El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal
Introducción
LA EDUCACIÓN ANTIGUA
Y LA ACADEMIA DEL PENSAMIENTO
En Las nubes, la gran comedia de Aristófanes, un joven, ávido de nuevos aprendizajes, se encamina hacia la Academia del Pensamiento dirigida por un personaje extraño y de mala reputación: Sócrates. Allí ponen en escena ante él un debate en que se contrastan los méritos de la educación tradicional con los de la nueva disciplina del diálogo socrático. El defensor de la Educación Antigua es un viejo y rudo soldado que apoya un régimen patriótico fuertemente disciplinado, con mucho que memorizar y sin demasiado espacio para el cuestionamiento. Le encanta evocar un tiempo que quizá nunca existió, una época en la que los jóvenes obedecían a sus padres y en que su único deseo era morir por la patria, una época en que los profesores enseñaban aquella solemne y antigua canción: «Atenea, gloriosa saqueadora de ciudades», y no los nuevos y extraños cantos de ese momento. Estudia conmigo, decía con voz resonante, y te verás como un hombre de verdad: pecho amplio, lengua pequeña, nalgas firmes y genitales pequeños (una virtud en aquellos días, símbolo de varonil autocontrol).
Su oponente es un argumentador, un hombre de palabras seductoras: Sócrates, visto a través del distorsionado prisma del conservadurismo aristofánico. Promete al joven que aprenderá a pensar de manera crítica sobre los orígenes sociales de normas morales aparentemente eternas, a distinguir entre lo convencional y lo natural. Aprenderá a elaborar sus propios argumentos, libre de toda sujeción a autoridad. No tendrá que someterse a continuas marchas. Estudia conmigo, concluye, y lucirás como un filósofo: tendrás una lengua grande, un pecho hundido y estrecho, nalgas suaves y genitales grandes (un defecto en ese entonces, símbolo de falta de templanza). Obviamente, la autopropaganda de Sócrates está siendo astutamente tergiversada por la oposición conservadora. ¿Cuál es el mensaje? La Nueva Educación arruinará el autocontrol viril, convertirá a los jóvenes en rebeldes obsesionados por el sexo y destruirá la ciudad. Pronto el hijo va a casa y defiende un argumento relativista según el cual él debería golpear a su padre, a ese mismo padre que, furioso, luego toma una antorcha y quema la Academia del Pensamiento. (No queda claro si el hijo todavía está dentro.) Veinticinco años después, en el juicio por corromper a los jóvenes, Sócrates se refirió a la obra de Aristófanes como la principal fuente de prejuicio en su contra.
Tanto en el Estados Unidos de nuestra época como en la antigua Atenas, la educación liberal está cambiando. Nuevas materias han pasado a formar parte de los currículos de Letras de las escuelas superiores y universidades: la historia y la cultura de los pueblos no occidentales y de las minorías étnicas y raciales dentro de Estados Unidos, las experiencias y logros de las mujeres, la historia e intereses de lesbianas y homosexuales. Con frecuencia estos cambios se presentan en la prensa diaria como si fueran grandes amenazas, tanto respecto de los criterios tradicionales de excelencia académica como de las normas tradicionales de civilidad y ciudadanía. Los lectores reciben la imagen de una élite totalitaria y altamente politizada que está tratando de imponer una visión «políticamente correcta» de la vida humana, trastrocando los valores tradicionales y, de hecho, enseñando a los alumnos a argumentar en favor de «golpear al padre». Todavía está en tela de juicio la indagación socrática. Nuestros debates sobre los currículos revelan la misma nostalgia por una época más obediente, más reglamentada: la misma desconfianza frente al pensamiento nuevo e independiente expresada en la brillante descripción de Aristófanes.
Este retrato de los campus de hoy guarda poco parecido con la realidad cotidiana de la educación superior en Estados Unidos, donde el cuerpo docente y los estudiantes se esfuerzan por resolver los problemas de la diversidad humana. Los horrores descritos de manera sensacionalista pueden algunas veces ser más entretenidos de leer que los calibrados recuentos de tomas de decisiones responsables; sin embargo, son estos últimos los que necesitamos, pues representan la tanto más ordinaria realidad. Con el fin de evaluar los cambios que están ocurriendo en las escuelas superiores y universidades, tenemos que mirar más de cerca para ver exactamente qué está cambiando y por qué. ¿Qué están haciendo realmente los docentes y estudiantes y cómo la temática de moda sobre la diversidad humana afecta a lo que hacen? ¿Qué tipo de ciudadanos están tratando de producir nuestros establecimientos superiores y en qué medida lo están logrando? Para responder estas preguntas, necesitamos dar una mirada no sólo a una o dos instituciones de prestigio, sino a un amplio espectro, representativo de la diversidad que actualmente se da en la educación superior de Estados Unidos: instituciones públicas y privadas, religiosas y seculares, grandes y pequeñas, rurales y urbanas, institutos y universidades.
