Mario Roberto Morales 

I.

La moral donjuanesca

En la magistral defensa de don Juan que Camus hace en el segundo capítulo de El mito de Sísifo, el lúcido pensador francés atribuye al seductor lo que él llama la condición de hombre absurdo, en el entendido de que absurdo es todo ser humano plenamente conciente de la ausencia de sentido en la vida pero que, a pesar de eso, sigue viviendo la suya porque sí, asumiendo de frente las consecuencias de sus actos. Actos que por ser individualmente libres y concientes, es decir, absurdos, no tienen por qué ser propuestos como ejemplares, al estilo de las éticas basadas en cualquier forma de trascendencia.

Cuando, desde una moralidad que propugna el “amor eterno”, se le reprocha al seductor utilizar las mismas divisas para seducir a diferentes mujeres, Camus arguye que “para quien en los goces busca la cantidad, sólo importa la eficacia. ¿Por qué complicar las contraseñas que han dado resultado? (…) ¿Por qué iba a plantearse un problema moral? (…) Es un seductor de lo más normal. Con una diferencia: que es conciente y por ello es absurdo. Un seductor con lucidez no cambiará por ello. Su condición es seducir. (…) Lo que don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad, al contrario del santo, que tiende a la calidad”.

Esta moral cuantitativa y circunstancial (por conciente), es la que Camus ilustra diciendo: “Si bastara amar, las cosas serían demasiado sencillas. (…) Don Juan no va de mujer en mujer por falta de amor. (…) Más justamente porque las ama con idéntico arrebato, y cada vez con todo su ser, tiene que repetir ese don y esa profundización. (…) ¿Por qué iba a ser menester amar pocas veces para amar mucho?” Como vemos, la idea y el principio ético del “amor eterno” aparecen aquí como un escamoteo de lo concreto mediante el que se busca engañar a la razón y aplastar al deseo apelando a motivos “trascendentes”. El “amor eterno” y todo lo que hacemos y dejamos de hacer en su nombre, no es, pues, sino una vana ilusión que nos arranca del presente nublándonos la existencia en nombre de un futuro incierto.

Estamos ante una moral concreta que no se guía por principios inculcados ni por la imitación de experiencias ajenas, sino que responde a la conciencia plena de la irrepetible existencia propia y sus singulares vicisitudes. “Hay quienes están hechos para vivir y quienes están hechos para amar”, dice el joven filósofo del absurdo. Pero también advierte que “el amor de que aquí se habla se atavía con las ilusiones de lo eterno”. Y agrega con socarronería: “Hay que ser Werther o nada”. Don Juan, como Camus y el “hombre absurdo”, escoge, por supuesto, la nada. Que en realidad no puede ser sino el único algo válido, no ilusorio.

Ante la manida moralina de que don Juan es un egoísta, el filósofo responde: “No hay otro amor generoso que el que se sabe al mismo tiempo pasajero y singular. (…) Es la forma que él tiene de dar y de hacer vivir. Júzguese, pues, si cabe hablar de egoísmo”. Por eso ha dicho antes que “Don Juan no piensa en ‘coleccionar’ mujeres. (…) Coleccionar es ser capaz de vivir del propio pasado. Pero él rechaza la añoranza, esa otra forma de esperanza. No sabe contemplar los retratos”. Dicho de otra forma, el seductor es un ser entregado con impecable religiosidad a su presente y, por ello, tampoco se hace ilusiones sobre su futuro.

Lo cual nos lleva a la aguda reflexión de Camus sobre que el castigo que los moralistas claman para don Juan por considerarlo inmoral, es asumido plenamente por él como consecuencia lógica de sus actos, pues no podía aspirar a la impunidad quien ignora y desprecia los aspavientos de los hombres y las mujeres que viven la vida según las oficiales ansias e ilusiones de eternidad, y asume gustoso su destino absurdo, pues “un destino no es una punición” aunque sea trágico. Y el destino de un seductor, así como el de cualquier hombre libre, es ser castigado por quienes él desprecia al ignorar los valores que ellos representan. Por eso, Mersault, “el extranjero” indiferente en medio de un mundo de valores melodramáticos, escoge asumir su condena a muerte con desdén. La pena capital es el precio a pagar por la indiferencia ante un mundo hipócrita. Y lo paga, oponiendo su dignidad de individuo irredento al aplastante aparato de poder, con lo que se asume como un ser moral que no sólo acepta morir, sino que lo hace como le da la gana. Escoge cómo hacerlo. Sabe hacerlo. Porque es libre.

