Joseph Ratzinger
Fe, esperanza, amor
Eminencia, ¿también usted tiene a veces miedo de Dios?
Yo no lo llamaría miedo. Sabemos por Cristo cómo es Dios, que nos ama. Y Él sabe cómo somos nosotros. Sabe que somos carne. Y polvo. Por eso acepta nuestra debilidad.
No obstante, una y otra vez me acomete esa ardiente sensación de defraudar mi destino. La idea que Dios tiene de mí, de lo que yo debería hacer.
¿Tiene usted a veces la sensación de que Dios critica o considera incorrecta alguna de sus decisiones?
Dios no es un gendarme o un juez que te imponga una sanción. Pero dentro del espejo de la fe y también de la misión que me ha sido encomendada, he de reflexionar cada día en lo que está bien y cuándo he cometido una equivocación. Como es natural, entonces me apercibo de que he fallado en algo. Pero para eso existe el sacramento de la penitencia.
Se dice que los católicos rebosan sentimientos de culpa frente a Dios.
Yo creo que los católicos están invadidos sobre todo por el gran sentimiento de indulgencia de Dios. Observemos el arte del barroco o del rococó. Desprenden una gran alegría. De típicas naciones católicas como Italia o España se dice, no sin razón, que poseen una ligereza interna.
Quizás en algunas zonas de la cristiandad haya habido también una cierta educación deformada donde lo aterrador, lo oneroso, lo severo tengan primacía, pero eso no es auténtico catolicismo. En mi opinión, en las personas que viven la fe de la Iglesia predomina en última instancia la conciencia de la salvación: ¡Dios no nos abandonará!
¿Existe un lenguaje que Dios use para decirnos a veces de forma muy concreta: «Sí, hazlo». O: «¡Alto, último aviso! ¡Será mejor que no lo hagas!»?
El lenguaje de Dios es silencioso. Pero nos ofrece numerosas señales. Si lanzamos una ojeada retrospectiva, comprobaremos que nos ha dado un empujoncito mediante amigos, un libro, o un supuesto fracaso, incluso mediante accidentes. En realidad, la vida está llena de estas mudas indicaciones. Despacio, si permanezco alerta, a partir de todo esto se va conformando el conjunto y empiezo a percibir cómo Dios me guía.
Para usted, que habla personalmente con Dios, ¿es tan natural como hablar por teléfono?
En cierto modo, es una posible comparación. Yo sé que Él está siempre ahí. Y Él sabe sin duda alguna quién y qué soy. De ahí que aumente la necesidad de llamarle, de comunicarme, de hablar con Él. Con Él puedo intercambiar tanto lo más sencillo e íntimo, como lo más agobiante y trascendental. Para mí, en cierto sentido, es normal tener la posibilidad de hablarle en la vida cotidiana.
Entonces, ¿Dios se muestra siempre lleno de respeto o también manifiesta humor?
Personalmente creo que tiene un gran sentido del humor. A veces le da a uno un empellón y le dice: «¡No te des tanta importancia!». En realidad, el humor es un componente de la alegría de la creación. En muchas cuestiones de nuestra vida se nota que Dios también nos quiere impulsar a ser un poco más ligeros; a percibir la alegría; a descender de nuestro pedestal y a no olvidar el gusto por lo divertido.
Y en ocasiones, ¿se enfada usted con Dios sin poder evitarlo?
Naturalmente, de vez en cuando pienso: «¿Por qué no me ayudará más?». A veces también me resulta enigmático. En los casos que me enfado percibo su misterio, su naturaleza ignota. Pero enfadarse directamente con Dios significaría rebajarlo demasiado. Muchas veces la culpa de un enfado la tienen cuestiones muy evidentes. Y cuando el enfado está realmente justificado, uno ha de preguntarse siempre si tal vez no le habrá comunicado algo importante a través de él y de las cosas y de las personas que le irritan. Con Dios mismo, yo no me enfado jamás.
¿Cómo comienza usted el día?
Antes de levantarme rezo primero una breve oración. El día parece diferente cuando uno no se adentra directamente en él. Después vienen todas esas actividades que se realizan temprano: lavarse, desayunar. A continuación, la santa misa y el breviario. Ambos son para mí los actos fundamentales del día. La misa es el encuentro real con la presencia de Cristo resucitado, y el breviario, la entrada en la gran plegaria de toda la historia sagrada. Aquí los salmos son la pieza esencial. Aquí se reza con los milenios y se oyen las voces de los Padres. Todo eso le abre a uno la puerta para iniciar el día. A continuación viene el trabajo normal.
¿Y con qué frecuencia reza?
Los momentos fijos de oración son a mediodía, cuando, según la tradición católica, rezamos al ángel del Señor. Por la tarde están las vísperas, y por la noche las completas, el rezo eclesiástico nocturno. Y entremedias, cuando siento que necesito ayuda, siempre es posible deslizar breves plegarias.
¿Reza usted siempre una oración distinta antes de levantarse?
