José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador UNAH
Profesor Visitante Universidad de Panamá

Como animal de costumbres, el ser humano tiende a repetir patrones de conducta o asimilar los modos o formas de proceder desde lo que le es próximo. De ahí que, no resulta inusual encontrar que las hijas e hijos de buenos padres tiendan a reproducir vidas llenas de dignidad y valor por la sana influencia de sus modelos más cercanos, aunque, como en la mayor parte de los fenómenos que rodean la vida humana, se den tristes excepciones. Ahora bien, la proporcionalidad favorable, en este sentido, camina a la par del optimismo, ya que como se afirma, estas son excepciones y no la generalidad, por tanto, lo bueno debería privar sobre lo malo en una nación con buenas familias, y debiese reflejarse en el orden social humano dentro de todas sus dimensiones; pero, al parecer, esto no ocurre así en el mundo contemporáneo.

En este sentido, quiero referirme a una dimensión humana, que merced a los influjos de la cultura moderna dominante, ha quedado en un lugar secundario, esta es la moralidad. En El Príncipe de Maquiavelo se establece un divorcio claro entre los objetivos de tipo político y las metas de la moralidad humana, de tal modo que se recurre a los argumentos de tipo moral solamente para hacer parecer al discurso político como auténtico, transparente y digno de credibilidad. El buen político, en esta lógica, será aquel que sabe adecuar su imagen al estándar ético de aceptabilidad pública, y a la vez, llevar las cosas por la ruta que realmente le interesa.

Escuchando un comentario del historiador y analista político, Dr. Lorenzo Meyer Cossío, en radio UNAM de México, este académico afirmaba que, al ingresar al terreno de la vida política, especialmente a nivel de política internacional, los elementos clave que operan son dos: el interés económico y la fuerza militar. A partir de la conjunción de fuerzas que se mueven sosteniendo y dinamizando ambos factores, los hechos pueden girar para lados totalmente contradictorios y la moralidad sufre perversiones elocuentes. Así, por ejemplo, y tomando una situación de actualidad, se tiene el conflicto en Ucrania, donde el escenario se fue preparando con suma anticipación, promoviendo desde USA la integración de países pertenecientes a la antigua URSS dentro de la OTAN. Esta tentativa llegó a un punto de quiebre, al violentar paulatinamente la zona de seguridad militar rusa, degenerando en la coyuntura actual. Ahora USA se presenta como el amigo de Europa occidental, sustituyendo las importaciones de gas ruso por su gas licuado, generando divisas para los empresarios norteamericanos, con la excusa de ganar independencia energética de Rusia. La gestión económica y la estrategia militar se enlazan, mientras la población ucraniana paga la cuota de desplazamientos y muerte humana, además de la devastación material de sus ciudades principales. La moralidad elemental, optar siempre a favor de la vida humana, está de menos cuando debe medirse contra este par de factores.

Sin embargo, y pasando ahora al nivel de las políticas internas, los juegos de poder, sin dejar de estar condicionados por la influencia de los pesos del mundo exterior, suelen basarse, además de lo económico y militar, en otras dimensiones, que vuelven más complejo su análisis y la comprensión de sus interacciones, para captar la conexión con los hechos resultantes. De esta manera, en la llamada política “criolla”, se vuelven potentes las formas en que el marketing propagandístico eleva una figura local para ganar el beneplácito popular, y así triunfar por el poder estatal en las competencias electorales periódicas.

Aquí calza muy bien la imagen que se estableció para un personaje político hondureño, que, en su primera campaña televisiva por la presidencia, fue presentado como un niño procedente del interior del país, vestido con su uniforme escolar, caminando por el campo y soñando con ser presidente. Su ilusión se vería cumplida, y lograría alcanzar dicha posición para el bienestar general, y para ello, “haría cuanto tuviese que hacer” (como lema político convincente y decisivo). De modo pausado, pero seguro, y con audacia oportuna, el personaje descrito logró manipular las circunstancias y los mecanismos convenientes para conseguir sus objetivos, y todo parecía marchar bien mientras duró, sin embargo, por mucho que un aparato estatal sostenga y respalde imágenes artificiosas, las falsedades acumuladas tienden a desmoronarse con el paso del tiempo, y dejar al desnudo, lo que se buscaba disimular.

Ello recuerda aquel famoso cuento El traje nuevo del emperador (o El rey desnudo), escrito por Hans Christian Andersen, que narra cómo un rey lleno de presunción llega al colmo de caminar desnudo, respaldado por la mentira de sus principales allegados y consejeros, y cómo es la expresión inocente de un niño la que hace ver a todos lo que era obvio (pero que nadie se atrevía a expresar).  Haciendo un parangón, es posible pensar que el voto juvenil, que tanto peso tuvo en la justa electoral hondureña de noviembre de 2021, sea la voz actual de ese niño, que hizo patente la mentira montada desde el poder estatal y reveló la inmoralidad de un proceder no auténtico.

¿Qué condicionantes pesaron para que este niño olvidara su camino, para que extraviara la ruta de una vida destinada al bien propio y general? Queda la pregunta planteada para generar reflexión y posibles respuestas, ya que quizá el error grande no es ser engañado, sino el no sacar lecciones del infortunio de haber creído a quien perdió la ruta moral. Probablemente una respuesta plausible venga, no solamente del análisis de la conciencia y conducta dolosa del personaje mencionado, sino sobre todo de la estructura y del aparato moderno, organizado en poderes internos y externos, que lo sostuvo a sabiendas de su arco de mentiras y falacias.[1]

Y para este caso, se ofrece un consorcio de inmoralidades singulares, tanto a nivel de política local como de política internacional. Iniciando con la dimensión internacional, ocurre que a lo largo del tiempo de mandato presidencial del personaje aludido, del 27 de enero de 2014 a la misma fecha de 2022, es decir, ocho años (que incluye un segundo período de mandato prohibido expresamente por la Constitución nacional), el mayor apoyo político para sostenerse en el poder, vino del mismo país que ahora lo solicita formalmente en proceso de extradición (en pocas palabras, la inmoralidad política es soportable mientras no se contraponga absolutamente a los intereses del país dominante); y, en el espacio político nacional, aunque el procedimiento de extradición avanza con normalidad, respetando los tiempos y los requerimientos legales (establecidos irónicamente por el mismo personaje que ahora los sufre), no es tan clara la forma de restitución que va a lograr propiamente el país, ya que el nuevo gobierno habla simplemente de finanzas en bancarrota por la corrupción previa, y la necesidad de endeudarse oportunamente para hacer frente a las exigencias del momento (seguir pidiendo préstamos no es una restitución, es la inmoralidad institucionalizada de una justicia a medias).

Concluyendo, este breve análisis indica que las posibilidades de la moralidad se vuelven ilusorias en grado sumo cuando se enfrentan a las ecuaciones de la estructura política de la modernidad, que juega a crear imágenes de apariencia moral con la única finalidad de sostener su propia lógica de medio-fin, obviando la herencia de un gigante ético como Gandhi, que abogó por la coherencia moral entre fines y medios para crecer en auténtica humanidad, ya que los medios son ya la forma de construcción de una nueva sociedad.

[1] Un documento ilustrativo de interés es el titulado “La caída de un expresidente. Sin ventajas, habrá justicia”, producido por el Consejo Nacional Anticorrupción, disponible en  https://www.cna.hn/

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