Jorge Antonio Ortega Gaytán
No era la primera vez que asesinaba por encargo…
Una neblina espesa cubría la mañana que le permitió ocultarse en la penumbra de un zaguán frente a la dirección indicada a la espera de la víctima. La hora en realidad no era la mejor para este tipo de trabajos, pero… a su jefe le urgía.
La espera lo tenía nervioso, algo inusual para su forma de ser, era un individuo de moral relajada y principios relativos. Su presencia era extraña para los parroquianos.
Un sudor helado empezó a brotar de su rostro cuando vio a la mujer que tenía que eliminar. En un abrir y cerrar de ojos desenfundó, apuntó y disparó para inmovilizarla. El sicario descargó ocho proyectiles sobre la espalda de la fémina. Seguro de haber cumplido su actividad de sicariato, se largó a toda prisa y desapareció en una fracción de segundo.
La mujer quedó tendida sobre una laguna obscura que brotaba de sus entrañas, sujetaba en medio de los estertores a su hija. Su respiración era débil, luchaba por sobrevivir a la embestida del sicario… un ruido espantoso emergía de sus pulmones al tratar de robar oxígeno con desesperación; once meses de agonía le siguieron, luego de salvar con su humanidad a su primogénita de las garras de la muerte…
En el primer encuentro, su mirada ejerció un poder inaudito sobre mi ser, me cautivó. Luego mi intención de conocerla y compartir se convirtió en obsesión. Entrar en su corazón, ser parte de su pensamiento y, sobre todo, de su vida.
Después de caer en su red, observé su rostro, sus ojos oscuros con cejas pobladas y alargadas, labios pequeños en un rostro de porcelana; sus senos hermosos y sin conflicto con la gravedad, simplemente perfectos; manos suaves e impecables. De su pecho, en dirección al corazón, descubrí un tatuaje que se asomaba tímidamente con un excelente trazo que me quitó la respiración. Grabada en su piel, una flor azulada que se desintegraba hacia el infinito.
Desnudó su alma con pudor y un poco de temor. La escuché en la complicidad de la intimidad, me dejó observar un par de alas de ángel tatuadas en su espalda a todo color, un diseño extraordinario, un trabajo profesional que disfruté mientras escuchaba la explicación de sus proporciones como la antigüedad y lo que la motivó a dejar en su cuerpo el testimonio del evento más doloroso de su vida y, al mismo tiempo, motivador para enfrentar la incertidumbre de la existencia.
Mientras la acariciaba lentamente, me compartió la pérdida de su progenitora. En un instante sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar que ella, con nueve meses de existencia, había quedado al cuidado de la abuela materna, que la acogió como una carga, sin amor ni ternura. Me describió su niñez con sollozos. La madre de su madre cumplió al pie de la letra con el rol de una madrastra malvada, como las de los cuentos.
Lloró inconsolablemente, se inclinó e introdujo su cabeza entre las piernas, como si tratara de aislar su pensamiento de aquella época de dolor.
Me mostró sus brazos y encontré una serie interminable de cicatrices de cuando se cortaba la piel para autoflagelarse. El dolor que ella se causaba le era satisfactorio, le quitaba la rabia para con los demás y las circunstancias de su vida. Nos vimos en silencio, como una negación de ese comportamiento que le duró desde la pubertad hasta perder la virginidad.
Los besos no me alcanzaban para reparar tanto sufrimiento, pero sí para acercarme a sus pies donde encontré tatuado un atrapasueños que formalizaba su actuar en esta vida, si se puede soñar… se puede realizar.
Sus ojos se iluminaron y, con una sonrisa pícara, escudriñó en su pasado algunos recuerdos de su niñez…
—Ahora me causa gracia, en su momento fue dolor, ansiedad, anhelo de aventura y un reto a la autoridad de la abuela, de hecho, un acto de rebeldía, debido a la forma en que me trataba. Deseaba libertad y tal vez… un poco de cariño de su parte por la ausencia materna, —me lo contó como infidencia.
Mi rutina era de la casa a la escuela y de la escuela a la casa, el domingo a la iglesia; no tenía más que una amiga que aún conservo. Ella siempre ha estado en los instantes de felicidad y en las pesadillas de mi vida, —mientras me relataba su rutina sus labios se tensaban.
Con Luisa nos conocimos en los primeros años de la primaria, era extranjera. Todos los días nos escribíamos una carta y las intercambiábamos antes de ingresar a la escuela. Ella se iba a trasladar por asuntos familiares a su país de origen y yo me agregué al viaje. ¡Nos escapamos!, pero lo más lejos que llegamos fue a la terminal de buses. La autoridad nos capturó y nos entregaron a nuestros respectivos familiares, —¡una mueca desfiguró su semblante!
Mi abuela, sin miramiento, me recibió enfurecida y prácticamente me lapidó. Quedé como el Cristo de la iglesia de la Merced que se encuentra atado a una columna con toda la espalda ensangrentada, pasé varios días con fiebre y en cama, debido a la brutalidad de la tunda recibida. Fue terrible a mi edad, aún lo recuerdo con dolor; como la agonía de mi madre — de sus ojos se escaparon unas lágrimas indiscretas.
El destino me llevó cual náufrago a la playa de su vida, sin más oportunidad que la incertidumbre para sostener la ilusión de su relato vivencial.
Su cuerpo desnudo se tornó en un dorado exquisito gracias a la luz del crepúsculo, mientras acariciaba sus cicatrices sin poder decirle que mi progenitor era el jefe apurado en la venganza.