No, es una oración fija; en realidad una suma de distintas pequeñas plegarias, pero, en conjunto, una fórmula fija.
¿Alguna recomendación al respecto?
Seguro que todo el mundo puede escoger algo del tesoro de la Iglesia.
Por la noche, cuando uno no logra encontrar la paz…
… yo recomendaría el rosario. Es un rezo que, además de su significado espiritual, ejerce una fuerza anímicamente tranquilizadora. En él, al atenerse siempre a las palabras, te vas liberando poco a poco de los pensamientos que te atormentan.
¿Cómo aborda personalmente los problemas (presuponiendo que los tenga)?
¿Cómo no iba a tenerlos? Por una parte, intento introducirlos en la oración y afianzarme en mi interior. Por otra, procuro ser exigente, consagrarme de verdad a una tarea que me exija y al mismo tiempo me agrade. Y por último, reunirme con los amigos me permite olvidarme un poquito de lo que siempre está ahí. Estos tres componentes son importantes.
Yo creo que en algún momento todos estamos cansados, y destrozados, y sin fuerzas, y desesperados, y furiosos por nuestro destino, que parece completamente torcido e injusto. Usted hablaba de introducir los problemas en la oración, ¿eso cómo se hace?
Quizás haya que empezar como Job. Primero, por ejemplo, hay que gritarle en tu interior a Dios, decirle sin rodeos: «¡¿Pero qué estás haciendo conmigo?!». Pues la voz de Job sigue siendo una voz auténtica, que también nos dice que tenemos esa posibilidad -y que tal vez incluso debamos utilizarla-. A pesar de que Job se mostró ante Dios realmente quejumbroso, al final Dios le da la razón. Dios dice que ha hecho bien, y que los demás, que lo han explicado todo, no han hablado bien de Él.
Job se enzarza en una lucha y enumera sus quejas ante Él. Poco a poco va oyendo hablar a Dios, las cosas cambian de rumbo y se ven bajo otra perspectiva. Así salgo de ese estado de tortura y sé que, aunque en ese momento no pueda entender que Él es amor, puedo confiar sin embargo en que todo está bien como está.
Acaso deberíamos simplemente manejar con más rigor los problemas, no permitirlos en absoluto.
Los problemas existen. Determinadas decisiones, el fracaso, las tiranteces humanas, las decepciones, todo eso te afecta y además así debe ser. Pero los problemas también tienen que enseñarte a elaborar esas cuestiones. Rodearse de una coraza de acero, hacerse impenetrable, implicaría una pérdida de humanidad y de sensibilidad, incluso para con los demás. El estoico Séneca dijo: «La compasión es algo abominable». Por el contrario, si contemplamos a Cristo, Él es el que compadece, y eso nos lo hace valioso. La compasión, la vulnerabilidad también forman parte del cristiano. Hay que aprender a aceptar las heridas, a vivir herido y a encontrar finalmente en ellas una salvación más profunda.
Muchos sabían rezar de pequeños, pero en cierto momento lo olvidaron. ¿Hay que aprender a hablar con Dios?
El órgano de Dios puede atrofiarse hasta el punto de que las palabras de la fe se tornen completamente carentes de sentido. Y quien no tiene oído tampoco puede hablar, porque sordera y mudez van unidas.
Es como si uno tuviera que aprender su lengua materna. Poco a poco se aprende a leer la escritura cifrada de Dios, a hablar su lenguaje y a entender a Dios aunque nunca del todo. Poco a poco uno mismo podrá rezar y hablar con Dios, al principio de manera muy infantil -en cierto modo siempre seremos niños-, pero después cada vez mejor, con sus propias palabras.
Usted dijo una vez: «Si el ser humano sólo confía en lo que ven sus ojos, en realidad está ciego… ».
… porque limita su horizonte de manera que se le escapa precisamente lo esencial. Porque tampoco tiene en cuenta su inteligencia. Las cosas realmente importantes no las ve con los ojos de los sentidos, y en esa medida aún no se apercibe bien de que es capaz de ver más allá de lo directamente perceptible.
Alguien me dijo que tener fe era como saltar de un acuario al océano. ¿Recuerda usted su primera gran vivencia de la fe?
Yo diría que en mi caso fue más bien un crecimiento tranquilo. Como es natural, hay puntos culminantes en que uno descubre algo, en la teología, en el primer indicio de comprensión teológica, algo que de repente se vuelve amplio y sustentador y que ya no es mera transmisión.
Yo no podría identificar en mi vida el gran salto del que usted habla, un acontecimiento especial. Más bien me fui aventurando despacio y con mucha cautela desde aguas poco profundas hacia mar adentro y fui percibiendo lentamente algo del océano que sale a nuestro encuentro.
También creo que uno nunca termina con la fe. La fe ha de ser vivida siempre en el sufrimiento y en la vida, al igual que en las grandes alegrías que Dios nos regala. Nunca es algo que se pueda guardar como una simple moneda.