Nicté Serra
Para juntar la plata tuve que hacer tres préstamos. En Monte de Piedad, en La Sanjuanera y en el Banco de los Obreros. Si mis cuentas están bien hechas, saldré de deudas en quince años. Suena a muchos, pero suena. Sobre todo, tendré casa propia.
Mis viejos nunca lograron el sueño de hacerse con casa propia. Con doce hijos y una diabetes de terror, a mi papá no le sobraban pesos para enganchar ni siquiera una maceta. Mi mamá lavaba ajeno, hacía comida, cuidaba a los niños de las vecinas, lo que fuera para ayudar. Pero no hay balde de ropa capaz de comprar tierra, por muy bien lavada que esté.
Lo que sí hicieron fue enseñarnos lo jodido que es no tenerla. Se la pasaban pagando renta, cambiando de casa, de pueblo, de ciudad. Vivimos arrimados con los tíos, se peleaban el día entero por eso. Y aunque a mí los hombres me han dejado hijos y después me han dejado del todo, no descansaré hasta terminar de construir esta casa. Sola me las he batido y la verdad no me quejo.
Duermo en la bodega en donde guardo los sacos de cemento y el hierro, aunque todavía no tenga ventanas. En este cuartito será la cocina. Tendré estufa con horno, nuevita. Y buena refri, ya vi que en Mega Cuotas salen mis aparatos. Todavía no hay piso, solo la torta. Pero no me pesa nada dormir aquí. No vaya ser que se metan a robar y para guardián no me dan las fuerzas.
Eso sí, cuento con las propinas que gano en el salón para comer. Porque el sueldo completo se va en los pagos que hago a los préstamos. Por eso soy rápida, hago la manicure y el pedicure a mis clientas con el tiempo medidito. Y las dejo como princesas. Eso dicen las doñitas.
Para penas las que me cuentan ellas. Lo mío son puras deudas, dos hijos huevones y un nieto que llegó antes de que su papá terminara los básicos. Pero eso no es nada, se vive y sobrevive. Por eso, aunque sea entre costales de cemento, en mi camita tibia, duermo dichosa y tranquila. Va llegar el día en que mi casa esté lista y los patojos sienten cabeza. Dormiré en una habitación completita, tendré piso y agua caliente. Hasta ventanas con balcones. Cortinas y alfombras. Y el nieto, pues ni modo. Si ya lo requete quiero. Vivirán siempre conmigo. La vi venir desde que mi hijo me contó lo del embarazo. La patoja tiene catorce años, válgame dios. Si parece que está jugando muñecas. Crecerá y dicen, eso dicen, que cuando sean mayores de edad se casarán. Todos estamos durmiendo en la casa a medias. Felices de pensar en cómo será de linda nuestra casita cuando al fin la terminemos.
Las penas de las señoras a quienes atiendo no se arreglan con cooperativas, ni siquiera durmiendo entre costales. Pero qué digo, no me las imagino en esas. Solo de pensarlo me da risa. Eso sí, llevan cruces que les quitan la paz, sus costales son distintos. No hay cooperativa que les ayude. Ni propinas.
Doña Eugenia está sometiéndose a quimioterapia porque le regresó el cáncer. Llega con su pañuelo en la cabeza y lleva su peluca para que se la arreglen. Las uñas las tiene como papelitos, pero como sea, trato de que sus manos le queden presentables. Hasta la piel le cambió de color.
Se me venció la licencia de construcción y los dones querían que les volviera a pagar el trámite. Pero me asesoré. Con el canasto bien puesto me fui a negociar. Y no me dejé achicopalar por las autoridades de la alcaldía. Es tan poco lo que hace falta para terminar mi obra gris. Después de mil vueltas y papeleos logré saltarme ese pago que, según me dijeron, es ilegal. Sentí gran alivio. El tiempo que tuve que meterle valió la pena.