Miradas las cosas desde esta perspectiva, sí vemos problemas; y vemos tendencias que deberían criticarse. Pero en su conjunto, la educación superior en Estados Unidos se encuentra en buen estado de salud. Nunca antes había habido tantos jóvenes docentes talentosos y dedicados, dispersos en muchas instituciones de diversos tipos, y reflexionando sobre los difíciles temas de la relación entre educación y ciudadanía. La escasez de empleos en el campo de las ciencias humanas y sociales ha derivado en dificultades económicas, y muchos han debido abandonar las profesiones que aman. Pero los que se quedaron están intensamente comprometidos; además, los profesores e investigadores más competentes ya no se concentran sólo en algunas escuelas de élite. Están dispersos por todo el país, reflexionando sobre la misión de la educación superior, ensayando estrategias para despertar el pensamiento reflexivo de los estudiantes a los que deben enseñar. La historia real de la educación superior en Estados Unidos es la historia de los diarios esfuerzos de estos hombres y mujeres por razonar debidamente sobre cuestiones apremiantes y por comprometer los corazones y las mentes de sus estudiantes en ese afán.
En la Universidad de St. Lawrence, una pequeña escuela superior de artes liberales al norte de Nueva York, cerca de la frontera canadiense, a comienzos de enero la capa de nieve tiene más de medio metro de altura. Los automóviles casi no hacen ruido al pasar sobre la superficie completamente blanca del suelo. Pero el campus está bien mantenido, incluso en Navidad. En una sala para seminarios bien iluminada, los jóvenes docentes, reunidos a pesar de la festividad, hablan con entusiasmo sobre su visita de un mes a Kenia, donde estudiaron la vida de un pueblo africano. Tras haber compartido la vida cotidiana de hombres y mujeres comunes, tras haber participado en los debates locales sobre nutrición, poligamia, sida y mucho más, ahora están incorporando esta experiencia a sus enseñanzas, en cursos sobre historia del arte, filosofía, religión y estudios de la mujer. Planificando ansiosos el próximo viaje de verano a la India, ya se están reuniendo todas las semanas en un seminario vespertino sobre la cultura y la historia de esa nación. Los líderes del grupo, Grant Cornwell, de Filosofía, y Eve Stoddard, de Inglés, hablan sobre el modo en que enseñan a sus estudiantes a pensar críticamente sobre el relativismo cultural, utilizando un cuidadoso cuestionamiento filosófico según la tradición socrática, con el fin de criticar la sencilla pero en último término (argumentan) incoherente idea de que la tolerancia nos exige que no critiquemos el modo de vida de los demás. Sus estudiantes realizan juiciosos planteamientos en que analizan los argumentos a favor y en contra de que los extranjeros se pronuncien sobre la práctica de cercenar el clítoris de las mujeres en África.
En Riverside, ya a las 8 a.m. una oscura neblina cubre las montañas y las plantaciones de naranjos. Es el primer día del período académico de verano en el campus de la Universidad de California y un grupo de estudiantes de diverso origen étnico (las minorías totalizan más del 40 %) llenan los prados del establecimiento. Richard Lowy, un joven instructor de Estudios Étnicos, blanco, habla rápidamente a mi asistente de investigación Yasmin Dalisay, hija de doctores filipinos que emigraron a Orem, Utah. Lowy habla con voz baja y suave, mirando a través de los gruesos cristales de sus gafas. Describe la dificultad de enseñar sobre la inmigración, la asimilación y las luchas de las nuevas minorías en un clima político saturado de sensacionalismo, desconfianza y sensiblería irracional. «Hay algunas personas que enseñan el multiculturalismo de un modo provocativo. Yo opto por un enfoque más contemporizador. Trato de decir a la gente que no estoy aquí para menoscabarlos y que no me interesa condenar a nadie por lo que sus ancestros, parientes o quien sea haya hecho; sólo trato de explicar lo que está pasando y espero que los conocimientos que presento empezarán a tener efecto sobre las personas, mientras que el extremado emocionalismo de algunos es lo que hace perder el interés. Pienso que resulta demasiado limitado para la gente orientar su humanidad sólo en términos políticos, y siempre les digo que pueden humanizar sus ideas políticas o politizar su humanidad, y que si uno es un ser humano realmente decente, de actitud correcta, corazón justo y de buena fe, esto se notará. Así es que trato de poner las cosas en esa perspectiva.»
