síntoma de mareo o parálisis que siente el paciente. Las distancias son largas y los barcos pesqueros no disponen de lanchas con motores robustos para llegar rápido a Puerto Lempira.
“Es el primer accidente que tengo”, cuenta Atiliano a través de un traductor. Agotado, tiene la mirada perdida al salir de una sesión de más de tres horas dentro de la cámara hiperbárica.
El fisioterapista que opera la maquina se llama Cedrack Waldan Mendoza, un hombre corpulento que trabaja sin horarios fijos y durante la temporada de pesca de langosta, de julio a febrero.
“La recomendación que damos es que no regresen a bucear”, dice Mendoza, mientras observa a Charles “Charly” Meléndez, otro buzo misquito de 28 años, quien gesticula dentro de la cámara hiperbárica.
Meléndez bucea desde los 16 años y asegura que el día que se puso mal pescó 60 libras de langosta. Eso pasó en noviembre de 2017 y aún ahora, tras nueve sesiones, no ha conseguido recuperarse. Para un hombre que ha hecho del mar su vida, es una pesadilla estar confinado a una silla de ruedas.
“No puedo parar yo sólo todavía”, dice. “No puedo estar sentado mucho tiempo, después de una hora duele mi cuerpo”.
Cedrack, el fisioterapeuta, dice que la difícil situación económica de los buzos no ayuda a combatir el problema.
“Algunos así como están regresan al buceo; uno se los encuentra en la calle y les pregunta por qué van, y ellos responden que es porque sus hijos tienen hambre”, cuenta. “Cuando a uno le dicen que los hijos tienen hambre entonces para qué hacer una segunda pregunta, eso da pesar”.
Atiliano y Meléndez son el eslabón más vulnerable, y vital, del engranaje que hace funcionar la industria de la langosta. El gobierno de Honduras dice que la pesca del crustáceo le significó 40 millones de dólares en 2017. Prácticamente la totalidad de las ventas son para el mercado de Estados Unidos.
Atiliano confía en volver a trabajar. Se ve de nuevo en el mar, pero no por gusto, sino porque no hay muchas opciones.
“Si llego a recuperar, por la necesidad y por la falta de trabajó tendré que regresar a bucear”, dice, aún con la mirada perdida.