Carta de P.J. Proudhon a Karl Marx (17 de mayo de 1846)
Pierre-Joseph Proudhon 1846
Al señor Marx
Mi querido Sr. Marx: consiento con gusto en convertirme en uno de los radios de su correspondencia, cuyo fin y organización me parece que deben ser muy útiles. No obstante, no le prometo escribirle mucho ni con frecuencia; ocupaciones de toda índole, junto a una pereza natural, no me permiten esos esfuerzos epistolares. Me tomaré también la libertad de mantener ciertas reservas que me han sido sugeridas por diversos pasajes de su carta.
Por de pronto, aunque mis ideas, en lo que se refiere a la organización y a la realización, se hallen en este momento detenidas del todo, al menos en lo que se relaciona con los principios, creo que es mi deber, que es el deber de todo socialista, conservar por algún tiempo aún la forma antigua o dubitativa; en una palabra, ante el público hago profesión de un antidogmatismo económico casi absoluto.
Busquemos juntos, si usted quiere, las leyes de la sociedad, el modo como esas leyes se realizan, el progreso según el cual llegamos a descubrirlas; pero, ¡por Dios!, después de haber demolido todos los dogmatismos a priori, no soñemos, a nuestra vez, con adoctrinar al pueblo; no caigamos en la contradicción de su compatriota Martín Lutero, quien, después de haber derribado la teología católica, se puso en seguida, con el refuerzo de excomuniones y anatemas, a fundar una teología protestante. Desde hace tres siglos, Alemania sólo se ocupa en destruir el revoco hecho por Martín Lutero; no demos al género humano un nuevo trabajo con nuevos amasijos. Aplaudo con todo mi corazón su pensamiento de someter un día a examen todas las opiniones; sostengamos una buena y leal polémica; demos al mundo el ejemplo de una tolerancia sabia y previsora; pero, porque estamos a la cabeza del movimiento, no nos convirtamos en los jefes de una nueva intolerancia, no nos situemos en apóstoles de una nueva religión, aunque esta religión fuese la religión de la lógica, la religión de la razón.
Acojamos, animemos todas las protestas; pronunciémonos contra todas las exclusiones, contra todos los misticismos; no consideremos jamás agotada una cuestión, y cuando hayamos llegado al último argumento, recomencemos, si es preciso, con la elocuencia y la ironía. Con esa condición, entraré con placer en vuestra asociación; si no, ¡no!
Tengo también que hacerle algunas observaciones acerca de estas palabras de su carta: «En el momento de la acción». Tal vez conserve usted aún la opinión de que no es posible reforma alguna sin un golpe de mano, sin eso que antes se llamaba una revolución, y que no es más que un estremecimiento. Esa opinión, que concibo, que excuso, que discutiría de buena gana, ya que la he compartido durante mucho tiempo, le confieso que mis últimos estudios la han disipado completamente. Creo que no tenemos necesidad de eso para triunfar, y que, en consecuencia, no debemos considerar la acción revolucionaria como medio de la reforma social, porque ese pretendido medio sería simplemente un llamamiento a la fuerza, a lo arbitrario; en una palabra, una contradicción. Yo me planteo así el problema: «hacer entrar en la sociedad, por una combinación económica, las riquezas que han salido de la sociedad por otra combinación económica». Dicho en otras palabras, convertir en Economía Política la teoría de la Propiedad, contra la Propiedad, de modo que engendre lo que ustedes, los socialistas alemanes, llaman comunidad, y que yo me limitaré, por ahora, a llamar libertad, igualdad. Ahora bien: creo saber el medio de resolver en corto plazo ese problema: prefiero, pues, consumir la propiedad a fuego lento a darle nueva fuerza haciendo una San Bartolomé de los propietarios.
Mi próxima obra, que en este momento está a medio imprimir, le dirá más acerca de esto.
