1. El pasado filosófico

Epílogo: lo que hay que decir sobre lo que se ha dicho.

Es una especie del hacer: ¿Qué es lo que hay que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía?  Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquier cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra int-eligencia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética ya que es ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer.  El hecho de que la voz elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.

Primero, dirigir una última mirada, como panorámica, a la ingente avenida de las doctrinas filosóficas.  Quedarse en el pasado es haberse ya muerto.

Esa última mirada en que espumamos lo esencial del pasado filosófico es la que nos hace ver que, aunque lo deseáramos, no podemos quedarnos en él. No hay ningún “sistema filosófico” entre los formulados que nos parezca suficientemente verdad.

El que presume poder instalarse en una doctrina antigua sufre una ilusión óptica.  Porque, en el mejor caso, quien adopta una filosofía pretérita no la deja intacta, sino que para adoptarla ha tenido que quitarle y ponerle no pocos pedazos en vita de las filosofía subsecuentes.

De donde resulta que esa postrera mirada hacia atrás provoca en nosotros, irremediablemente, otra mirada hacia adelante.  Si no podemos alojarnos en las filosofía pretéritas no tenemos más remedio que intentar edificarnos otra.  La historia del pasado filosófico es una catapulta que nos lanza por los espacios aún vacíos del futuro hacia una filosofía por venir.

Al concluir la lectura de una historia de la filosofía, se manifiesta ante el lector, en panorámica presencia, todo el pasado filosófico. Y esta presencia dispara en el lector, quien quiera que él sea –con tal que no se azore, que sepa darse cuenta, paso a paso, de lo que en él va pasando-, una serie dialéctica de pensamientos.

Un pensamiento aparece como surgiendo de otro anterior porque no es sino la explicitación de algo que ya estaba en éste implícito.  Entonces decimos que el primer pensamiento implica el segundo.  Esto es el pensar analítico, la serie de pensamientos que brotan dentro de un primer pensamiento en virtud de progresivo análisis.

Pero resulta que no podemos pensarlo solitario, sino que al pensarlo yuxtapensamos o pensamos además el espacio en torno a ese esferoide, espacio que lo limita o lugar en que está. No habíamos previsto este añadido, no estaba en nuestro presupuesto pensarlo.  Pero acontece que no tenemos más remedio, si pensamos el esferoide, que pensar también el espacio en torno.

El concepto “esferoide” no implica pero sí complica el pensamiento “espacio en torno”. Éste es el pensar sintético o dialéctico.

Es una serie dialéctica de pensamientos, cada uno de éstos complica e impone pensar el siguiente.

El primer concepto no echa de menos nada, se queda tranquilo y como si se sintiese completo. Pero en el pensar sintético no es que podamos, es que tenemos, velis nolis (quieras o no), que yuxtaponer un nuevo concepto.

La dialéctica es la obligación de seguir pensando, y esto no es una manera de decir, sino una efectiva realidad.  Es el hecho mismo de la condición humana, pues el hombre, en efecto, no tiene más remedio que “seguir pensando” porque siempre se encuentra con que no ha pensado nada “por completo” sino que necesita integrar lo ya pensado, so pena de advertir que es como si no hubiera pensado nada y, en consecuencia, de sentirse perdido.

Este hecho enorme no entra en colisión con este otro menor: que, de facto, cada uno de nosotros se para, se detiene y deja de pensar en determinado punto de la serie dialéctica. Unos para entes, otros después.  Pero esto no quiere decir que no tuviéramos que seguir pensando.  Pero otros afanes de la vida, enfermedades o simplemente la diferente capacidad para recorrer sin extravío y sin vértigo una larga cadena de pensamientos son causa de que violentamente interrumpamos la serie dialéctica.

Intentemos, pues, recorrer en sus estados principales la serie dialéctica de pensamientos que automáticamente dispara en nosotros la presencia panorámica del pasado filosófico.

El primer aspecto que a nuestra mirada ofrece es ser una muchedumbre de opiniones sobre lo mismo, que al ser muchedumbre se contraponen unas a otras y al contraponerse se incriminan recíprocamente de error. El pasado filosófico es, a nuestros ojos, por lo pronto, el conjunto de los errores.

