Así habló Zaratustra
1
Cuando Zaratustra tenía treinta años, abandonó su patria y el lago de su patria, y marchó hacia las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad durante diez años sin haberse hartado de hacerlo. Y finalmente su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, y dirigiéndose al sol, le habló así:
«¡Tú, gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna; sin mí, sin mi águila y sin mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu abundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Ya estoy harto de mi sabiduría, como la abeja que ha cosechado demasiada miel; y necesito ahora manos que se extiendan. Me gustaría regalar y distribuir hasta que los sabios, entre los hombres, vuelvan a regocijarse con su locura; y los pobres, con su riqueza. Y por ello debo descender a la profundidad como lo haces tú cada atardecer, cuando te tiendes más allá del mar aportando tu claridad aún en el submundo. ¡Oh, astro inmensamente desbordante de riqueza!
Yo, al igual que tú, tengo que ocultarme en mi ocaso, como dicen los hombres sobre quienes deseo descender. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin envidia incluso una dicha demasiado grande! ¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de ella mane el agua de oro llevando a todas partes el reflejo de tus dones! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a transformarse en hombre».
Así comenzó la ruina de Zaratustra.
2
Zaratustra bajó solo de las montañas sin encontrar a nadie. Pero cuando ingresó en los bosques, apareció súbitamente ante él un anciano que había abandonado su santa choza para buscar algunas raíces.
Y el anciano habló así a Zaratustra:
-«No me es desconocido este viajero, hace ya algunos años pasó por aquí. Zaratustra se llamaba; pero se ha transformado. Entonces llevabas tu ceniza a la montaña. ¿Quieres llevar hoy tu fuego a los valles? ¿No temes tú los castigos que pesan sobre el incendiario? Sí, reconozco a Zaratustra. Su ojo es límpido, y en sus labios no crece sombra de náusea alguna. ¿No avanza hacia aquí como un bailarín?
Zaratustra se ha transformado, Zaratustra se ha convertido en un niño, Zaratustra se ha despertado. ¿Qué quieres hacer ahora entre aquellos que duermen?
En la soledad vivías como en el mar, y el mar te llevaba. Ay, infeliz de ti, ¿quieres entonces descender a la tierra? Ay, ¿quieres volver a arrastrar tú mismo tu cuerpo?»
Zaratustra respondió:
– «Yo amo a los hombres».
– «¿Por qué», dijo el santo, «me retiré yo a los bosques y en la soledad? ¿No fue acaso por haber amado demasiado a los hombres? Ahora amo a Dios, y ya no amo a los hombres. El hombre es para mí algo demasiado imperfecto. El amor al hombre me mataría».
Zaratustra respondió:
– «¡Acaso dije amor! Lo que yo llevo a los hombres es un regalo».
– «No les des nada», dijo el santo. «Mejor despójalos de alguna cosa y ayúdales a llevarla a cuestas junto a ellos y nada les resultará mejor, ¡y basta que te haga bien a ti! ¡Y si quieres darles algo, no les des más que una limosna, y deja que además te la mendiguen!»
– «No», respondió Zaratustra, «yo no doy limosnas. No soy bastante pobre para eso».
El santo se rió de Zaratustra y le dijo:
– «¡Entonces cuida de que acepten tus tesoros! Ellos desconfían de los solitarios y no creen que vengamos a hacerles regalos. A sus oídos, los pasos del solitario resuenan muy extrañamente en sus callejas. Y cuando por las noches, durmiendo en sus camas, oyen caminar a un hombre mucho tiempo antes de que el sol salga, se preguntan ¿hacia dónde se dirige el ladrón?
¡No vayas hacia los hombres y quédate en el bosque!
¡Es mejor que regreses cerca de los animales! ¿Por qué no quieres ser tú, como yo, un oso entre los osos, un pájaro entre los pájaros?»
– «¿Y qué hace el santo en el bosque?», preguntó Zaratustra.
El santo respondió:
– «Hago canciones y las canto; y, al hacerlas, río, lloro y murmuro, es así como alabo a Dios. Cantando, llorando, riendo y murmurando alabo al Dios que es mi Dios. ¿Cuál es ese regalo que tú nos traes?»
Cuando Zaratustra oyó estas palabras saludó al santo y dijo:
– «¡Qué podría yo darles a ustedes! ¡Pero déjame irme aprisa, para que no les quite nada!»
Y así se separaron uno del otro, el anciano y el hombre, riendo como ríen dos muchachos. Cuando Zaratustra se encontró solo, le habló así a su corazón:
– «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha escuchado todavía nada de que Dios ha muerto!»
3
Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró que reunida en el mercado va una gran muchedumbre, estaba prometida la exhibición de un equilibrista.
Y Zaratustra habló así al pueblo:
– «Yo les enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué se ha hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos, ¿y pretenden ser ustedes el reflujo de esa gran marea y retroceder al animal antes que superar al hombre? ¿Qué es el simio para el hombre? Una estirpe risueña o una penosa vergüenza. Y eso mismo es lo que el hombre debe ser para el superhombre, una estirpe risueña o un penoso dolor. Han recorrido ya el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en ustedes continúan siendo un gusano. En otro tiempo fueron simios, y también ahora es el hombre más simio que cualquier simio. Y el más sabio de ustedes es tan sólo un ser desproporcionado, un híbrido de vegetal y fantasma. Pero ¿les he ordenado yo que se transformen acaso en fantasmas o vegetales?
¡Nada de eso, he venido a enseñarles el superhombre! El superhombre es el sentido de la tierra. Que se diga su voluntad, ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!