Dicho esto, me parece evidente que a quienes más oneroso les resulta el precio de vivir desdeñando la hipocresía es a las mujeres, a las “doñajuanas” o afroditas, y no tanto a los donjuanes, quienes se aprovechan muy bien —y no tendrían por qué no hacerlo— de las ventajas del patriarcalismo al uso. Lo cual nos lleva a que cuando esta moral cuantitativa del amor es asumida por las mujeres más valientes, quizá el único hombre que celebre con sinceridad la buena nueva y la reciba gustoso sea precisamente el seductor, quien junto a las féminas liberadas tal vez añore un mundo regido por la seducción, en el que las trampas de la familia, la propiedad privada y el Estado no cumplan las funciones de infundir y difundir el miedo a la libertad que nos hace condenar, con tan ensañada envidia inconfesable, a los donjuanes y a las afroditas por el pecado imperdonable de prodigarse sin tapujos los irrestrictos deleites que corresponden a su (yo no la llamo absurda sino) maravillosa y excitante condición de libertad existencial.

II.

Don Juan y la sombra del despecho

Cuando Camus defiende a don Juan en el segundo capítulo de El mito de Sísifo, está pensando sobre todo en el renacentista “Burlador” de Tirso y no tanto en el romántico “Tenorio” arrepentido de Zorrilla. La prueba está en que, al referirse al seductor, el pensador considera que “es ridículo representarlo como un iluminado en busca del amor total”, pues como se sabe don Juan no cambia de mujeres porque carezca de amor, sino porque lo que lo estremece es la repetición de ese acto de entrega en el que consume su cuerpo y su alma de manera renovada cada vez que ejerce la seducción. Mucha gente sin embargo —en especial ciertas mujeres seducidas por él— piensan que don Juan sí anda en busca del “amor eterno”, esa entelequia que la ilusión frustrada suele convertir en atormentadora sed de venganza y a menudo en tragedia.

El equívoco es ciertamente lamentable. “De ahí —sigue Camus— que cada una (de las ilusas seducidas) espere aportarle (al seductor) lo que nadie le ha dado nunca. Cada vez, ellas se equivocan terminantemente y sólo consiguen que acabe sintiendo la necesidad de esa repetición. ‘Por fin —exclama una de ellas—, te he dado el amor’. ‘¿Por fin? No —dice (el seductor)—, una vez más”. A don Juan, “el pesar por el deseo perdido en el goce, lugar común de la impotencia, no le pertenece. Eso está bien para Fausto, que creyó lo bastante en Dios para venderse al diablo”. Esta última frase, un aforismo perfecto para describir de un trazo la esencia del maniqueísmo, constituye también una gran lección para quienes “aman demasiado”; tanto, que llegan al extremo de entregarse a la soberbia ilusión de ser imprescindibles para el “ser amado”. Por eso oscilan entre el amor y el odio y van de la cursilona entrega despersonalizadora a la malignidad más baja sin hacer escalas. Ser capaz de venderse al diablo supone creer lo suficiente en Dios. En otras palabras, sólo quien aspira a la santidad puede irse derechito al infierno.

Las personas que “aman demasiado” se constituyen automáticamente en contrapartes despechadas del seductor y de la seductora, de los donjuanes y las afroditas. Para Camus, se trata de seres secos que han sustituido su vida personal por la existencia del “ser amado”. Por eso dice: “Aquellos a quienes un gran amor aparta de una vida personal quizá se enriquezcan, mas con seguridad empobrecen a los elegidos por su amor. Una madre o una mujer apasionada tienen necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo. Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que estremece a don Juan, y éste es liberador. Aporta consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento proviene de que se sabe perecedero”. Si lo supiera “eterno”, huiría sanamente de él.

De aquí que don Juan se aparte de quien pretenda impedirle vivir sus amores. Al hacerlo, también deja tras de sí iras, resentimientos, frustraciones y despechos en quienes se entregaron gustosamente a su seducción con la secreta y malévola esperanza de “darle el amor” que ingenuamente supusieron que él buscaba con angustia. Es injusto, por ello, el sobrenombre de “burlador” para don Juan. Pues la única que aquí resulta “burlada” es la arrogante estupidez de quien toma como cierta la ilusión de fundir su vida con la de otra persona, sin que ésta se lo pida y mucho menos se percate de tan tremendo despropósito. Lo único que don Juan quiere es una noche de amor. O varias. O, lo que resulta devastador para la más tonta aprendiz de seducida, ninguna.

