POR JOSÉ DEL ÁGUILA
jaguila@lahora.com.gt

Ni un solo metro cuadrado del terreno donde está asentada Sepur Zarco, en El Estor, Izabal, está a nombre de las familias maya-quekchí que lo habitan. En 1982, los hombres de la comunidad intentaron tramitar la titulación de sus parcelas ante el Instituto de Transformación Agraria, pero en respuesta, el Ejército, protegiendo los intereses de la élite terrateniente de la región, los desapareció. A sus viudas las convirtieron en esclavas sexuales y domésticas. En 2016, quince mujeres sobrevivientes lograron la condena de dos personas por esos hechos, pero 35 años después continúan sin ser propietarias del suelo en el que viven.

Sepur Zarco está situada a tres horas y media de Puerto Barrios. El camino más corto hacia la comunidad es a través de Morales, tomando la ruta que conduce a la aldea de Mariscos. Antes de llegar se debe atravesar una finca, propiedad de una empresa dedicada al cultivo de palma africana y a la extracción de aceite vegetal. Para recorrer los caminos de terracería que conducen al lugar, se necesita obligatoriamente un carro de doble tracción.

Una vez en Sepur Zarco, no hay en toda la zona ningún tramo de carretera pavimentada. Los caminos son de terracería y al solo paso de una motocicleta se levantan grandes polvaredas. “Por eso aquí los niños a cada rato se enferman”, advierte una mujer que vive en la comunidad.

Las casas, tiendas y escuelas, en su mayoría, están construidas con bambú y paja. No hay cerámica que cubra los pisos y las letrinas aún son de uso común.

La infraestructura es casi nula. En toda la aldea apenas hay erguidas algunas paredes de concreto. Cerca del centro se ve el intento de construcción de un mercado, que quedó suspendida por supuestas anomalías en el proyecto de parte de la municipalidad.

Construir en Sepur Zarco es arriesgar la inversión. Ninguno de sus habitantes tiene título de propiedad sobre sus tierras y ni siquiera el Estado puede poner un ladrillo, pues la comunidad está asentada sobre una finca privada de al menos 29 caballerías.

Del destacamento militar, el sitio de descanso de los soldados al que las mujeres eran llevadas para servirles, solamente queda en pie una pequeña columna de concreto donde se colocaba la talanquera de ingreso.

Ahí se estableció la sentencia del 26 de febrero del 2016, que residieron en viviendas improvisadas hechas con pedazos de nylon, luego de que sus esposos habían sido desaparecidos, sus casas quemadas, sus bienes destruidos, así como sus cosechas y animales domésticos arrasados por miembros del Ejército, comisionados militares y Patrulleros de Autodefensa Civil.

Durante seis meses, entre 1982 y 1983, las obligaron a lavarles, limpiarles y cocinarles, violándolas todos los días, a veces en grupos, a veces frente a sus hijos.

“Me dijeron que viniera aquí –al destacamento– a cocinar a los militares y a lavarles la ropa. Luego, ahí mismo nos violaban, en el mismo destacamento”, cuenta Candelaria Maas, una de las 15 mujeres que contaron su historia en los tribunales de justicia y lograron la primera condena con delitos contra los deberes de la humanidad en su forma de violencia sexual.

CONSTRUIR EN TIERRAS AJENAS

Cuando el Tribunal “A” de Mayor Riesgo encontró culpable al subteniente Esteelmer Reyes Girón y al excomisionado militar Heriberto Valdés Asij por asesinato, desaparición forzada y delitos contra los deberes de la humanidad en contra de la población de El Estor, también señaló la responsabilidad del Estado en las violaciones a los derechos humanos.

De acuerdo con el fallo, el Estado, a través de las fuerzas armadas buscó la destrucción humana y cultural parcial de la población maya-quekchí. Además, concluyó que los daños de los vejámenes cometidos se proyectan en el presente y son de carácter emocional, físico y económico.

Por ello, el tribunal ordenó al Estado reparar a las víctimas y a la comunidad a través de una serie de medidas de resarcimiento, entre las cuales está continuar con la tramitación de los títulos de propiedad de las tierras, construir un centro de salud, escuelas y procurar que los habitantes cuenten con servicios básicos como luz y agua potable. Hasta la fecha ninguna se ha concretado.