Doña Mercedes enterró a su hijo de treinta años hace poco. Ya casi no la vemos, cuando viene al salón es porque tiene algún compromiso “fastidioso e ineludible”, palabras de ella, y debe estar “razonablemente presentable”. Lo cierto es que viste riguroso negro y sus ojos son pura tristeza. Lejos quedó doña Mercedes de antes. No sabemos cómo animarla.
Quisieron timarme al venderme el hierro. Porque resulta que hay de distintos tipos. Desde mal hierro hasta el mejor hierro. Y como esta casa es para siempre, yo quería algo cerca del mejor. Casi caigo en la trampa, pero a tiempo me di cuenta. Era uno de los fulanos de la terminal. Habrá creído que a la manicurista sería fácil darle gato por liebre. No sabía el don con quien estaba negociando.
Doña Mariela vino el lunes. Hoy es miércoles y ha vuelto. Su cara, cada vez más demacrada, tiene los huesos marcados, parece un dibujo. Hace muchos años me encargo de sus manos, de sus pies y de depilarla. El cabello se lo atiende Gloria. Se le ha caído a tanates los montones, dice la Gloria.
Esas manos son una calamidad. Se muerde las uñas de purititos nervios. Y aunque le pongo uñas de gel, también se las come. Hasta ese cuento amargo se traga. Son pura fragilidad, las manos de doña Mariela. Se pierden dentro de las mías cuando las tomo para calmarla. Su piel es seca, los dedos puro huesito.
—No sé qué voy hacer, Brenda. — Cuando empieza a decir que no sabe es porque su marido anda tras de otra falda, de nuevo. O se ha ido porque necesita “espacio”. O el hombre se ha peleado con alguno de los hijos. O los hijos hicieron una de las suyas. Yo la escucho en silencio. Si de todos modos lo que es hacer, hacer, no hace nunca nada.
—Trabaja en la oficina, para variar— continúa. —¡Ay si la vieras! Es un monumento. ¿Es que esto no acabará nunca? ¿Tú qué harías, Brenda?
Otra falda. A mí que ni me pregunte. Pero me pregunta. Y le respondo. —Pues ya sabe lo que hice. De una patada lo puse en la calle. Cuando supe que andaba con las narices y saber que otras partes del cuerpo, debajo de la falda de mi prima, lo mandé al diablo. Viera que se puede, doña Mariela.
—Para ti fue fácil. Porque sos fuerte, Brenda.
¿Qué sabe doña Mariela? —No crea. Los chirises estaban pequeños. Ya se había ido el primero y tuve que sacar al segundo, estuvo duro. No soy tan fuerte. Lo que estaba es encabronada. ¿Usted no se encabrona pues?
—Y mucho. Pero no puedo pegarle una patada y ponerlo en la calle. Sería muy complicado. Además, promete que no volverá a hacerlo. Siempre me ofrece lo mismo y, para mi mala suerte, se le cruza en el camino una falda nueva. Parece maleficio. Pero se hará viejo y se le tiene que quitar la maña.
Ese señor es bueno para prometer y espléndido para olvidar lo que promete. Eso no se lo digo a doña Mariela. Son asuntos que una va aprendiendo en este oficio. Las complejidades que construyen estas señoras y sus familias son todas más o menos parecidas. La fragilidad de doña Mariela solo ha ido aumentando. Por eso tampoco le digo que lo mañoso se le va ir quitando, si es que se le quita, como a los ochenta y tantos años. Si no me cree que le cuenten mis tías.
— ¿Cómo va la obra? — me pregunta. Siento alivio. Porque su pedo con el marido mal portado no tiene fin, ni pies, ni cabeza. Ni modo que le voy echar más leña a su fuego.
—De las mil maravillas. Ya logré el tercer prestamito y compré la mitad de las ventanas. Creo que sí podré construir de un solo los tres cuartos además del baño y la cocina. Mi hijo pequeño…
— ¿El que metió la pata? — me interrumpe. No lo hace por malicia. Es un vínculo que tenemos, doña Mariela y yo. Su hija pequeña también se embarazó y más lista que otras, no quiso casarse. Tampoco se lo estaban proponiendo, pero eso no me lo contó doña Mariela. Fue otra clienta.
