Álvaro Montenegro
Escritor

Maid es una serie enredada y a la vez simple. Muestra las contradicciones y los obstáculos del individuo y de la sociedad, pero a la vez lo hace con una delicada agudeza, pues las situaciones aparentan ser cotidianas. Se conjugan varios factores que generan una consecuencia inapelable: la violencia contra la mujer como parte de una realidad que arrincona a las mujeres hasta la desesperación.

El tono sutil es fundamental en la serie ya que devela la violencia contra la mujer de una forma no-física, lo que genera dificultad para que ésta sea comprobada en los tribunales y considerada genuina por quienes rodean a Alex, la protagonista, quien ha renunciado a su sueño de escribir para, con toda convicción, dedicarse a cuidar a su hija Maddy. Desarrollar una carrera literaria podría provocar, en ciertos sectores, una acusación de “mala madre” pues considerarían que se estaría desentendiendo parcialmente sus obligaciones maternales.

La violencia generada por los hombres -verla como algo común y justificado- es un gran foco de la serie. Y es aún más precisa porque profundiza en “la violencia sin huella en el cuerpo, que atrapa como un pantano, como arena movediza, como telaraña; es silenciosa porque nadie la ve hasta que terminas en una cuneta muerta, y se contagia de generación en generación; es un elefante blanco que crece en la sala de la casa”, como me dijera mi amiga Verónica Molina, quien confronta en estos momentos a su agresor en los juzgados.

La dependencia económica resulta un factor que le impide a Alex separarse de su pareja, Sean. Ella trata y trata, pero el entorno la aplasta una y otra vez hundiéndola en un vacío agujero de resignación. La maternidad, santificada en nuestra tradición, resulta en un doble sentido, una bendición de amor y, a la vez, una cruz que puede tejer hilos alrededor que imposibilitan la libertad del espíritu. Pero hay seres, como ella, que no bajan los brazos, no quieren renunciar a su vida ni a su entrega de madre, aunque el contexto la empuje hacia las formas culturales dadas, donde sea difícil realizarse como persona individual.

El sistema patriarcal oprime a Alex no solo desde la voz de su pareja, sino también desde su papá; ambos intentan ningunear su deseo de emancipación. Una sola vez ella le requiere al padre, Hank, un grado de traición a la estructura –que implica lealtad hacia ella- y éste se niega confirmando así todas sus intuiciones.

Esta serie les habla a las mujeres sobre la esperanza, la lucha y el autocuidado, y nos habla a los hombres sobre la normalización de la violencia, la necesidad de identificar cuándo somos una carga, la importancia de trabajar los traumas para no escupírselos a alguien más. La adicción deriva, como en el caso de Sean, de herencias desastrosas pero llega el momento donde seguir imputando a nuestros ancestros de los errores presentes se convierte en una evasión pueril de la responsabilidad. La recaída, cuestión que sucede en la mayoría de los adictos, es una decisión progresiva tomada tras la imposibilidad de reconocerse tal cual.

Al terminar de verla, pienso en el drama pesaroso, en los días grises, en el somatón en el suelo, en romper los principios para comer, en la requerida disposición para limpiar baños -literal y metafóricamente-, en la congoja de quien tiene todo lo material pero carece de afecto, en el tiempo para jugar, en la culpa permanente de los padres, en la necesidad de la literatura, en la interpelación hacia las conductas de nosotros los hombres.

La serie Maid -en Netflix y basada en una novela de Stephanie Land- es mucho más de lo que reporto acá. Tampoco quiero “spoilear” aunque haya adelantado pincelazos. La invitación es a verla con los ojos despabilados.

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