Fidel Us
Escritor
Los celajes de noviembre engalanan el cielo de una tarde mortecina y silenciosa en la colonia. Desde la pila, empotrada sobre una pequeña base de concreto que le da cierto aire de puesto de vigía, mientras enjuaga sus calcetines, Jayson observa el paisaje agreste que se extiende hacia abajo: la casa donde vive con sus hermanas queda en el extremo más alto del callejón: allá abajo se puede ver la explanada de tierra y pasto bravo, donde los niños juegan a la pelota todos los días a todas horas.
La vivienda estaba dispuesta, como muchas de su condición, en ambientes separados con un pequeño patio central. Hay dos dormitorios, el baño con ducha y la cocina que también es comedor. Todos, de madera de desperdicio o lepa de los aserraderos y coronados por techos de lámina.
Enjuaga primero sus calcetines y luego se concentra en el uniforme, consistente en chumpa, pantaloneta y camiseta. Debe tenerlos a punto para el torneo del sábado. Jayson entrena boxeo y es parte del equipo nacional. Con sus 160 libras y sus 176 centímetros de estatura, compite en la categoría Welter. Empezó a los quince y ahora a sus veinte tiene una beca deportiva y ha logrado preseas importantes, entre ellas la de oro nacional y dos de plata en competencias centroamericanas.
Ladridos de perros interrumpen su contemplación y termina por tender la ropa en los lazos de maguey trenzados que atraviesan el patio de cemento.
Aun falta para que lleguen Samanta y Reyna de la fábrica, pero él inicia con la preparación de la cena; pone al fuego la olla con agua para la sopa de menudos de pollo con fideos. Los ruidos del callejón cambian, son mas sordos, las familias se han recluido y ahora solo se oyen los trajines de las cocinas cercanas. Pero los ladridos siguen como antes. Jayson no deja de sentirse incómodo por los ruidos de los perros que ahora se escuchan en el callejón: el dueño los saca para que caguen y correteen afuera cuando las familias se encierran. Los vecinos se han quejado ya del peligro y Jayson siempre sale a escoltar a sus hermanas con su bate de aluminio para despejar el camino de los enormes perros que en la oscuridad se abalanzan sobre cualquiera.
Son dos enormes y musculosos perros con cruza de dogo argentino. Habían llegado hacía un mes con su dueño. De algunos vecinos se escuchó decir que al salir de la cárcel su tía le había ofrecido donde quedarse un tiempo. Pero todos temían que los perros fueran a causar alguna desgracia porque se rumoraba que eran puestos a pelear en palenques clandestinos. A veces se los llevaban en las noches y los traían de regreso por las madrugadas luciendo heridas frescas.
Como miembro del comité de seguridad de vecinos de la cuadra, a Jayson se le había pedido citarlo a una reunión para hablar sobre los animales. La intención era pedirle que no los sacara por el peligro que significaban: hacía dos noches habían atacado a un vecino que llegaba a las diez del trabajo. Y ya antes habían destrozado a un par de perros callejeros que desafortunadamente atravesaron el callejón a mala hora.
El dueño de los canes era un hombre de unos cuarenta años, alto y gordo a quien le gustaba lucir gruesas cadenas y pulseras de plata. Casi siempre vestía con pantalones de lona flojos, camisas oscuras de manga larga y zapatillas Nike Force One de diferentes colores. Jayson oye esa tarde que él se encuentra en su casa. Lo ha oído bañar a los perros. Espera un rato, dando tiempo a que termine esa tarea y luego sale a tocarle la puerta.
Después de saludarlo, Jayson recibe como única respuesta una mirada hosca y un qué querés vos. Escucha impasible la presentación y petición de Jayson, sin abrir la puerta de barrotes de metal. Acto seguido solo se digna a escupir al suelo, se voltea y dice, a modo de despedida: solo para chingar sirven ustedes los del comité. Molesto, Jayson le responde: mire señor con toda educación he venido a convocarlo, no se lo tome a mal, yo solo cumplo con mi responsabilidad. Mejor comé mierda, un par de vergazos te voy a meter, recibe como respuesta. Ya me los hubiera dado, replica Jayson, lo que hace regresar al hombre, decidido a cumplir su ofrecimiento.
Después de empujarlo, se abalanza sobre Jayson y lanza dos golpes, pero ambos son esquivados por el joven boxeador quien responde con un jab derecho y un gancho de zurda, ambos impactan el rostro del hombre quien tambaleándose lanza otro golpe fallido. Jayson responde con otro gancho que logra tumbar al adversario. Mientras duraba la pelea los perros ladran al fondo del patio pero se encuentran encadenados y solo puede verse como tratan de zafarse furiosos y ansiosos por unirse a la pelea. Los vecinos han salido y toman a Jayson de los hombros para calmarlo y retirarlo. El tipo se levanta rechazando la ayuda de otro vecino, amenazando a Jayson.