El caso es el mismo con las doñajuanas o afroditas a quienes los hombres posesivos y celosos acosan reprochándoles ser perjuras, ingratas y pérfidas, cuando lo único que hicieron fue vivir su vida a plenitud en el momento en que la compartieron con el hombre que de la nada sacó la perversa conclusión de que aquella particular mujer le pertenecía. No hay duda de que la sombra del despecho es la más temible de las sombras. Envilece al despechado y a la despechada. Los rebaja a su más oscuro nivel de mezquindad. Descubre el peor de sus rostros. Al cual se entregan sin reservas confundiéndose con su propia oscuridad. Las venganzas macabras, los crímenes pasionales abundantes en hemoglobina y entrañas que saturan los diarios y telenoticieros, tienen su origen a menudo en el desencuentro de los donjuanes y las afroditas con sus ilusas contrapartes autonegatorias. Con esas almas resecas que a su vez tienden a chuparse los corazones más saludables, si éstos lo permiten.

Por fortuna, el movimiento de la naturaleza tiende hacia la vida aunque su destino sea perecer. Esto lo saben los donjuanes y las doñajuanas. Por eso ha dicho antes el brillante filósofo del absurdo que “todo ser sano tiende a multiplicarse. Y lo mismo don Juan. Pero… los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera”. Por eso, la sombra del despecho lo persigue para siempre. Oscuros ejércitos de penumbras despechadas se arrancan los cabellos aullando sus más destiladas iras, incapaces de aceptar que el “ser amado” no se pliegue nunca a sus estúpidos y egoístas caprichos, que no haga jamás lo que ellas quieren que haga “por su propio bien”, que no acepte languidecer de “amor eterno”, sofocado en sus aburridos abrazos, sus insípidos besos y sus sosos arrebatos pasionales de ser sin vida propia.

La maligna esperanza de la sombra despechada, que consiste en la ilusión perversa de atrapar, domesticar y enjaular a don Juan y a Afrodita, es la causa de las “penas de amor”, de los “amores imposibles” y de otras divisas melodramáticas propias de la frustración iracunda de quien vive de expectativas rígidas. De creer ser lo que no es y de no poder aceptar que las cosas son como son y no como quiere que sean. De no conocer sus propios límites. “Y cabalmente eso es el genio —dice Camus—: la inteligencia que conoce sus fronteras”. La despechada está muy lejos de saberlo. Eso explica que se trate de una sombra que repta y que no se yergue jamás, tendida como vive para siempre bajo los talones de don Juan, quien camina orondo, feliz y optimista hacia la luz de su nueva aventura y ajeno a las doloridas contorsiones de aquélla, a sus alaridos chirriantes y a sus densas lágrimas negras.

Ambos perecerán, es cierto. Pero con una diferencia: don Juan habrá vivido prodigando vida y pagando con esplendidez el precio de ser libre. La sombra despechada habrá deambulado muerta por el mundo, víctima de sus venganzas y su egoísmo, sin haber conocido la libertad, esa condición sin la cual no puede accederse jamás a los más intensos deleites del maravilloso regalo de la existencia.

III.

El engaño y el arte de dejarse seducir

Suele argüirse en contra del donjuanismo que el seductor o la seductora “engañan” y se “aprovechan” del seducido o la seducida, y es costumbre endilgarles a los donjuanes y a las doñajuanas el nefasto rasgo de prometer lo que no van a cumplir y de apropiarse de lo que no es suyo. Esta acusación responde a un grave malentendido, y es que aquí se confunde al pérfido con el don Juan y a la perjura con la Afrodita. Esto, además de erróneo, es injusto y da lugar a múltiples formas de odio, resquemor y reproche, para mayor gloria de la concepción melodramática de la existencia que suelen tener quienes carecen de la voluntad y el coraje de vivir una vida propia sin sentirse compelidos a fundir la que tienen con la de otra persona.

El seductor o la seductora va de pareja en pareja haciendo explícita su naturaleza y sin prometer nada, pues, como no busca aprovecharse de nadie, no tiene interés en las falsedades. Su entrega a su pasión primordial se debe a que lo que lo hace vivir es la repetición del acto amoroso, y sus reservas se circunscriben a una sana aversión a cualquier forma de “amor eterno”, de posesión por parte de quienes “aman demasiado” entregándose a la soberbia ilusión de darle al seductor el “verdadero amor” que suponen busca y que nadie ha sido capaz de ofrecerle. Quien engaña prometiendo “amor eterno” para apropiarse de lo que no es suyo es un vividor (o una vividora), y por lo general se lo encuentra en los enrarecidos ambientes del “amor eterno”, como por ejemplo en la familia, el matrimonio, la propiedad privada, la iglesia, el ejército y el Estado. La razón es que estas instituciones están basadas en una moral pública que santifica la represión y sataniza los instintos, con el objetivo de perfeccionar el control sobre los corazones y las mentes de los seres humanos.

