Jairo Alarcón Rodas
A los seres que se han ido y a los que continúan en la vida.
Había una rata en la despensa que sólo comía grasa y mantequilla, tenía una panza tan lustrosa como la tuvo el buen Doctor Lutero. Mas la cocinera le puso veneno y la vida se le hizo tan angustiosa como si en el pecho abrigara el amor.
Wolfgang Goethe
Es inevitable que, al reflexionar sobre la vida, conduzca a encarar la muerte con toda su simpleza y vacuidad. Partir de la nada y disolverse en esta durante un breve paso por el tiempo, en el que la posibilidad cobra sentido, en el que la lucidez puede hacerse presente, eso es lo que representa vivir. Trayecto que, en un ser consciente, se acompaña de ráfagas de angustia al saber de la imposibilidad de la vida tras el inevitable paso de la muerte.
Despojarse del todo existencial, olvidar lo vivido, ya no amar ni desear, no sentir ni sufrir, es lo que se espera tras ese final. Quizás por ello, los pitagóricos, inspirados en el orfismo, idearon la trascendencia del alma, la perpetuidad del ser, que se niega a morir, habitando constantemente nuevos cuerpos. Por qué vivir si se ha de morir, resulta ser una pregunta inquietante.
La vida rara vez concede una segunda oportunidad, el fatalismo de la muerte se impone, arrancado de tajo la esperanza de que eso suceda. Por lo que reparar errores, enmendar decisiones ya tomadas, que se traduzcan en una nueva oportunidad de vida, en un nuevo conteo existencial, resulta imposible, una ilusión. Prepararse para enfrentar de una mejor forma la existencia se convierte en algo difícil, dada la serie de problemas emergentes que se encaran, en donde las emociones, muchas veces, entorpecen la claridad de la razón, imponiendo la espontaneidad en los actos.
Ensayar intencionalmente dentro del recorrido por la vida, como fue en los albores de la humanidad, partiendo del acierto y el error, aunque es factible, resulta ser una acción irresponsable y perniciosa, pues en ello va la presencia de los otros, los que serían dañados con tan impredecible proceder, pues, dentro del comportamiento humano, hay hechos cuyas repercusiones son irreversibles, irreparables, en el complejo entramado de la vida.
El enemigo de la vida, de la existencia humana no es la muerte, pese a ser su antinomia, ya que esta simplemente constituye un paso natural, ineludible de todo ser vivo que, desde su nacimiento, lleva sobre sus hombros el óbito que lo conduce al fatal encuentro con la nada. Es la vejez, en cambio, el adversario triunfal, es la que deteriora, la que enferma, la que causa dolor y padecimientos, la que se enemista con la juventud, con la vida y, consecuentemente, es su inevitable adversario.
El inicio vital de las personas, el componente biológico de la existencia humana establece que nada dura para siempre, por lo que todo comienzo tiene su fin, no hay cosa alguna que permanezca eternamente. Y así, poco a poco, las células, los órganos, los tejidos, con el paso del tiempo, envejecen y su funcionamiento empieza a debilitarse, a fallar y, con ello, aflicciones, dolores, sufrimientos, aparecen; la existencia deja de ser lo que en un principio fue y del vigor de la juventud se pasa al martirio del ocaso, en la vejez.
Inevitablemente, el cuerpo sufre el desgaste de los años y lo que en un momento fue lozano, vital, el tiempo se encarga de volverlo torpe, ineficiente, marchito, enfermizo, en fin, languidece. Tener conciencia de tal hecho provoca temor, dolor, angustias y aflicciones. Y así, hay veces que la mente quiere y no puede, pues el cuerpo se lo impide, en otros, en cambio, la mente y el cuerpo envejecen, uno como condición o resultado del otro y así se olvida lo aprendido, los recuerdos se oscurecen, la realidad se mezcla con la ficción, la lucidez se nubla, la demencia senil aparece, se apaga la vida.