He aquí, mi querido filósofo, lo que creo del momento; salvo que me engañe, y, si hay lugar a ello, reciba de usted un palmetazo, a lo que me someto de buena gana: esperando mi desquite. Debo decirle de pasada, que tales me parecen también los pensamientos de la clase obrera de Francia; nuestros proletarios tienen tanta sed de ciencia, que sería mal acogido por ellos quien no tuviera más que sangre para darles a beber. En una palabra: a mi juicio, haríamos mala política hablando en exterminadores; demasiado vendrán por sí mismas las medidas de rigor; el pueblo no tiene necesidad, para eso, de exhortación alguna.
Siento vivamente las pequeñas divisiones que, según parece, existen ya en el socialismo alemán, y de las que sus querellas contra el Sr. G… me ofrecen la prueba. Temo mucho que haya visto usted a ese escritor de modo equivocado; apelo, mi querido Marx, a su sereno juicio. G… se halla desterrado, sin fortuna, con mujer y dos niños, contando para vivir únicamente con su pluma. ¿Qué quiere usted que explote para vivir, si no son las ideas modernas? Comprendo el furor filosófico de usted, y convengo en que la santa palabra de la humanidad no debería ser jamás materia de tráfico; pero no quiero ver aquí más que la desgracia, la extrema necesidad, y excuso al hombre. ¡Ah!, si todos nosotros fuésemos millonarios, las cosas sucederían de un modo mejor. Seríamos santos y ángeles. Pero hay que vivir; y usted sabe que esta palabra no expresa aún, ni mucho menos, la idea que da la teoría pura de la asociación. Hay que vivir; es decir, comprar pan, leña, carne, pagar al casero; y, a fe mía, el que vende ideas sociales no es más indigno que el que vende un sermón. Ignoro en absoluto si G… ha dicho él mismo que era mi preceptor.
¿Preceptor de qué? No me ocupo más que de economía política, cosa de la que él apenas sabe nada; miro la literatura como juego de niños, y en cuanto a la filosofía, sé lo bastante para tener derecho a reírme de eso.
G… no ha descorrido en absoluto ningún velo para mí; si él ha dicho lo contrario, ha dicho una impertinencia, de lo que, estoy seguro, se arrepiente. Lo que sé, y lo estimo más que censuro un pequeño exceso de vanidad, es que debo al Sr. G…, así como a su amigo Ewerbeck, el conocimiento que tengo de los escritos de usted, mi querido Marx, de los de su amigo Engels y de la obra tan importante de Feuerbach. Esos señores, a ruego mío, hicieron algunos análisis en francés, para mí (pues tengo la desgracia de no leer el alemán), de las publicaciones socialistas más importantes; y es a solicitud suya como menciono (cosa que, por otra parte, hubiera hecho yo por mí mismo) en mi próxima obra las de Marx, Engels, Feuerbach, etc. En fin, G… y Ewerbeck trabajan en conservar el fuego sagrado entre los alemanes que
residen en París, y la deferencia que tienen a esos señores los obreros que los consultan me parece una segura garantía de la rectitud de sus intenciones.
Veré con placer, mi querido Marx, cómo rectifica usted un juicio fruto de un instante de irritación, pues usted se hallaba colérico cuando me escribió. G… me ha testimoniado el deseo de traducir mi libro actual; he comprendido que esta traducción le procuraría algún recurso; le agradeceré, pues, mucho, así como a sus amigos, no por mí, sino por él, que le presten ayuda en esta ocasión, contribuyendo a la venta de una obra que podría, sin duda, con la colaboración de ustedes, producirle más beneficio que a mí.
Si usted me da la seguridad de su concurso, querido Marx, enviaré inmediatamente las pruebas de la obra al Sr. G…, y creo, no obstante sus diferencias personales, de las que no quiero constituirme en juez, que esta conducta nos honraría a todos.
Saludos amistosos a sus amigos Engels y Gigot. Su devoto.