Don Juan es libre, y su manera de amar lo es también. Por su parte, Afrodita se libera de las cadenas del matrimonio y la familia ya sea evadiéndolas o (si ya cayó en ellas, por juventud, inexperiencia, engaño o equivocación) burlándolas mediante la fina capacidad que la mujer ha desarrollado, como sana reacción a siglos de opresión patriarcal, de fingir lo que no siente y de decir exactamente lo que los insensatos quieren oír, no importa si se trata de maridos, hermanos, padres, amantes, patrones o confesores. El ejercicio de la libertad es condición previa para vivir una vida personal. Este ejercicio es más difícil para la seductora que para el seductor, pero en el caso de ella esa dificultad puede convertirse en fuente de deleites mucho más abundantes y elaborados que los que le son posibles al seductor que en buena hora se aprovecha de la ventaja de ser hombre. Y estoy seguro de que las mujeres liberadas me entienden cuando digo esto y que no necesito abundar en ello. ¿Que en este caso el engañado es el cónyuge y que tal cosa tampoco resulta justa? Bueno, un cónyuge de tales características merece el engaño y mucho más por parte de su víctima. ¿O no? Se trata aquí de un acto de justicia ejecutado de acuerdo a las posibilidades que tiene un ser en sujeción de realizar tal cosa. El engaño, la perfidia, el perjurio, como conductas reprobables, ocurren en condiciones de igualdad moral. Si esa igualdad no existe, se convierten en armas de liberación, especialmente en manos de la mujer.

Ni Afrodita ni don Juan engañan a sus amantes. Ambos les advierten que lo que les interesa es el amor perecedero. El de una noche, varias o ninguna. O el de todas las noches posibles de la vida, en el caso de esos amantes eternos que siempre están dispuestos a compartirse y a prodigarse a sí mismos sin reservas ni compromisos cuando las circunstancias lo permiten. Es perverso entonces equiparar a los seductores con el burlador y la pérfida, con el vividor y la perjura. Éstos son simples y viles mentirosos. La seductora y el seductor son artistas de la vida. De su vida. Y disfrutan cada momento de su incesante creación, esparciendo amor y libertad a quienes tengan oídos para oír, ojos para ver y piel para sentir. No tienen necesidad de engañar a nadie ni de aprovecharse de nada.

El reproche es el arma inútil del despechado. De la despechada. Por medio de este recurso, la impotencia se convierte en forma de vida, el resentimiento en eje moral y la malignidad en ética profesional. La persona seducida que no logró atrapar a su don Juan o a su Afrodita y que se siente frustrada porque su potencial víctima no sucumbió a su engaño ni a la perversidad de querer enjaularla en los oscuros recintos del matrimonio y la monogamia forzada, debe vivir del recuerdo del gozo que le proporcionó la seducción y, si es inteligente, buscar la repetición de aquel acto liberador. Si escoge como vivienda el charco de su amargura, habrá echado por la borda la gran oportunidad de ser libre que en su momento le brindó quien tuvo la suficiente nobleza como para bajar a su nivel y seducirla por una noche, varias o ninguna.

Porque de hecho hay personas que se dejan seducir y que no obtienen ni siquiera una noche de amor con don Juan o con Afrodita. En este caso, la seducción se queda en el deseo. Pero ya es bastante, en vista de que la persona seducida ni siquiera se consideraba digna de desear hasta antes de la seducción inconclusa. Su camino está trazado por quien ella soñó ser seducida. Lo que debe hacer es buscar y encontrar a otro don Juan u otra Afrodita, y olvidar al objeto de sus obsesiones, sus iras, sus frustraciones y sus amarguras. La vida es muy corta como para desperdiciarla alimentándose de hiel, y la libertad se encuentra ahí, al alcance de la mano, a sólo un palmo de coraje.

Si no se tiene el talento (porque para eso se nace) de la seducción, sin duda sí se tiene la capacidad de dejarse seducir (pues esto no requiere más ciencia que la pasividad imaginativa). Y esta capacidad natural puede llegar a convertirse en un arte y también en una ética, si la persona seducida gusta de serlo innumerables veces porque así se siente vivir a plenitud y no tiene vergüenza de confesárselo. La única condición para desarrollar este talento es no reprimirse el deseo ni la voluntad de ser libre y tener una vida propia. Porque dejarse seducir es también un acto de libertad. Sobre todo, para quienes, por los motivos que sean, ni siquiera se sienten autorizados para desear. Ser capaz de dejarse seducir sólo requiere un instante de sincera valentía y entrega humilde a la felicidad. Don Juan y Afrodita ya nacieron con este don. Para los demás, lograrlo y prolongarlo en el tiempo implica un pequeño esfuerzo conciente, ante lo cual resulta útil tener siempre en mente una verdad tan irrefutable como eterna: que lo único que debemos sacrificar en esta vida es el sufrimiento.

 

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