Se envejece por dentro y por fuera, las huellas que deja el paso del tiempo, irreversiblemente, trazan su inmarcesible rastro. Poco a poco se marchita la existencia y todo aquello que, en un pasado reciente, fuera fulgurantemente vivo, en el presente se convierte en despojos, piltrafa de la vida. Con el transcurrir de los años, el desgaste de las células que envejecen y no se renuevan, determina que el cuerpo enferme y, como resultado de eso, la imposibilidad de lo que antes se hacía. Pero ¿es eso realmente vivir? El dilema entre calidad y cantidad de vida hacen frecuentar la idea de la muerte como solución inmediata a tales males y en muchos casos se justifica.
Seres nacerán, otros morirán y en ese oscilante movimiento del ser al no ser, historias se tejen, ocultando, para muchos, los sentimientos que unieron esas vidas, que la conciencia humana registra a través de cada historia personal. Quizás por ello, Emmanuel Levinas dijera, la existencia mortal se desarrolla en una dimensión que no corre paralelamente al tiempo de la historia y que no se sitúa con relación a este tiempo, como con relación a un absoluto, pues hay aspectos de la existencia humana que rebasan los límites de la historia pública y que, únicamente, quedan registrados en la memoria de los que fueron cómplices de esos momentos, en lo íntimamente privado.
Es el sentimiento que une a dos o más seres lo que, con la muerte, con la ausencia, provoca el dolor existencial, la angustia, la tristeza, el sufrimiento y que, para algunos, resulta ser irreparable hasta la llegada de su muerte, con el fin de los recuerdos, con la defunción de la conciencia. Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos, decía Carlos Fuentes. Esa es la verdadera tragedia de la muerte, que se hace acompañar de la ausencia total, del cruel espectro de la nada.
Los que mueren dejan con su ausencia física un vacío existencial que conmueve y entristece a los que se quedan, pero no para todos, solo en aquellos con los que han compartido sentimientos profundos, saberes, avatares, vivencias, querencias. Pensar en el vacío que dejarán esos seres es angustiante en la letanía de la espera del inevitable final. Cuánto dolor, cuánta aflicción antecede al fatal desenlace, al momento de la despedida y también después de la muerte…
Y así, con el fin de la vida, cesan las posibilidades, los recuerdos, las emociones, termina todo. Ante ese irreparable destino, solo queda pensar en la vida y no simplemente reflexionar en ella, sino vivirla a plenitud, con honestidad, sin excesos, pues esta rara vez otorga una segunda oportunidad, es más, no la concede, sucumbe ante la fortaleza de la muerte y su despiadada misión. Por eso, hay que vivir y hacerlo bien, valorando cada momento de la existencia, la compañía que se tiene, el tiempo que se disfruta y ser conscientes de los instantes que, pudiendo ser adversos, tienen la alternativa de que mientras haya vida pueden ser superados.
Y ya que no es posible vivir feliz si no se lleva una vida bella, justa y virtuosa; ni llevar una vida bella, justa y virtuosa sin ser feliz, como lo decía Epicuro, es el deber de todo ser sensato que se reflexiones y actúe al respecto, a partir de un comportamiento eficaz y honesto con uno mismo y con los demás. Vivir bien significa hacerlo en armonía con el mundo, con la sociedad, con los otros, y cómo es posible lograr eso, solo con sabiduría, con la templanza que da el reconocimiento del yo, del abrazo y comprensión de los otros.
Por todo ello, los caprichos de la vida, a razón de las conjeturas humanas que, a partir de su existencia les abre toda una serie de posibilidades, con gozos, alegrías e infortunios, no deberían desperdiciarse y como irónicamente dijo Groucho Marx, tengo la intención de vivir para siempre, o morir en el intento. Pero vivir para siempre no tiene que significar que cada uno viva eternamente, sino que la intensidad con la que se haya vivido refuerce el deseo de vivir en otros y, así, dar paso a la sed de vivir en nuevas vidas.
Compartir cada instante de la existencia de los seres que se ama, viviendo también su muerte, aunque constituye una dolorosa experiencia, es parte de la comunión que se logra a partir de la comprensión de lo valioso que es la vida.