Migrantes esperan en el punto de ingreso entre Matamoros, México, y Brownsville, Texas. FOTO LA HORA/FERNANDO LLANO/AP

POR MARÍA VERZA/AP
NUEVO LAREDO, MÉXICO

Los narcos de Nuevo Laredo tienen muy claro lo que buscan cuando salen en busca de presas: hombres y mujeres sin cordones en los zapatos.

Esos pies dicen mucho de sus dueños. Son la prueba de que entraron a Estados Unidos para pedir asilo, pero lo único que lograron fue estar detenidos unos días -cuando les quitaron los cordones por cuestiones de seguridad- antes de ser tirados de vuelta en la boca del lobo, en el violento estado de Tamaulipas.

En años anteriores, los migrantes pasaban con rapidez por esta tierra de cárteles. Ahora, con las nuevas políticas migratorias de Donald Trump, se quedan ahí durante meses mientras esperan sus citas en las cortes estadounidenses, varados en las fauces del crimen organizado.

Sus historias hablan de robos, de extorsiones por parte de criminales o funcionarios corruptos, de secuestros… Narran cómo las únicas opciones con las que se enfrentan son pagar para cruzar de manera ilegal a Estados Unidos, aunque sus planes no sean esos, o simplemente para que los dejen libres.

Un agente de la Patrulla Fronteriza señala a dónde ir a una familia migrante nicaragüense que está aplicando para pedir asilo en Estados Unidos.
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A veces escapan de un grupo para caer en las manos de otro o puede que sean ellos mismos los que, en medio de la desesperación, buscan de nuevo a los traficantes con tal de hallar cualquier salida que no implique regresar a los países de los que huyeron.

Pero, en ocasiones, ni así salen del limbo.

Una contadora hondureña de 32 años que viaja con su hija lo sabe bien. Lleva cuatro meses atrapada en un círculo vicioso de cruces y devoluciones legales e ilegales entre los dos países que sólo han hecho crecer sus deudas y su desesperanza. «Somos una minita de oro para el crimen», lamenta resignada desde la ciudad de Monterrey, a 200 kilómetros de la frontera estadounidense.

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Esta historia es parte de la serie «Outsourcing migrants» producida con el apoyo del Centro Pulitzer de Periodismo en Situaciones de Crisis.


¿UNA ZONA DE GUERRA?

Tamaulipas es la esquina noreste de México. Sus peligros son bien conocidos. Es el único estado fronterizo al que el Departamento de Estado prohíbe a los estadounidenses poner el pie por ser un territorio controlado por los cárteles. Washington lo coloca en un nivel de alerta similar al de países en guerra como Afganistán y Siria.

Hasta hace poco los migrantes pasaban de largo por estos territorios. Bien cruzaban rápido el río Bravo hacia Texas o atravesaban los puentes para solicitar asilo, un trámite que les permitía quedarse en Estados Unidos, aunque fuera en detención, mientras se les daba una respuesta.

Todo cambió con el endurecimiento de las políticas migratorias de la administración de Donald Trump. La frontera se ha convertido en un embudo donde cada vez son menos los que pueden entrar legalmente y más los que salen mediante el programa conocido como «Permanecer en México», una estrategia mediante la que Washington ha devuelto a más de 55 mil personas mientras sus solicitudes de asilo deambulan, con pocas posibilidades de prosperar, por la intrincada burocracia de unas cortes estadounidenses desbordadas.

México no estaba preparado para esta afluencia de migrantes a lo largo de la frontera y mucho menos en Tamaulipas. Por eso las autoridades se han esforzado en sacarlos de esta región hacia Monterrey o incluso hasta la frontera con Guatemala. Los funcionarios dicen que es por su seguridad. Para algunos analistas, se trata de un claro reconocimiento del estado de anarquía que subyace en estas tierras.
Mientras, la delincuencia organizada se frota las manos. Ha sabido adaptarse y aprovechar muy bien este lucrativo botín desembarcado directamente en algunos de sus feudos. Familias enteras, muchas veces con niños, son tratadas como mera mercancía o cual cajeros automáticos andantes, listos para alimentar sus negocios criminales.

«Probablemente, no hay nada peor que se pueda hacer en cuanto a seguridad en la frontera», dice Jeremy Slack, investigador de temas fronterizos en la Universidad de Texas en El Paso. «Es una auténtica pesadilla».

Migrantes agrupados por familias posan para una foto antes de sus entrevistas con autoridades migratorias estadounidenses, en un refugio para migrantes en Reynosa, México.
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PESADILLAS PARA LOS MIGRANTES

Reynosa, en la frontera con McAllen, es una ciudad de maquilas de 650 mil habitantes y la más grande de Tamaulipas. Es también el símbolo de las guerras más sangrientas del noreste de México y uno de los principales puntos de cruce ilegal hacia Texas junto con Ciudad Miguel Alemán. Estados Unidos no devuelve a solicitantes de asilo por ahí, pero muchos quedaron varados esperando una oportunidad para atravesar el río o a la espera de su turno para pedir asilo en la garita. Otros llegan cuando son devueltos por otras ciudades, creyendo que pueden estar más seguros o encontrar trabajo.

La ciudad, disputada por grupos rivales, parece tener un cerco invisible y la mayoría de los migrantes entrevistados dijeron haber tenido que pagar cantidades diferentes para atravesar los controles situados en las principales entradas.