—Él merito. Consiguió trabajo repartiendo pizzas en el restaurante del esposo de una mi clienta. Le está yendo bien. Ya él solito mantiene a la güira que consiguió de mujer y a su bebé. Leche, pañales y todo. Es un alivio para mí. — Estas manos no tendrán arreglo si esta mujer no deja de morderse así las uñas.
—Mi hija es una calamidad. Deja al bebé los viernes y sábado por la noche con la niñera y se va de fiesta. — desde la última vez que le traté de arreglar las manos, hace una semana, decidí no volver a preguntar por esa hija. Pero ella necesita desahogarse. No opino y escucho.
—Pero decime algo, Brenda ¿Qué hacés para mantener en cintura a los patojos? — La buena mujer cree que me obedecen. Lo que no sabe es que ellos no tienen a nadie más en el mundo. Tampoco sabe que a la hora de plata escasa no queda otra más que apechugar y hacerle ganas y hacerlo juntos. Pero eso no puedo explicárselo a una señora como doña Mariela, si con cada cosa extraña se le viene el mundo encima.
Su niña con niño tiene chofer, niñera y abuela a la disposición. No ha sabido lo que es mantener al bebé. El viejo, el que le pone los cuernos a doña Mariela, la sigue manteniendo como si fuera princesa. Y ahora que la chiquita es mamá no escatima en nada. Será pendejo. Esta niña así no aprenderá. Pero no soy quién para decirlo.
—Óigame bien, doña Mariela. No puedo hacer milagros. O deja de morderse las uñas o llegará el día en que nada podrá hacerse en sus manos. — me ve con un susto, como si le hubiera dicho que la fulana de su marido también es clienta del salón. Y, por cierto, lo es, pero ni loca se lo digo.
—Ha sido un año muy difícil, Brenda. — y ahora arranca con la historia del hijo que se cambia de carrera cada año porque no encuentra su pasión. Nadie me habló a mí de buscar pasiones. Los únicos apasionados que encontré me dejaron un hijo cada uno.
—No me preocuparía tanto por ese hijo, ¿sabe? Ya va encontrar algo que le guste.
Doña Mariela menciona la parranda, las tarjetas de crédito, las horas de llegada, los gritos, las huidas del esposo para “escapar de ese infierno”. Mientras ella habla, hago milagros en sus manos que empiezan a ponerse artríticas. Termino con sus uñas. Cuando me toca arreglarle los pies ya está llorando. Otra vez. Pobre doña Mariela. Su celular empieza a vibrar, pero no puede responder porque sus uñas están recién pintadas. Es su esposo, se pone toda nerviosa, pura quinceañera. Me pide que le ponga el aparato en la oreja, que responda. Le habla con voz así, rara, como de patoja, hasta hamaquea las poquitas pestañas que le quedan. Ríe como si coqueteara y no puedo evitar sentirla un poco tonta. Pobre mujer. Está más jodida de lo que pensé.
Mañana me toca pagar la mensualidad en la Sanjuanera. Me faltan trescientos pesos para ajustar. Voy a llamar a mis clientas a domicilio. Algún masaje, unas uñitas acrílicas o de gel, un tratamiento capilar, una depilación, algo saldrá. Con tres servicios que logre entre las siete y las diez de la noche estoy hecha. Es buen día, mañana no le toca diálisis a mi viejito. Pobrecito, cada vez está más anciano mi papaíto. Pero no tiene turno. No me tocará madrugar tanto.
Doña Mariela sale llorando del salón, solo ella sabe qué groserías le dijo el marido. Estoy tentada a ofrecerle un masaje relajarte, pero ni se va relajar ni me va dejar salir de su casa. Y tengo que juntar los lenes. Tres servicios por lo menos. No. Mejor ella no. Pobre mujer. Está, de verdad, más jodida de lo que pensé.