Eduardo Blandón
La libertad que hoy se pide para los palestinos o para quienes son obligados a trabajar en cualquier país del mundo es una demanda justa que hunde sus raíces probablemente desde los orígenes de la humanidad. Es justo pensar que allí donde se asentaron las primeras comunidades homínidas, el sentimiento ya habitaba en el corazón de los hombres y mujeres sometidos a condiciones de servidumbre.
La historia ha registrado los primeros esfuerzos emancipatorios en las grandes civilizaciones antiguas, Egipto, Babilonia, Fenicia, Grecia. Lugares donde la racionalidad estaría al servicio de los poderosos para darle sustento a la explotación de los esclavos. Sin que tampoco los faraones, por ejemplo, hayan requerido demasiado esfuerzo intelectivo porque para ello servían los mitos.
Son esas creaciones, producidas por sacerdotes y poetas, las que ayudarían no solo a justificar el estado de las cosas, sino a comprender el misterio del mundo. Del mismo modo, constituyen el germen de la filosofía y el desarrollo del universo simbólico que acompañarán a la humanidad en los distintos períodos históricos en el que le ha tocado vivir.
Por ello, aunque la violencia haya sido el método recurrente en la afirmación del poder, la retórica ha estado también al servicio de los fuertes. Tarea en la que han destacado los espíritus más exquisitos en la historia del pensamiento. Intelectuales que vendieron la pluma y forjaron sistemas para bien de sus mecenas.
Aristóteles fue uno de ellos, aunque no el único. La esclavitud es una condición natural, aseguró. Así, según él, mientras unos nacen para ser esclavos otros son simplemente libres. Esa perspectiva perdurará en el tiempo y se verá reforzada por la idea estoica del destino, esto es, el sabio es el que acepta la suerte que le ha tocado.
El cristianismo en sus albores tampoco superó la narrativa ni el espíritu de la época. Tocará esperar cientos de años para el desarrollo de una filosofía política que afirme el valor de la libertad. Mientras tanto, en lugar de abrazar el contenido revolucionario de la doctrina de Cristo, cae en la tentación del poder por medio del modelo fundado por san Agustín desde su «Civitate Dei».
Fueron diez siglos de medievalidad que costó superar. Años en los que fue madurando el espíritu de autonomía abonado con sangre. Apóstatas como Giordano Bruno que reclamaron libertad de pensamiento o herejes como Galileo Galilei que prefirieron abjurar de sus ideas frente a la tortura segura de la inquisición eclesial.
La historia de la filosofía afirma la inauguración de un nuevo período, la modernidad, con la expresión del pensamiento de René Descartes. A él se le atribuye formalizar un esquema cuyo centro es la racionalidad (el «Cogito») y la existencia (el «Sum») que establecerá una antropología que impregnará la época sucesiva.
Lutero compartirá con el francés ese aire que reclama la autonomía. La necesidad de pensar sin mediaciones, confiando en las posibilidades del libre examen, al margen de convenciones y estructuras institucionales. Sin que él mismo se librara paradójicamente de la trampa en la que caen los poderosos en su afán por ejercer el dominio sobre los que juzga inferiores.
La misma convicción es compartida por Campanella, Moro y Bacon que a su manera sugieren un sistema de gobierno regido por el conocimiento, la investigación y la ciencia. Despojándose cada vez más de cualquier resabio teológico que les aprisione e impida horizontes más amplios que incluya también a la disidencia. Detrás de todos ellos también está un exsacerdote holandés, Erasmo de Rotterdam.
Le corresponderá a Locke el honor de sistematizar las posibilidades de la convivencia social desde el respeto mutuo. Sus textos sobre la tolerancia le permitirán desarrollar el derecho ciudadano a expresarse con libertad y proponer, por si fuera poco, una filosofía del Estado que garantice esa condición jurídica.
El ánimo ilustrado del siglo XVIII, inspirado también en las filosofías de Hobbes, Hume y Spinoza, entre otros, dará su fruto con Emmanuel Kant. El filósofo alemán, al tiempo que marcará los límites de la razón, fundará una ética desde la convicción de autonomía que asienta en la dignidad y el valor de la persona humana. Así, lo secular seguirá afianzándose en detrimento de todo aire de trascendencia.
De ese modo debe interpretarse la clerofobia ilustrada de Voltaire, pero también el voluntarismo humanista de Feuerbach, entre otros hegelianos de izquierda. Muchos de ellos resisten el cristianismo, la teología y la metafísica (intentando incluso crear una religión alternativa «secular») por la sumisión que deriva, según ellos, de la ortodoxia religiosa.
Volviendo a la ilustración francesa, los conceptos de «Liberté», «Egalité» y «Fraternité», constituyen el fruto maduro de una filosofía esbozada por los intelectuales de la modernidad. Pero al tiempo que es fruto, es semilla también de nuevos esquemas propuestos por los así llamados filósofos de la sospecha, Nietzsche, Marx y Freud.
El anhelo de libertad, con todo, no termina allí. El desarrollo posterior de la filosofía del siglo XX y XXI insistirá en las ideas de emancipación, aunque sea desde el pensamiento débil o el reconocimiento del «eclipse de la razón». La función crítica de la filosofía obliga al empeño de la tarea liberadora como un imperativo ineludible que se debe enfrentar, ahora desde retos desconocidos: la inteligencia artificial, la nanotecnología y la robótica. Son tiempos, dicen, de poshumanismo.