A inicios de este año, el Ministerio de Salud Pública instaló una clínica móvil para atender a 16 mil personas, de 45 comunidades de El Estor y Panzós, pero, aunque ello significa un avance en el proceso de reparación, el furgón con tres ambientes, equipado con los insumos básicos, dista mucho de ser un centro de salud como el ordenado por el Tribunal.

El problema es que Sepur Zarco es una comunidad que no tiene certeza jurídica. “El Estado de Guatemala no puede invertir un quetzal en terrenos que no tengan certeza jurídica para poder construir centros de salud, escuelas e infraestructura (…) son tierras privadas y ahí el Estado no puede intervenir, más que buscar algún diálogo o hacer algún acercamiento con herederos y herederas para buscar una solución”, explica Meelyn Mejía, de la Organización Mujeres Transformando el Mundo (MTM), entidad que se constituyó como querellante adhesiva en el proceso penal.

De acuerdo con la Secretaría de Asuntos Agrarios (SAA), la institución encargada de tramitar la titulación de los terrenos, Sepur Zarco, está sobre una finca privada de 29 caballerías, cuyo propietario original falleció dejando a ocho herederos, de los cuales solo uno ha sido localizado y no tiene los documentos para comprobar su derecho.

“En 2007 ingresó el caso a la SAA como un caso de traslape de fincas. Se estableció que la propiedad correspondiente a la finca de Sepur Zarco no es tierra del Estado, sino que es una propiedad privada que está en una situación de intestado, en la cual ocho personas son las beneficiarias directas. De estas solo una aparece y aduce tener la representación legal de las otras siete personas, pero no presenta ningún documento legal que legitime su representación, por tanto, cualquier disposición que él tome carece de fundamento legal”, indica Carlos Morán Pop, secretario de Asuntos Agrarios.

El funcionario afirma que la única forma de proceder es comprar la finca a los herederos para que, posteriormente, el Fondo de Tierras (Fontierras) inicie con el proceso de regularización de los terrenos a favor de la población quekchí. Sin embargo, mientras no aparezcan los otros siete beneficiarios, o el heredero identificado compruebe su representación legal, no es posible iniciar con una negociación para la venta del terreno.

Por tal motivo, Morán dice que la primera acción será hacer un llamado a los otros siete beneficiarios a través de los medios de comunicación social para que se presenten ante la mesa técnica que conoce este proceso, integrada por la SAA, la Procuraduría General de la Nación, el Fontierras y las organizaciones querellantes. El secretario dijo que aún no hay una fecha establecida para hacer el llamado público.

UNA LARGA ESPERA

Margarita Chub es una de las mujeres que hace tres décadas sufrió la desaparición de su esposo y, hasta la fecha, no sabe en qué lugar dejaron su cuerpo. Cuando habla sobre el tema, desciende la mirada y la clava en el suelo, como si allí abajo se proyectaran los recuerdos que guarda de la época de la guerra.

“Aquí se derramó sangre. Se llevaron a mi esposo por su lucha de obtener un pedazo de tierra y no sé dónde lo dejaron. Hasta la fecha no tenemos personería jurídica –sobre la tierra–. Me querían construir una casita aquí y no me la dieron. Yo digo: el Estado, qué vergüenza lo que hizo. Ni siquiera reconoce todo el daño que causó”, dice.

El secretario de Asuntos Agrarios señala que, aunque los dueños no han expresado su interés en la finca por décadas, la legislación guatemalteca otorga un plazo de diez años a los supuestos herederos para que presenten la documentación que los acredita como propietarios legítimos.

Este plazo empezó a correr a partir de que el caso Sepur Zarco se judicializó, en 2011, según el titular de la Secretaría. Es decir que restarían cuatro años para que el Estado se apropie de las tierras en el caso de que nadie logre acreditar su derecho de herencia. Pero para las 15 mujeres denunciantes cuatro años es mucho tiempo, aseguran.

Chub, al igual que el resto de las mujeres que rindieron testimonio ante un tribunal sobre lo ocurrido a ellas y sus esposos en Sepur Zarco, ha envejecido esperando que se haga justicia.