- !Vas a ver hijuelagranputa! ¡Estás muerto, maldito!- Le grita con la cara crispada por el dolor y la cólera, mientras se limpia la sangre que fluye de la nariz y la boca.
Dos días después del incidente, nada se ha sabido del vecino pendenciero. Pero se dice que ya no ha sacado a sus perros a pasear y defecar al callejón. Jayson se encuentra en casa con su sobrina de cuatro años, a quien como siempre cuida por las tardes. Es extraño, pensó, cuando oyó el chirrido que rítmicamente producía el vaivén de la puertecita de madera de la entrada, recuerdo haber dejado cerrada la puerta.
Cuando salió al patio, en chancletas y una pantaloneta negra de algodón, se quedó petrificado al ver a los dos enormes animales en una posición silenciosa de ataque. De los hocicos semiabiertos colgaban sendos hilos de baba viscosa y transparente. Un leve rugido proveniente de sus gargantas se podía percibir en medio del silencio que embargaba el callejón Ipala en aquel momento de aquel día.
A Jayson, más que su seguridad, más que su vida, le preocupaba en ese momento, la vida de Andreíta. El dormitorio donde ella descansaba viendo televisión estaba abierto y se dejaban escuchar los diálogos infantiles del programa que veía. Y justo cuando pensaba meterse a ese cuarto y cerrar la puerta tras él, la niña salió al patio, también topándose con los canes, que seguían inmóviles pero alertas.
Cuando se abalanzaron sobre ella, Jayson se interpuso velozmente y alzándola en vilo resistió las embestidas de los animales que mordieron sus glúteos y piernas, pero logro zafarse con un esfuerzo desesperado. Los gritos rompieron el silencio de aquel momento en el callejón.
Se dio cuenta que no podía retroceder a ninguno de los dormitorios porque uno de los canes estaba a sus espaldas y el otro lo tenía de frente. Entonces supo que solo le quedaba llegar a la pila, a escasos tres metros y poner a la niña a salvo sobre una de las alas del lavadero. En la segunda embestida uno de los perros se le prendió en el vientre y el otro del femoral derecho. Se escuchaba la carne desgarrarse mientras ellos cerraban sus enormes mandíbulas y tiraban con fuerza. Haciendo un esfuerzo y asiéndose con una mano de uno de los lazos los arrastró con su cuerpo hacia su objetivo. Al llegar a la pila y depositar a la niña se sintió desvanecer. Había perdido sangre y los animales tiraban con fuerza para hacerlo caer. Cuando al final cayó hincado, sintió una dentellada fatal en el cuello, la mordida lo aprisionaba y dejaba sin oxígeno lentamente. Uno de los animales se había abalanzado a la pila pero no lograba alcanzar a la nena que se refugiaba de pie en el extremo más lejano del lavadero, mientras gritaba desaforadamente presa de la atrocidad que presenciaba.
Cuando llegaron los bomberos Jayson jadeaba levemente con los últimos signos de vida. En el momento en que lo pusieron en la camilla dejó de respirar y su corazón se detuvo. Tenía grandes heridas provocadas por los mordiscos en las piernas, ingle, rostro y cuello.
Los animales respiraban todavía agitados mientras descansaban echados en una esquina del patio, bajo un espeso arbusto de chilca. Sus trompas y pechos se encontraban empapados de sangre casi coagulada que de tanto en tanto lamían con gusto.
El dueño de los canes no fue encontrado y la policía inició la búsqueda por los callejones y a informar a las unidades que patrullaban la salida de la colonia.
A la nena la encontraron en estado de shock, totalmente empapada y temblando de frío. Había tomado el guacal de la pila y se había echado agua encima como cuando su mamá, en días calurosos, la bañaba en la pila con el agua fresca para mitigar el calor. Uno de los bomberos sugirió que probablemente fue una reacción nerviosa al horror que observó durante el ataque a su tío.
Samanta y Reyna bajaban del bus justo cuando doña Dalia empezaba a preparar las tortillas con chicharrón que vendía cerca de la parada de buses. Al ver la llama de la estufa y escuchar el ruido de la fritanga caliente, Samanta pensó con ternura en su hermano menor, fanático de esas tortillas. Al otro lado de la calle, ambas hermanas observaron que el vecino se subía con una mochila y una enorme maleta a un taxi verde menta y pensaron con alivio que quizás estuviera marchándose definitivamente.
Unos instantes después, una serie de detonaciones de arma de fuego estremecían el ambiente próximo de la barriada. Uno de los policías, muy impresionado por la escena, había decidido que la mejor solución era sacrificar a los animales, y con ese objetivo abruptamente había desenfundado su arma y vaciado el cargador contra ellos.
Por alguna razón las hermanas sintieron un miedo recóndito y apresuraron el paso a casa mientras empezaban a encenderse con su luz ámbar, una a una las lámparas de los escasos postes de alumbrado público.