¡Yo juro junto a ustedes, hermanos míos, permanezcan fíeles a la tierra y no crean a quienes vengan a hablar de esperanzas extraterrenales! Porque todos ellos son envenenadores, lo sepan o no. Despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados; la tierra está harta de ellos, ¡y que enhorabuena desaparezcan! En otro tiempo la blasfemia contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo impenetrable más que el sentido de la tierra! En otro tiempo el alma miraba al cuerpo con desprecio, y ese desprecio era entonces lo más alto; el alma quería el cuerpo flaco, horrendo, famélico. Así pensaba escabullirse del cuerpo y de la tierra. Oh, también esa alma era flaca, horrenda y famélica, ¡y la crueldad era la voluptuosidad de esa alma! Ustedes también, hermanos míos, díganme, ¿qué anuncian sus cuerpos en sus almas? ¿No es su alma, acaso, pobreza y suciedad, y un despreciable bienestar? En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario volverse vasto como un mar para poder recibir una corriente tan sucia y permanecer puro.
Vean, yo les enseño el superhombre, él mismo es ese mar, en él puede sumergirse el gran desprecio que reside en ustedes ¿Y que les puede ocurrir de más sublime? La hora del gran desprecio. La hora en que incluso la felicidad se convertirá en náusea y también la razón y con ella, la virtud.
La hora en que digan: «¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un despreciable bienestar. ¡Sin embargo, mi felicidad debería justificar incluso la existencia!».
La hora en que digan: «¡Qué importa mi razón! ¿Es ella ávida de saber lo mismo que el león su alimento? ¡Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!».
La hora en que digan: «¡Qué importa mi virtud! Todavía no me ha puesto furioso. ¡Qué harto estoy de mi bien y de mi mal! ¡Todo esto es pobreza y suciedad y un despreciable bienestar!».
La hora en que digan: «¡Qué importa mi justicia! No veo que yo sea una brasa ardiente. ¡Más el justo sí es un carbón ardiente!».
La hora en que digan: «¡Qué importa mi piedad! ¿No es acaso la piedad la cruz en la que es clavado quien ama a los hombres? Pero mi piedad no es una crucifixión. ¿Han hablado ya así? ¿Han gritado ya así? ¡Ah, ojalá los hubiese yo oído alguna vez ya gritar de ese modo! ¡Pero no son sus pecados, es el bienestar que grita contra el cielo, es la avaricia que reside en los pecados lo que grita contra al cielo! ¿Dónde está aquel destellante rayo que venga a lamerles con su lengua? ¿Dónde la locura que habría que inocularles? Vean, yo les enseño el superhombre, ¡él es ese rayo, él es esa locura!».
Cuando Zaratustra hubo hablado así, uno del pueblo gritó:
– «Ya hemos oído hablar demasiado del equilibrista; ahora, ¡muéstralo también!». Y todo el pueblo se rió de Zaratustra. El equilibrista, quien supuso que todo aquello había sido dicho por él, se puso a trabajar.
4
Zaratustra contempló al pueblo y se maravilló de él. Luego habló así:
– «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda tendida sobre el abismo. Un peligroso transitar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar hacia atrás, un peligroso estremecerse y detenerse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no un fin, lo que se puede amar en el hombre es que éste es un tránsito y un ocaso.
Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo sino precipitándose en su declinación, porque ellos son los que pueden pasar al otro lado.
Yo amo a los grandes despreciadores, porque son los grandes veneradores y flechas del deseo hacia la otra orilla.
Yo amo a quienes, para precipitarse en su declinación y sacrificarse, no buscan una razón oculta tras las estrellas, sino que se sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a pertenecerle al superhombre.
Yo amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el superhombre, y ama así su propia declinación.
Yo amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al superhombre y dispone para él la tierra, el animal y la planta, porque quiere así su propia declinación.
Yo amo a quien ama su virtud, porque la virtud es la voluntad de la declinación y una flecha del deseo.
Yo amo a quien no retiene para sí mismo siquiera una mínima gota de espíritu, sino que aspira a ser íntegramente el espíritu de su virtud; porque es así como avanza en forma de espíritu sobre el puente.
Yo amo a quien de su virtud hace su inclinación y su destino y quiere así, por amor a su virtud, seguir viviendo y no seguir viviendo.
Yo amo a quien no quiere tener demasiadas virtudes. Y hay más virtud en una virtud que en dos, porque es un nudo más poderoso el que se cuelga al destino.
Yo amo a aquel cuya alma se prodiga y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada, porque él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo.
Yo amo a quien siente vergüenza cuando el dado cae a su favor, y entonces se pregunta, ¿acaso soy yo un jugador tramposo?, porque él quiere perecer.
Yo amo a quien arroja palabras de oro delante de sus obras y cumple siempre más de lo que promete, porque aspira a su declinación.
Yo amo a quien justifica a los hombres del futuro y excusa a los del pasado, porque quiere perecer a causa de los hombres del presente.
Yo amo a quien castiga a su dios porque ama a su dios: porque es necesario que perezca por la cólera de su dios.
Yo amo a aquel cuya alma es profunda incluso cuando sufre una herida y puede perecer a causa de una pequeña aventura, porque así, cruzará el puente sin vacilaciones.
Yo amo a aquel cuya alma está tan colmada que se olvida de sí mismo, y todas las cosas están dentro de él, todas las cosas se transforman así en su declinación.
Yo amo a quien posee un espíritu y un corazón libres: porque su cabeza le sirve como las entrañas de su corazón, pero su corazón lo conduce hacia la declinación.
Yo amo a todos aquellos que son como las densas gotas que caen una a una de la sombría nube suspendida sobre el hombre, ellos son los que vaticinan que el rayo viene, y que luego sucumben como visionarios.
Miren, yo soy un vaticinador del rayo y una pesada gota que cae de la nube, ese rayo se llama superhombre».