Los sistemas aparecen como intentos de construir el edificio de la verdad que se malograron y vinieron abajo. Vemos, por lo pronto, el pasado como error.  Hegel, refiriéndose, más en general, a la vida humana toda, dice que “cuando volvemos la vista al pasado lo primero que vemos es ruinas”.  La ruina, en efecto, es la fisonomía del pasado.

La historia de la filosofía, a la vez que exposición de los sistemas, resulta ser, sin proponérselo, la crítica de ellos.  No es, pues, sólo el hecho abstracto de la “disonancia” quien nos presenta el pasado como error sino el pasado mismo quien se va, por decirlo así, cotidianamente suicidando, desprestigiando y arruinando.

En la serie dialéctica éste es, pues, el primer pensamiento: la historia de la filosofía nos descubre prima facie (a primera vista) el pasado como el mundo muerto de los errores.

Segundo pensamiento

Seguimos como consistente en errores, pero ahora resulta que esos errores, a pesar de serlo y precisamente porque lo son, se convierten en involuntarios instrumentos de la verdad.

Cada filosofía aprovecha las fallas de las anteriores y nace segura a limine (desde el comienzo) de que, por lo menos, en esos errores no caerá.  La historia de la filosofía se muestra ahora como la de un gato escaldado que va huyendo de los hogares donde se quemó.

En un segundo aspecto, pues, el pasado nos aparece como el arsenal y el tesoro de los errores.

Tercer pensamiento

El vocablo “escéptico” es un término técnico acuñado en Grecia en la época mejor de su inteligencia. Con él se denominó a ciertos hombres tremebundos que negaban la posibilidad de verdad, primordial y básica ilusión del hombre.  No se trata, pues, simplemente de gentes que “no creían en nada”.

Quien no cree ni cree ni deja de creer. Se halla a sotavento de todo eso, no “embraga” con la realidad ni con la nada.  Existe en vitalicio duerme-vela.  Las cosas ni le son ni no le son y, por lo mismo, no pegan en él el culatazo de creerlas o no creerlas.  A este temple de vital embotamiento se llama hoy “escepticismo” por una degeneración de la palabra.

Un griego no conseguiría entender hoy este empleo del vocablo porque lo que él llamó “escépticos” le eran unos hombres terribles. Terriberrorles, no porque ellos “no creyesen en nada” -¡allá ellos!- sino porque no le dejaban a usted vivir; porque venían a usted y le extirpaban la creencia en las cosas que parecían más segura, metiendo en la cabeza de usted, como buidos aparatos quirúrgicos, una serie de argumentos rigorosos, apretados, de que no había manera de zafarse.  Y ello implicaba que previamente esos hombres habían ejecutado en sí mismos la propia operación, sin anestesia, en carne viva –se habían concienzudamente “descreído”.  Y además y en fin, que aun antes de esto se habían esforzado tenazmente para fabricar esos utensilios tajantes, esos “argumentos contra la verdad” con que practicaban su faena de amputación.

Le llamaban “el investigador”, y como también este vocablo nuestro está bajo de forma, diremos más exactamente que le llamaban “el perescrutador”.  Ya el filósofo era un hombre de extraordinaria actividad mental y moral. Pero el escéptico lo era mucho más, porque mientras aquél se extenuaba para llegar a la verdad, éste no se contentaba con eso, sino que seguía, seguía pensando, analizando esa verdad hasta mostrar que era vana.

“Hombre hiperactivo”, “heroico”, “héroe siniestro”, “incansable”, “fatigante”, con el que “no hay nada que hacer”.  Era el humano berbiquí.

Conste, pues, que el verdadero escéptico no se encuentra su escepticismo en la cuna y donado, como el hombre contemporáneo. Su duda no es un “estado de espíritu” sino una adquisición, un resultado a que se llega en virtud de una construcción tan laboriosa como la más compacta filosofía dogmática.