En Reno, el campus de la Universidad de Nevada es un pequeño enclave de ladrillo rojo y césped bien cortado. Yasmin habla con Eric Chalmers, de Carson City, un estudiante avanzado en Ciencias de la Salud, que se describe como «alguien con ideas más fanáticas que cualquier otro universitario». Chalmers, quien nunca ha escuchado hablar sobre el «requisito de diversidad» recientemente introducido, que exige a los alumnos de primer año tomar un curso sobre Cultura no Occidental, o sobre temas étnicos o de género dentro de Estados Unidos, aplaude la tendencia a la internacionalización, pues él hubiera deseado tener la oportunidad de estudiar el islam y el Oriente Próximo. Sin embargo, critica un curso sobre violencia en el hogar dictado por una «profesora liberada», porque le parece «demasiado degradante para los hombres». Cuando la entrevista está llegando a su fin, ríe al recordar algo. «Hay otra cosa interesante. En el curso Inglés 102 tuvimos que escribir una carta poniéndonos en el lugar de un homosexual, en la que confesábamos nuestra homosexualidad a nuestros padres y explicábamos nuestra forma de vida. Entonces yo era un novato; me pareció muy extraño y fue una tarea bastante incómoda, pero ahora, al mirar hacia atrás, me parece como si pudiera entender qué lo llevó a hacer algo así; porque uno alterna con gente como…, tú sabes, distintos tipos de personas siempre, y quizás es una manera de entender su sistema de creencias». Ríe nerviosamente.
En un oscuro atardecer de febrero de 1995, voy a mi club deportivo en Cambridge, Massachusetts. Hay un joven detrás del mostrador de la recepción a quien no había visto antes: alto, robusto, de mejillas rosadas, hacia el final de la adolescencia, con una gorra roja de béisbol y una camiseta de llamativo color rojo con la palabra «Washington» en letras plateadas en la parte superior y una brillante reproducción de la Casa Blanca. Me dice que se llama Billy. Está leyendo la Apología y el Critón de Platón. «Así que lees a Platón», le digo. «Sí, ¿le gustan estas cosas?», me pregunta, y sus ojos se iluminan. Le aseguro que todo eso me gusta muchísimo y le pregunto por sus estudios. Está en Bentley, me dice, una escuela superior cerca de Waltham, y estudia negocios. ¿Quién es el profesor? «No lo recuerdo —responde—. Es una profesora extranjera.» El programa de estudios dice «Doctora Krishna Mallick». Krishna Mallick, originaria de Calculta, ha escrito unos excelentes estudios sobre la misión de Sócrates de educar en el examen de sí mismo, su obediencia a las leyes de Atenas, su voluntad de morir por ser consecuente con sus planteamientos. Pronto los estudiantes comenzarán a usar las técnicas aprendidas en Platón para desarrollar debates sobre los dilemas morales de nuestro tiempo. Antes de dirigirme al Stairmaster, hablamos otro rato sobre la razón de que Sócrates no escapara de la prisión cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, y pude ver con enorme claridad que Krishna Mallick había despertado en él un verdadero entusiasmo. «¿Sabe?, realmente me gusta esta filosofía. En la mayoría de los cursos uno tiene que recordar un montón de hechos, pero en éste la idea es que uno piense y haga preguntas.»
En la Universidad de Chicago, una cerca con cadenas detrás del estacionamiento de la Escuela de Derecho marca el límite entre el campus de la universidad y la pobre comunidad negra que lo rodea. En ocasiones, algunos niños negros se suben a la cerca o la rodean por el camino de entrada, pero no se les permite permanecer allí. Una tarde de mayo, setenta estudiantes, de los cuales uno era negro, se reunieron en una sala de clases de la Escuela de Derecho para discutir la novela Hijo nativo de Richard Wright, ambientada en Chicago durante 1940. Hablan sobre la «línea» que Bigger Thomas veía como símbolo del odio blanco y de la vergüenza negra. Discuten intensamente sobre el estado mental de Bigger y el grado de su responsabilidad criminal. Puesto que el juez Clarence Thomas había declarado recientemente que se oponía a las atenuantes en las sentencias a los negros que atribuyen el origen de sus tendencias criminales al entorno lleno de carencias en que han vivido, los alumnos preguntan si la novela de Wright respalda o refuta las afirmaciones de Thomas.
Scott Braithwaite, un joven mormón homosexual, recién graduado de la Universidad Brigham Young (BYU), se refiere en un encuentro sacramental a la importancia de incluir en el currículo de Letras un análisis de la historia de la sexualidad humana y de su variedad. Actualmente es un tema de intensa controversia en la BYU, y la conferencia de Braithwaite está cargada de referencias a los textos bíblicos y a las escrituras e historia mormonas. «Idealmente —concluye—, deberíamos amar a todo el mundo. Pero a menudo resulta difícil amar a alguien a quien no se conoce o a alguien distinto de nosotros.»
Como Richard Lowy tan acertadamente señala, es más fácil en nuestra cultura comunicar un mensaje sensacionalista cargado de emoción que contar de forma precisa y humana, incluso con humor, historias sobre la diversidad y complejidad real de las personas. Es demasiado fácil olvidarse de los individuos cuando nos enfrascamos en un debate político. Este libro hará que se preste atención a las oposiciones de estos profesores y estudiantes, tan representativos y a la vez singulares, con la esperanza de que el lector decida «humanizar sus ideas políticas»; que pueda imaginar la situación concreta de los profesores que están haciendo opciones curriculares y reflexionando sobre los temas pertinentes con flexibilidad y empatía, en vez de prejuzgar políticamente al cuerpo docente que hoy enseña en nuestras universidades.