Fortino López Balcázar, abogado y defensor de derechos humanos, recuerda que los migrantes siempre han sido presa de los cárteles, aunque de forma diferente. La delincuencia se apoderó primero del río, y ahí los asaltaban y golpeaban. Luego empezaron a llevárselos de la estación de autobuses, más tarde de las calles.

El aeropuerto está igual de controlado.

Una maestra de 46 años de La Habana y su hijo de 16 aterrizaron aquí el 13 de agosto desde Ciudad de México con el teléfono de un taxista de confianza que les dio el abogado con quien habían coordinado el viaje. Ya en el taxi hacia el centro de Reynosa, en plena mañana, otros dos taxis les bloquearon, se subieron unos hombres, les quitaron el celular y el dinero y se los llevaron a una casa en construcción.

«El abogado nos vendió», asegura indignada la mujer.

Por la noche fueron trasladados a un lugar al aire libre, una especie de bosquecillo aparentemente no lejos del Río Bravo donde había más rehenes. Entre ellos un grupo de cubanos que también habían sido capturados al salir del aeropuerto, cuando varios vehículos les interceptaron.

«El tráfico se paró», explica uno de los hombres. «Parecía que el FBI nos cayó como si fuéramos terroristas», agrega, convencido que quien les delató fue el agente de migración que les atendió al aterrizar porque discutieron por unos documentos.

El gobierno de López Obrador llegó a decir que el INM era una de las instituciones más corruptas de México. A principios de año, ese organismo anunció una limpieza y más de 500 funcionarios fueron cesados en todo el país. Según una persona con información de ese proceso, Tamaulipas fue uno de los estados más afectados por la purga. Algunos de los despedidos trabajaban en los aeropuertos. Otros en Reynosa.

En febrero fue destituido el subdelegado del INM en Reynosa, a quien acusaron de cobrar más de 3 mil dólares a los migrantes que detenía para no deportarlos. Meses después volvieron las denuncias, esta vez por exigir pagos de 1 mil 500 dólares por adelantar a migrantes en la lista de espera, un instrumento que se ha prestado a mucha manipulación en diversos puntos de la frontera.

En el bosquecillo, la maestra y su hijo pasaban día y noche angustiados. Ahí la presentaron al «comandante» que le dijo que tenía que «pagar por el piso» y una multa por no ir con guía. El rescate era de 1 mil dólares por cabeza.

No les maltrataron. «Lo peor era lo que veías», susurra ella.

Voluntarios cortan el cabello a migrantes en un campo cerca del puente internacional en Matamoros, México, en la frontera con Texas.
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Y lo que vio fueron las entrañas del crimen organizado, situaciones propias de las películas que veía en Cuba con la antena parabólica ilegal que la puso en la mira de las autoridades.

Estas escenas se desarrollaban ante sus ojos, sin que supiera muchas veces qué ocurría: una vez un hombre intentó asfixiar a otro con un nylon en la cara; en otros momentos los secuestradores, algunos apenas adolescentes, golpeaban a un coyote, también secuestrado, por ser del grupo contrario. De lo que le gritaban, entendió que querían forzarle a trabajar para ellos.

El terror se apoderaba de ella cuando pasaba un helicóptero y sus captores les urgían a esconderse como pudieran porque si eras descubierto en el sobrevuelo el rescate subiría de 1 mil a 20 mil dólares por cabeza. Si se escapaba alguno de los compañeros, también.

El bosquecillo era un ir y venir de gente: unos llegaban golpeados, otros querían cruzar ilegalmente a Estados Unidos, algunos más eran entregados por hombres uniformados.

A la maestra, una mujer delgada de rostro alargado y enormes ojos negros, le cuesta todavía entender del todo lo que pasaba en aquel lugar; un infierno donde «la empresa», así llamaban los secuestradores a su grupo, compraba y vendía seres humanos.

Edith Garrido, una monja que trabaja en la Casa del Migrante de Reynosa, cuenta que parte de ese trasiego se debe a la acción de policías o criminales vestidos de policías, a los que llaman «polinegros» o «los clonados».

«Van a las casas de seguridad, les dicen al grupo ‘dame 10, 15, 25’; ellos dicen que se los van a llevar a un lugar más seguro y se lo ofrecen al mejor postor», es decir, al pollero que más dinero les dé para luego hacer lo que quiera con ellos.

«Un migrante es dinero para ellos», asegura la religiosa, «no una persona».

Cuando la mujer reunió el dinero, le tomaron una foto y la metieron en un taxi junto a su hijo y a otra cubana. El taxista paró en una carretera y les dijo que quedaban libres. Antes, les quitó el celular.

En espera de su próxima audiencia, aterrada y con su hijo enfermo y traumatizado, la maestra consiguió un empleo en la construcción para poder mantenerse.

El mes pasado, una familia salvadoreña perdió su turno para iniciar los trámites de asilo en Estados Unidos porque una balacera les impidió salir de su casa.

Garrido, la religiosa, asegura que algunos migrantes incluso pagan por protección. Otros rentan directamente a gente vinculada a los cárteles, sean conscientes de ello o no. Así que para la monja hay una sola conclusión clara: «Por un lado o por otro, el crimen organizado siempre gana».

Migrantes levantándose en un campamento cerca del puente de Matamoros, un punto legal de cruce de la frontera de México con Estados Unidos.
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