Nótese que desde 1880 acontece que el hombre occidental no tiene una filosofía vigente.  La última fue el positivismo.  Desde entonces sólo este o aquel hombre, este o aquel mínimo grupo social tienen filosofía.  Lo cierto es que desde 1800 la filosofía va dejando progresivamente de ser un componente de la cultura general y, por lo tanto, un factor histórico presente.

Sólo quien está en actitud de hacerse cuestión precisa y perentoria de las cosas –de si, en definitiva, son o no son- puede vivir un genuino creer y no-creer.

Va ello al tanto de que al aparecernos, en su segundo aspecto, el pasado filosófico como el arsenal y el tesoro de los errores, hemos pensado sólo a medias este concepto del “error precioso”, del error trasmutado en magnitud positiva y fecunda.

Una filosofía no puede ser un error absoluto porque éste es imposible.  Aquel error, pues, contiene algo de verdad. Pero, además, resultaba ser un error que era preciso detectar, es decir, que, al pronto, parecía una verdad.

A la postre se revela que no era error porque no fuese verdad, sino porque era una verdad insuficiente.  Aquel filósofo anterior se paró en la serie dialéctica de sus pensamientos antes de tiempo: no “siguió pensando”.  El hecho es que su sucesor aprovecha aquella doctrina, la mete en su nuevo ideario y únicamente evita el error de detenerse.

La cosa es clara: el anterior tuvo que fatigarse en llegar hasta un punto; el sucesor, sin fatiga, recibe esa labor ya hecha, la aprehende y, con vigor fresgo, puede partir de allí y llegar más lejos.  La tesis recibida no queda en el nuevo sistema tal y como era en el antiguo, queda completada.  En verdad, pues, se trata de una idea nueva y distinta de la primera criticada y luego integrada.

Reconozcamos que aquella verdad manca, convicta de error, desaparece en la nueva construcción intelectual.  Pero desaparece porque es asimilada en otra más completa.  Esta aventura de las ideas que mueren, no por aniquilación, sin dejar rastro, sino porque son superadas en otras más complejas, es lo que Hegel llamaba Aufhebung, término que yo vierto con el de “absorción”. Lo absorbido desaparece en el absorbente y, por lo mismo, a la vez que abolido, es conservado.

Esto nos proporciona un tercer aspecto del pasado filosófico. El aspecto de error, con que prima facie se nos presentaba, resulta ser una máscara.  Ahora se ha quitado la máscara y vemos los errores como verdades incompletas, parciales o, como solemos decir, “tienen razón en partes”, por tanto, que son partes de la razón.

Esas verdades insuficientes o parciales son experiencias de pensamiento que, en torno a la Realidad, es preciso hacer.  Cada una de ellas es una “vía” o “camino” –méthodos– por el cual se recorre un trecho de la verdad y se contempla uno de sus lados.

En este tercer aspecto se nos revela el pasado filosófico como la ingente melodía de experiencias intelectuales por las que el hombre ha ido pasando.

Cuarto pensamiento

Cuando por vez primera entendemos una filosofía nos sorprende por la verdad que contiene e irradia –es decir, que, por lo pronto, si no conociéramos otras, nos parecería sin más la verdad misma. De aquí que el estudio de toda filosofía, aun para el muy gastado en estos encuentros, es una inolvidable iluminación.  Consideraciones ulteriores nos hacen rectificar: aquella filosofía no es la verdad, sino tal otra. Pero esto no significa que quede anulada e invalidada aquella primera impresión.

En cada filosofía están todas las demás como ingredientes, como pasos que hay que dar en la serie dialéctica.  Como los problemas de la filosofía son los radicales, no hay ninguna en que no estén ya todos. Los problemas radicales están inexorablemente ligados unos a otros, y tirando de cualquiera salen los demás. El filósofo los ve siempre, aunque sea sin conciencia clara y aparte de cada uno. Si no se quiere llama a esto ver, dígase que, ciego, los palpa. De aquí que –contra lo que el profano cree- las filosofías se entiendan muy bien entre sí: son una conversación de casi tres milenios, un diálogo y una disputa continuos en una lengua común que es la actitud filosófica misma y la presencia de los mismos biscornutos problemas.