Los profesores de hoy en día están formando a los futuros ciudadanos en una época de diversidad cultural y de creciente internacionalización. Nuestro país es ineludiblemente múltiple. Como ciudadanos, con frecuencia somos llamados a tomar decisiones que requieren algún tipo de comprensión de los grupos raciales, étnicos y religiosos de nuestra nación, de la situación de las mujeres y de quienes son minorías desde el punto de vista de sus inclinaciones sexuales. Como ciudadanos también cada vez más estamos siendo llamados a entender cómo los problemas —por ejemplo, la agricultura, los derechos humanos, la ecología, incluso los negocios y la industria— están generando discusiones que reúnen a personas de muchos países. Esto deberá ocurrir cada vez más si nuestra economía quiere seguir manteniéndose vital y se desea encontrar soluciones eficaces a los apremiantes problemas humanos. El nuevo énfasis en la «diversidad» en los currículos de las escuelas superiores y universidades es, sobre todo, un modo de hacerse cargo de los nuevos requisitos de la condición de ciudadano, de los deberes, derechos y privilegios que le son propios; un intento de producir adultos que puedan funcionar como ciudadanos no sólo de algunas regiones o grupos locales, sino también, y más importante, como ciudadanos de un mundo complejo e interconectado.
Cuando llegué a Harvard en 1969, un conocido profesor de Estudios Clásicos nos llevó a mis compañeros de primer año y a mí a la azotea de la Biblioteca Widener, para enseñarnos las numerosas iglesias episcopalianas que podían verse desde esa altura. Como judía (de hecho, judía conversa; antes pertenecía a la Iglesia protestante episcopal), sabía que mi esposo y yo no hubiéramos obtenido permiso para casarnos en la Memorial Church de Harvard, que acababa de rechazar una boda judía. Como mujer, no podía comer en el comedor principal del club de la facultad, ni siquiera como invitada. Sólo algunos años antes, una mujer tampoco habría podido usar la biblioteca de los estudiantes de pregrado. En 1972 me convertí en la primera mujer que obtuvo la Beca Junior, que libera de la enseñanza a algunos estudiantes graduados, de modo que puedan continuar con sus labores de investigación. Recibí en ese momento una carta de felicitaciones de un prestigio académico especializado en estudios clásicos, en la cual decía que sería difícil saber cómo llamar a una colega (fellow), ya que el término «fellowess» le resultaba extraño. Quizás el griego podría resolver el problema: puesto que el masculino para fellow era hetairos, podría ser llamada hetaira. Sin embargo, hetaira, como yo bien sabía, es la palabra del griego antiguo no para fellowess, sino para «cortesana».
En un ambiente en que dichas exclusiones y «bromitas» eran normales, ¿cabría extrañarse de que la historia de las mujeres, la literatura escrita para mujeres, la sociología y políticas de género, todos estos temas perfectamente normales y de interés central, no existieran para un estudio académico serio? Eran tan inexistentes como lo era (en muchas partes) el estudio académico serio del judaísmo, de las culturas africanas y afroamericanas, de muchas otras minorías étnicas, de muchas religiones y culturas no occidentales y de la diversidad de la sexualidad humana. La exclusión de las personas del mundo del conocimiento, y la exclusión de sus vidas en ese mismo mundo, iban de la mano. La exclusión parecía lo natural y apolítico; sólo la demanda de que se incluyeran estos temas parecía motivada por una «agenda política». Había muchas personas y muchas vidas que mi colega no podía ver desde lo alto de la azotea de la biblioteca.
Ahora estamos intentando crear una academia donde las mujeres y los miembros de minorías étnicas, las lesbianas y los gays, y las personas que viven en culturas no occidentales, puedan ser vistos y también escuchados, con respeto y cariño, como conocedores y a la vez como objetos de estudio; una academia en la que «fellowess» no signifique ser llamada «cortesana»; una academia en la que el mundo sea visto como un lugar donde existen muchos tipos de ciudadanos y donde todos podamos aprender a actuar como ciudadanos de todo ese mundo.