“Yo no quiero –que las medidas de reparación se cumplan– en diez años, yo ya no voy a disfrutar la reparación por la que estoy luchando, porque cada vez me siento débil, me estoy poniendo vieja. Yo quería asegurar la vida de mis hijos para dejar un pedazo de tierra, porque esa era la lucha de mi esposo cuando lo mataron. Y ahora, hasta la fecha, el Estado no se preocupa, no tenemos nada (…) La clínica es parte de nuestra lucha. Estoy contenta porque sabemos que nosotros aquí en la comunidad tenemos mucha necesidad, muchos niños están enfermos, pero todavía no estoy satisfecha, lo voy a estar cuando ya esté instalado un hospital formal. Entonces voy a decir: hoy sí, ya lo logramos”, dice.

La exigencia de la población de Sepur Zarco no es que les regalen las tierras. Están pidiendo, en cambio, que se les restituyan las tierras que, históricamente, les han pertenecido, pero que les fueron despojadas.

Según un estudio de Impunity Watch, titulado “Cambiando el rostro de la justicia”, todas las tierras del Valle del Polochic constituyen terrenos mayas ancestrales, los cuales fueron despojados a los indígenas durante la época liberal, en 1871. En esta época se dieron también las primeras movilizaciones campesinas a favor de la tenencia de la tierra.

“El despojo y apropiación de tierras inicia durante el período de la Colonia con el control económico, político y espiritual. Estos procesos se consolidan en la época liberal que beneficiaría principalmente a los cafetaleros alemanes”, reza el estudio, que coincide con los peritajes presentados por la Fiscalía en el juicio contra Reyes Girón y Valdés Asij.

LA COMUNIDAD QUE LAS RESPALDA

Aunque los pasos han sido lentos para reparar a las víctimas, la sentencia sí tuvo un efecto inmediato: el reconocimiento de las distintas comunidades de El Estor y de Panzós hacia las mujeres quekchíes y su lucha para buscar justicia.

Antes de la condena contra los militares, en Sepur Zarco, una parte de la población llamaba a las mujeres que fueron víctimas de violencia sexual “las mujeres de los soldados” y eran consideradas responsables de los vejámenes que sufrieron. El mismo estudio de Impunity Watch antes citado explica que en su propia comunidad se culpaba a las mujeres y se les acusaba de la provocación o incluso del disfrute de los hechos.

Pero la sentencia del 26 de febrero cambió esa realidad: se reconocieron los testimonios de las mujeres quekchíes; se motivó un elogio, a nivel nacional e internacional, del esfuerzo que las víctimas realizaron por obtener justicia; se validaron los hechos que contaron y se admitió el dolor que ellas sufrieron. Así lo cuentan las sobrevivientes.

“Antes de la sentencia sufrimos, hemos sufrido discriminación y rechazo. Nos dijeron que somos unas cualquieras y que lo que nos pasó fue por nuestra propia decisión, que es mentira lo que dijimos. Pero ahora, como vieron que a nivel nacional e internacional supieron nuestra historia, entonces dijeron: es cierto, las mujeres tienen derecho a denunciar”, dice Rosario Xo, una de las 15 denunciantes del caso Sepur Zarco.

“Cuando conté mi historia ante el público lloré por el dolor que yo sentía, por el coraje que tenía contra los militares. Pero ahora disminuyó mi dolor, porque pude contar mi historia a todas las personas. Para mí el dolor todavía existe, pero el pueblo sabe mi historia y lo que he sufrido”, relata Chub.

Mientras, Maas, dice, con voz parca, que con la sentencia ganó un sosiego para sus aflicciones. “Ahora estoy contenta. Antes no estaba contenta porque decía yo: a saber si van a dictar la sentencia, de repente no nos van a escuchar. Pero ahora que ya hay sentencia, por lo menos van a pagar –los acusados– todo el daño que nos hicieron”.

Un año después de finalizado el juicio, Paula Barrios, abogada de MTM, considera que se percibe cómo la sentencia, dictada por un tribunal guatemalteco, unificó a las comunidades indígenas del Valle del Polochic y las empoderó en la búsqueda de justicia y en la restitución de los derechos que les fueron violados.

“Los comunitarios ahora mencionan: las abuelas sembraron con el camino de la justicia y nosotros ahora debemos trabajar para la cosecha. Se han unido a una sola voz y hoy, las 87 comunidades del Polochic, luchan porque las medidas de reparación lleguen a Sepur Zarco”, afirma Paula Barrios, abogada de MTM.

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