Ella
Eduardo Blandón
No habría querido verla, pero fue inevitable reencontrarnos. Tenía quince años cuando la dejé por esa fantasía que ya era madura en mí, debido a una anormalidad de la conciencia, una especie de precocidad enfermiza que me hacía pensar que lo mío eran los proyectos grandes. Apenas tomé su mano en el parque y fingiendo pena (yo, el más burdo de los actores), le dije que me iría del país por razones políticas, pues “era insostenible continuar mi vida en Nicaragua”.
La dejé de ver por más de veinte años cuando el destino se interpuso sin que supiera sus intenciones. La vida está llena de absurdos. Como ese momento en que cruzamos miradas, ambos ya con la vida hecha. Evidentemente no me fue indiferente porque en mi cursilería la solía evocar en soledad y abrigaba esperanzas de verla conmigo. Así soy, un sujeto con voluntad mágica o más bien con prurito milagroso, de esos que a todo le encuentra un sentido providencial.
Tomé la taza y crucé las piernas. Me desparramé un poco en la silla. Frente a mí, más bien a un costado, estaba la mujer, la única que había provocado en mí reacciones de estómago. Y maldije un poco mi vida torcida, el efecto de esa castración impuesta por algo, en este caso por alguien, que sin quererlo cercenó para siempre mi espíritu para dejarme con el consuelo de los vicios del cuerpo.
Me preguntaba si seguía siendo dulce, con esa mirada y esos modos que me ponían nervioso. Me intimidaba. Su cuerpo, sus manos, su boca, el olor de su piel. Pensé en su recuerdo y el sello que llevaba de ese amor fallido. “Ni un beso, carajo. Qué clase de hombre soy”, me dije, siempre oscilando entre la autoindulgencia y el sentido de culpa cuando consideraba mis desventuras.
“Era muy joven”, me exculpé. “Cualquiera a mi edad se habría sentido disminuido, reducido, acomplejado”. Me daba ánimo. Así era yo o quizá lo seguía siendo: ese a quien le gusta racionalizarlo todo, como si el examen de causas fuera el imperativo del que depende la suerte del mundo. El logos a quien le corresponde ordenar el caos.
Me pegó verla ahí, sola. ¿Esperará a alguien? Me intrigó. Sentí celos de sus afectos, de historias que imaginaba con protagonistas alternos. ¿Tendríamos algo en común? Mis parejas no lo fueron, ¿Por qué ella sería diferente? Además, qué pude significar sino lo fugaz, ese acontecimiento minúsculo incapaz de afectar la vida. Vamos, que a veces nos traiciona la ficción, innecesaria por demás.
Mucho se habría aclarado al dirigirle la palabra, pero la dejé ir. Siempre como la primera vez, ahora en escenario distinto. Y mientras lo escribo, exorcizo y busco escusas. Recurro a la magia, claro, el ensueño que me hace creer que habrá otra oportunidad y que si Dios quiere, ella será finalmente para mí. Eso es lo mío, la fe en lo imposible, la certeza en los milagros… después de todo, haberla visto confirma lo aparentemente absurdo.