Inevitablemente estos intentos de llevar a cabo cambios comportan dolor y confusión, y no todas las propuestas de cambio son saludables. Algunos académicos pretenden diversificar el currículo de un modo que a la larga socava los objetivos del ser ciudadano, centrándose en las políticas de creación y reforzamiento de identidad de determinados grupos de interés, más que en la necesidad de conocimiento y comprensión de todos los ciudadanos. Otros, además, se han vuelto injustamente escépticos respecto a la argumentación racional, pensando que sus excesos son parte de la esencia de la racionalidad misma. Estos errores y excesos, sin embargo, no se dan en todas partes ni han escapado a las controversias. En lugar de una monolítica ortodoxia «políticamente correcta», lo que escucho cuando visito los campus son las muy diversas y particulares opiniones de muchos docentes, administrativos y estudiantes que hacen frente a los problemas curriculares, en la mayoría de los casos, con ingenio, inteligencia y buena fe. Esto significa confrontarlos locamente, conociendo la naturaleza de los estudiantes y los recursos de la propia institución. Cualquier propuesta curricular sobre ciudadanía que tenga carácter único peca por su propia unicidad, ya que los estudiantes de las escuelas superiores de Estados Unidos son un grupo extraordinariamente heterogéneo. Por lo tanto, los héroes y heroínas de mi libro son los miles de profesores que están trabajando con dedicación en esta tarea: profesores como Richard Lowy, Eve Stoddard, Grant Cornwell y Krishna Mallick, cada cual operando en un contexto real y concreto para crear una concepción de ciudadanía para el futuro. Todos reflexionan con mente abierta, sacan provecho de las discrepancias y encuentran soluciones concretas que deberían merecer nuestro respeto, aun cuando no concordemos totalmente con ellas.
Nuestros campus están formando ciudadanos, y esto significa que debemos preguntarnos cómo debe ser un buen ciudadano de hoy y qué debe saber. El mundo actual es inevitablemente multicultural y multinacional. Muchos de nuestros más apremiantes problemas requieren, para una solución inteligente y compartida, un diálogo que una a personas de muy diversas formaciones nacionales, culturales y religiosas. Incluso los problemas que parecieran más domésticos —por ejemplo, la estructura de la familia, la regulación de la sexualidad, el futuro de los niños— deben enfocarse con un amplio sentido histórico y multicultural. Un graduado de una universidad o de una escuela superior tiene que ser el tipo de ciudadano capaz de actuar como un participante inteligente en los debates que involucran esas diferencias, ya sea como profesional o simplemente como elector, jurado o amigo.
Cuando preguntamos sobre la relación entre una educación liberal y la condición de ciudadano, estamos planteando una pregunta de larga historia en la tradición filosófica occidental. Estamos recurriendo al concepto de Sócrates de la «vida en examen», a las ideas de Aristóteles sobre ciudadanía reflexiva, y sobre todo a las ideas estoicas de griegos y romanos sobre una educación que es «liberal», en cuanto libera la mente de la esclavitud de los hábitos y la costumbre, formando personas que puedan actuar con sensibilidad y agudeza mental como ciudadanos del mundo. Esto es lo que quiere decir Séneca con el cultivo de la humanidad. La noción de persona bien educada como «ciudadano del mundo» ha tenido una influencia formativa en el pensamiento occidental sobre la educación: en David Hume y Adam Smith dentro de la tradición escocesa e inglesa, en Immanuel Kant en la tradición continental de la Ilustración, en Thomas Paine y otros padres fundadores de la tradición norteamericana. La comprensión de las raíces clásicas de estas ideas nos ayuda a recuperar argumentos poderosos que han ejercido una influencia formativa en nuestra propia democracia.
De hecho, la democracia estadounidense ha basado sus instituciones de enseñanza superior en esos ideales en un nivel sin paralelo en el mundo. En la mayoría de las naciones, los estudiantes entran en la universidad para seguir una única área de estudio, y eso es todo lo que aprenden. La idea de «educación liberal» —una educación superior que cultiva el ser humano en su totalidad para ejercer las funciones de la ciudadanía y de la vida en general— se ha arraigado ampliamente en Estados Unidos. Sin embargo, este noble ideal aún no ha alcanzado completa realización en nuestras escuelas superiores y universidades. Algunas, mientras usan las palabras «educación liberal», subordinan el cultivo integral de la persona completa a una educación técnica y vocacional. Incluso cuando la educación es ostensiblemente «liberal», puede no contener todo lo que un ciudadano realmente necesita saber. Entonces, deberíamos preguntarnos hasta dónde nuestra nación efectivamente está logrando el fin que ella misma escogió como propio. Para el «cultivo de la humanidad», ¿qué se requiere?
El ideal clásico del «ciudadano del mundo» se puede entender de dos maneras, e igualmente el «cultivo de la humanidad». La versión más inflexible y exigente es el ideal de un ciudadano cuya lealtad principal es para con los seres humanos de todo el mundo, y cuyas otras lealtades, nacionales, locales y de grupos diversos, se consideran claramente secundarias. Su versión más blanda permite una diversidad de visiones sobre cuáles deberían ser nuestras prioridades, pero nos dice que, sin importar cómo ordenemos nuestras lealtades, siempre deberíamos estar seguros de reconocer el valor de la vida humana en cualquier lugar que se manifieste, y de vernos a nosotros mismos como ligados por capacidades y problemas humanos comunes con las personas que se hallan a gran distancia de nosotros. Estas dos versiones han existido al menos desde la Roma antigua, cuando el estadista y filósofo Cicerón suavizó las estrictas exigencias del estoicismo griego para el público romano. Aunque simpatizo con la tesis más estricta, es la tesis más blanda e inclusiva la que trataré aquí. Entonces, ¿qué es lo que esta concepción inclusiva nos pide aprender?