Con esto damos vista a un cuarto aspecto del pasado filosófico.  Ahora advertimos que esas experiencias hechas hay que rehacerlas siempre de nuevo, bien que con la benéfica facilidad de haberlas recibido ya hechas.  No quedan, pues, a nuestra espalda, sino que nuestra filosofía actual, es en gran parte, la reviviscencia en el hoy de todo ayer filosófico.  En nosotros recobran eficacia siempre nueva las viejas ideas y se hacen pervivientes.  En vez de representarnos el pasado filosófico como una línea tendida horizontalmente en el tiempo, el nuevo aspecto nos obliga a figurarla en línea vertical porque ese pasado sigue actuando, gravitando en el presente que somos.

Esto que acontece con el pasado filosófico no es sino un ejemplo de lo que acontece con todo pretérito humano.

El hombre es el único ente que está hecho de pasado, que consiste en pasado, si bien no sólo en pasado. Las otras cosas no lo tienen porque son sólo consecuencia del pasado: el efecto se deja atrás y fuera la causa de que emerge, se queda sin pasado.  Pero el hombre lo conserva en sí, lo acumula, hace que, dentro de él, eso que fue siga siendo “en la forma de haberlo sido”.

Este tener el pasado que es conservarlo (de aquí que lo específicamente humano no es el llamado intelecto, sino la “feliz memoria”) equivale a un ensayo, modestísimo sin duda, pero, al fin, un ensayo de eternidad –porque con ello nos asemejamos un poco a Dios, ya que tener en el presente el pasado es uno de los caracteres de lo eterno.  Si, en parejo sentido, tuviésemos también el futuro sería nuestra vida un cabal remedo de la eternidad.  Pero el futuro es precisamente lo problemático, lo inseguro, lo que puede ser o no ser: no lo tenemos sino en la medida que lo pronosticamos.  De ahí el ansia, permanente en el hombre, de adivinación, de profecía.

El hombre puede adivinar cada vez más del futuro y, por tanto “eternizarse” más en esa dimensión.  Por otra parte, puede ir cada vez más tomando posesión de su pasado.

Se halla, pues, el hombre en posibilidad muy próxima de aumentar gigantescamente sus quilates de “eternidad”.  Porque ser eterno no es perdurar, no es haber estado en el pretérito, estar en el presente y seguir estando en el futuro. Eso es sólo perpetuarse, perennizarse –una faena, después de todo, fatigosa, porque significa tener que recorrer uno todo el tiempo. Mas eternizarse es lo contrario: es no moverse uno del presente y lograr que pasado y futuro se fatiguen ellos en venir al presente y henchirlo: es recordar y prever.

La “eternidad” del Hombre, aun esa efectivamente posible, es sólo probable.  Tiene siempre que decirse a sí mismo lo que aquel caballero borgoñón del siglo XV eligió como divisa: Rien ne m’est sur que la chose incertaine: sólo me es segura la inseguridad.

Nuestra retrospección nos ha puesto de manifiesto que es indiferente calificar al pasado filosófico como conjunto de errores o como conjunto de verdades porque, en efecto, tiene de lo uno y de lo otro.

La serie dialéctica que hemos recorrido, no es, en sus puntos temáticos, una hilera de pensamientos arbitrarios ni sólo personalmente justificados, sino el itinerario mental que habrá de cumplir todo el que se ponga a pensar en la realidad “pasado de la filosofía”.

Tiene gran sentido lo que nos dice por sí misma, si sabemos oírla, la expresión corriente de nuestro idioma: “X está en un error”. Porque ella subentiende que el error es precisamente “aquello que no se puede estar”. Si se pudiese estar en el error no tendría sentido el esfuerzo de buscar la verdad.  Y, en efecto, nuestro mismo idioma usa otra expresión conexa donde manifiesta lo que en aquella estaba subentendido: “X ha caído en el error de…”  El estar en el error es, pues, un caer –lo más opuesto al “estar”.

 

 

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