Con el fin de cultivar la humanidad en el mundo actual, se requieren tres habilidades. La primera es la habilidad para un examen crítico de uno mismo y de las propias tradiciones, que nos permita experimentar lo que, siguiendo a Sócrates, podríamos llamar «vida examinada». Es decir, una vida que no acepta la autoridad de ninguna creencia por el solo hecho de que haya sido transmitida por la tradición o se haya hecho familiar a través de la costumbre; una vida que cuestiona todas las creencias y sólo acepta aquellas que sobreviven a lo que la razón exige en cuanto a coherencia y justificación. Esta disciplina requiere el desarrollo de la habilidad de razonar lógicamente, de poner a prueba lo que uno lee o dice desde el punto de vista de la solidez del razonamiento, de la exactitud de los hechos y la precisión del juicio. Pruebas de este tipo normalmente presentan desafíos a la tradición, como Sócrates bien lo supo cuando debió defenderse contra el cargo de «corromper a los jóvenes». Pero él defendió su actividad sobre la base de que la democracia necesita ciudadanos que puedan pensar por sí mismos en lugar de simplemente remitirse a la opinión de las autoridades; que puedan razonar juntos sobre sus opciones, en lugar de limitarse a intercambiar argumentos y contraargumentos. Como un tábano en el lomo de un noble pero perezoso caballo, dijo Sócrates, él estaba despabilando a la democracia, de modo que pudiera manejar sus asuntos de un modo más reflexivo y sensato. Nuestra democracia, al igual que la de la antigua Atenas, tiende a razonar de manera apresurada y descuidada, y a sustituir la verdadera deliberación por la injuria. Necesitamos la enseñanza socrática para cumplir la promesa de la ciudadanía democrática.
Los ciudadanos que cultivan su humanidad necesitan, además, la capacidad de verse a sí mismos no sólo como ciudadanos pertenecientes a alguna región o grupo, sino también, y sobre todo, como seres humanos vinculados a los demás seres humanos por lazos de reconocimiento y mutua preocupación. El mundo a nuestro alrededor es ineludiblemente internacional. Cuestiones que van desde el comercio a la agricultura, desde los derechos humanos a la mitigación de la hambruna, invitan a nuestra imaginación a aventurarse más allá de las estrechas lealtades de grupo y a considerar la realidad de esas vidas distantes. Pensamos muy fácilmente sobre nosotros mismos como grupo —ante todo como norteamericanos, y luego como seres humanos— o, incluso más restringidamente, como italoamericanos, o heterosexuales o afroamericanos en primer lugar, después como estadounidenses y en tercer lugar como seres humanos, si acaso. No reparamos en las necesidades y capacidades que compartimos con otros ciudadanos que viven distantes o parecen distintos a nosotros. Esto significa que no estamos conscientes de las muchas posibilidades de comunicación y de camaradería con ellos, y tampoco de las responsabilidades que podemos tener para con ellos. Además, algunas veces nos equivocamos por no tomar en consideración las diferencias, por suponer que las vidas en esos sitios distantes deben ser como las nuestras, y no interesarnos en lo que realmente son. Cultivar nuestra humanidad en un mundo complejo e interconectado implica entender cómo es que las necesidades y objetivos comunes pueden darse en forma distinta en otras circunstancias. Lo anterior requiere una gran cantidad de conocimientos que los estudiantes de las escuelas norteamericanas raramente tuvieron en el pasado, conocimiento de las culturas no occidentales, de las minorías dentro de su propio mundo, de las diferencias de género y de sexualidad.
Pero los ciudadanos no pueden reflexionar bien sobre la sola base del conocimiento factual. La tercera destreza que debe poseer el ciudadano, estrechamente relacionada con las dos primeras, se puede llamar imaginación narrativa. Esto significa la capacidad de pensar cómo sería estar en el lugar de otra persona, ser un lector inteligente de la historia de esa persona, y comprender las emociones, deseos y anhelos que alguien así pudiera experimentar. La imaginación narrativa no carece de sentido crítico, pues siempre vamos al encuentro del otro con nuestro propio ser y nuestros juicios a cuestas; y cuando nos identificamos con un personaje de una novela o con una persona distante cuya vida imaginamos, inevitablemente no nos limitaremos a identificarnos, también juzgaremos esa historia a la luz de nuestras propias metas y aspiraciones. Pero este primer paso de entender el mundo desde el punto de vista del otro es esencial para cualquier juicio responsable, puesto que no sabremos lo que estamos juzgando hasta no ver el significado de una acción según la intención de la persona que la realiza, ni entenderemos el significado de un discurso mientras no conozcamos la importancia de lo que expresa en el contexto de la historia y el mundo social de esa persona. La tercera capacidad que nuestros estudiantes deben alcanzar es la de descifrar dichos significados mediante su imaginación.
La ciudadanía inteligente necesita más que estas tres capacidades. El saber científico también es de primera importancia. Mi excusa para no extenderme sobre este aspecto de la educación liberal es que hay otros mejor capacitados para describirlo. Lo mismo sucede con la economía, que sólo abordaré en su relación con la filosofía y la teoría política. Me centro en los aspectos de una educación liberal que hasta ahora se han asociado con «las humanidades» y hasta cierto punto con «las ciencias sociales»: sobre todo, entonces, me centro en la filosofía, las ciencias políticas, los estudios de religión, historia, antropología, sociología, literatura, arte, música y estudios del lenguaje y la cultura. Tampoco describo todo lo que debería saber un buen ciudadano sobre estas áreas; me concentro en las áreas que hoy son temas apremiantes y asuntos polémicos. (Los problemas de la pobreza y las clases sociales, que ya he tratado en otros trabajos, son abordados selectivamente, dentro de otros capítulos.)
En mi historia personal, fue revisando los antiguos argumentos griegos y romanos que di con estas ideas. Las versiones griegas y romanas de estas ideas son inmensamente valiosas para nuestros debates actuales, y me centraré en esa contribución. Pero las ideas de este tipo tienen muchas vertientes en numerosas tradiciones. En la India, en África, en América Latina y en China podemos encontrar nociones estrechamente relacionadas. Uno de los errores que una educación multifacética puede disipar es la falsa creencia de que la tradición propia es la única capaz de autocrítica o de aspirar a la universalidad.
Consideren mis ejemplos de educación liberal contemporánea a la luz de estos tres objetivos de la ciudadanía universal. El programa de St. Lawrence se centra en el segundo objetivo, esto es, producir estudiantes bien informados sobre la vida de personas diferentes de ellos mismos, y capaces de participar en los debates sobre esas personas con el interés puesto en el futuro de la humanidad. Pero los líderes del programa sostienen que cualquier enseñanza responsable sobre el primer punto debe también ser una enseñanza socrática, que cultive las capacidades lógicas para pensar críticamente y para elaborar un argumento. En este aprendizaje, central en el programa, se asigna el papel principal a la filosofía. Por último, el énfasis del programa en los viajes desarrolla la imaginación, así como el conocimiento directo de los hechos. Vivir con otras personas en Kenia amplía nuestra capacidad para ver el mundo desde el punto de vista de estas personas, y para abrirse a nuevos conocimientos con mayor empatía.
Las clases sobre estudios étnicos de Richard Lowy enfrentan una batalla muy difícil: la tenaz lealtad de los estudiantes hacia sus identidades de grupo. Enfrenta una clase ya politizada por estas identidades y debe luchar para crear una comunidad de aprendizaje y de diálogo dentro de esta situación. Al igual que los profesores de St. Lawrence, Lowy destaca la importancia de pensar sobre la humanidad en términos más amplios y más flexibles que los dictados por el enfoque ideológico en la lealtad de grupo; al igual que ellos, considera su objetivo como uno al servicio de la ciudadanía universal y el entendimiento mundial. Las competencias lógicas socráticas están menos acentuadas en su enfoque, principalmente debido a la naturaleza de su disciplina y del tema. Sin embargo, la imaginación y empatía están claramente visibles en la manera en que llama a los estudiantes a traspasar los límites de sus simpatías más inmediatas.
La clase de filosofía de Billy Tucker, en cambio, se enfoca en la capacidad socrática para cuestionar y para justificar, usando esto como el sustento de un concepto de ciudadanía. A partir de puntos de vista disciplinarios diferentes, Krishna Mallick y Richard Lowy tienen objetivos semejantes: lograr un amplio entendimiento y un diálogo respetuoso. Pero no hay duda de que la contribución filosófica a la educación de Tucker ha sido importante para él como ciudadano, de forma que no podría haber sido reemplazada sólo por el conocimiento de los hechos. Tucker está aprendiendo un nuevo modo de enfocar el debate político centrado en los problemas más que en las personalidades, en el análisis razonando más que en descalificaciones o lemas. Necesitará conocer los hechos a fin de construir bien sus argumentos, y el curso enfatiza este requerimiento cuando exige que los participantes en un debate investiguen sobre los temas en discusión. Pero los hechos no habrían producido un diálogo sin el fuerte énfasis del curso en la argumentación socrática, y sin el talento de Mallick para hacer que los estudiantes se interesen en el aparentemente aburrido proceso de detectar falacias y formalizar los argumentos.
La clase de inglés de Chalmers, centrada en la imaginación, intenta lograr el objetivo de construcción de una ciudadanía universal a través de la práctica en la comprensión narrativa. Chalmers se oponía a cursos presentados de un modo que él consideraba ideológico o políticamente parcial. Pero la invitación a presentar el mundo desde el punto de vista de una persona diferente de sí mismo finalmente lo convenció, haciendo de él una persona todavía capaz de juicios críticos, pero que, en su función de trabajador de la salud, probablemente tratará con personas homosexuales con mayor conocimiento y comprensión.
Scott Braithwaite no tuvo dicha enseñanza. En efecto, su instrucción en Brigham Young se construyó sobre una oposición deliberada a mis tres objetivos, con más elementos en común con la descripción que hace Aristófanes de la Educación Antigua que con el enfoque socrático del ciudadano del mundo. A Braithwaite no se le enseñó a pensar críticamente sobre su propia tradición; se le enseñó a internalizar sus enseñanzas. En cierto modo, como joven mormón de una iglesia altamente internacional, se le enseñó a interactuar con personas de diferentes partes del mundo, pero por lo general en el sentido de convertir a la gente a sus propias ideas, y nunca con la noción de que la enseñanza podía ir en ambas direcciones. Finalmente, como él mismo señala, su educación no invitó a sus compañeros a imaginar o conocer a alguien como él, ni lo invitó a conocerse a sí mismo. Sostiene que esta falla del conocimiento implica una falla en la forma de amor que su propia religión les pide a todas las personas que sientan por el prójimo.
Los estudiantes de Derecho de la Universidad de Chicago pronto influirán en la vida de nuestro país de muchas maneras. Gran parte de ellos muy pronto estará trabajando para los jueces y redactará las opiniones judiciales. Otros estarán involucrados en proyectos de servicio público, y otros irán directamente a trabajar en firmas de las más variadas especialidades. La mayoría enfrentará en algún momento el problema de las razas, ya sea como empleados de oficinas que investigan casos sobre discriminación positiva y empleo de representantes de minorías, o como abogados que representan a clientes de estas minorías. La mayoría de estos estudiantes de leyes, como el personaje de la novela de Wright, Mary Dalton, nunca estuvo en un edificio pobre como los que todavía existen a algunas calles de sus aulas. Si van a ser buenos ciudadanos en sus desempeños futuros, no sólo necesitarán capacidad lógica y conocimiento, aspectos de la ciudadanía ya ampliamente enfatizados en sus currículos. También necesitan ser capaces de participar con la imaginación en la vida de alguien como el negro Bigger Thomas, y ver cómo el medio social configura las aspiraciones y emociones.
En cinco de los seis casos, entonces, los estudios no tradicionales, que no habrían estado en el currículo hace veinticinco años, están aportando ingredientes esenciales para la construcción de la ciudadanía. La clase de Billy Tucker es la más cercana a lo que pudo haber sido enseñado en la última generación, pero incluso ella tiene la mirada puesta en la ciudadanía y en problemas actuales, de una manera que no era propia de la academia filosófica de hace poco. El programa de St. Lawrence implica una reforma radical de un currículo antes enfocado en Europa y Estados Unidos. El énfasis en los estudios étnicos en Riverside es parte de una compleja transformación de ese currículo, destinada a incorporar una variedad de enfoques sobre la diversidad humana. En su clase de inglés, Eric Chalmers se enfrentó con una tarea que habría sido desconocida en Reno, Nevada, hasta hace muy poco, y que forma parte de un movimiento en torno de la diversidad que todavía genera una intensa controversia en los recintos universitarios. Scott Braithwaite lamenta la ausencia de tales cambios en el currículo de la Universidad Brigham Young. La Universidad de Chicago, como la mayoría de las escuelas de derecho de Estados Unidos, está consagrando más atención a los problemas de raza en respuesta al interés de los estudiantes y del cuerpo docente. A diferencia de muchas de esas iniciativas, la Universidad de Chicago se centra en la imaginación humanística tanto como en el conocimiento de los hechos.
Nuestros campus educan a nuestros ciudadanos. Llegar a ser un ciudadano educado significa aprender una serie de hechos y manejar técnicas de razonamiento. Pero significa algo más. Significa aprender a ser un ser humano capaz de amar y de imaginar. Puede que continuemos produciendo ciudadanos estrechos de mente con dificultades para entender a las personas diferentes de ellos, y cuya imaginación raramente se aventure a ir más allá de su medio local. Es muy fácil para una imaginación moralizadora llegar a limitarse de este modo. Piensen en la imagen del mal ciudadano de Charles Dickens en Cuento de Navidad, en ese retrato del fantasma de Jacob Marley que visita a Ebenezer Scrooge para prevenirlo sobre los peligros de una imaginación obtusa. El fantasma de Marley arrastra por toda la eternidad una cadena hecha de cajas de dinero, porque en vida su imaginación nunca se aventuró más allá de los muros de su exitoso negocio para toparse con las vidas de los hombres y mujeres que estaban a su alrededor, hombres y mujeres de un mundo y una condición social distintos. Estamos produciendo demasiados ciudadanos como el fantasma de Marley, y como Scrooge antes de que se aventurara a ver qué contenía el mundo que lo rodeaba. Pero tenemos la oportunidad de hacer algo mejor, y ahora estamos comenzando a aprovechar esa oportunidad. No se trata de «corrección política», sino del cultivo de la humanidad.