Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Byron Ponce Segura

Volvamos a la búsqueda de residencia y su contexto. Yo tenía un mes para buscar y decidirme. Había requisitos que cumplir (temas de ubicación, seguridad, espacio y otros). Las casas eran viejas, pero bien construidas. A diferencia de otros países africanos donde debí buscar residencia, la sección de casa principal y el espacio para habitación de los empleados no era contrastante.

En otros países había visto que la parte familiar es bonita, espaciosa, placentera. Pero las casas antiguas eran de inmigrantes o de personas de clase acomodada, acostumbradas a tener varios empleados (cocinera, de limpieza, jardinero, niñera etc.). La parte destinada a la servidumbre es normalmente deprimente. Sin mantenimiento alguno, sucio, apretado, con letrina o con inodoro centenario… Uno no puede comprender cómo se puede vivir tranquilo así. Unos en preciosa comodidad y otros, de quienes dependemos hasta para lo que vamos a comer, hacinados en pésimas condiciones. Y los dueños de las viviendas no ofrecen la reconstrucción o remozamiento de la parte miserable de la propiedad. Y no es que se necesitara, no es que uno vaya a tener un batallón de empleados, pero si van a dormir ahí tendrá que ser en dignas condiciones.

Las casas que vi en Eritrea eran diferentes. No sé si decir que el colonialismo italiano fue un poco más gentil que el colonialismo inglés (las otras casas que conocí estaban en países de colonialismo inglés y portugués). El espacio para los empleados era aceptable, y esas normas de construcción del pasado llegaron a jugar un papel muy importante en el presente.

La economía de guerra de Eritrea, ya se dijo, apretaba a todos. Definitivamente no había bienestar económico general y el gobierno debía imponer impuestos para financiar los gastos. Ante la falta de ingresos familiares (a pesar de que la emigración y las remesas familiares jugaban un papel muy importante, se reconociera oficialmente o no), algunas familias se vieron forzadas a mudarse a la parte de servidumbre para alquilar la casa principal. Era difícil conseguir una casa totalmente desocupada.

Así las cosas y viendo que había manera de tener una vivienda modesta pero bonita y de paso ayudar a una viuda con dos hijos, tomé una casa parcialmente habitada. No dejaba de sentirse pena por los propietarios. Al final, siendo la gente como es por allá, terminé llevándome muy bien con la familia propietaria y creo que fuimos de apoyo mutuo en momentos importantes. Siempre que había fiestas familiares o religiosas no faltaba mi porción de comida tradicional y ceremonial entregada en la puerta de la casa. Era su manera de mostrarme afecto sincero y mi oportunidad de integrarme. Durante mi estancia, nunca entraron a la casa principal ni yo entré a la secundaria. Hubo un poco de llanto en ojos orgullosos y chapines el día que dejé la casa para tomar nuevos rumbos.

Cuando tomé la casa hubo necesidad de hacer algunos gastos. Había que terminar de amueblarla, entre otras cosas. Me la dieron con sala, cocina y comedor amueblados (otra ventaja), así que no era tema crítico. Pero había que gastar y la situación internacional del país no permitía el uso de tarjeta de crédito, cheques de viajero y otras formas de dinero que no fuera efectivo.

Así que ahí voy, sin mínima sospecha de lo que viviría, a cambiar dinero al banco. Estaba como a dos kilómetros de la casa, así que decidí aprovechar el bonito día e ir caminando. No sé decir por qué llevaba una mochila a la espalda.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Como ya tenía una cuenta (todo el dinero que ingresaba al país debía pasar por el banco), tomé mis documentos de identificación y los de la cuenta y me presenté al banco. Un guardia de seguridad hizo lo que hacen todos antes de dejarme entrar. Además, me señaló una ventanilla cuando le dije que llegaba a retirar efectivo.

El banco estaba lleno de gente. No parecía un banco sino un mercado. La gente estaba amontonada frente a las ventanillas y yo pensaba en lo bien que caería que se formaran ordenadamente. Observé a quienes habían llegado antes que yo a la ventanilla, pues no quería que se me colara alguien. Entonces, para mi sorpresa, descubrí que el desorden era solo aparente. La persona de la ventanilla preguntaba ¿Quién sigue? Y una veintena de manos apuntaban a alguien. No, nadie me quitaría el turno y yo debía dejar de ser tan guatemalteco en tierra extraña.

Cuando veinte dedos me señalaron, recreé a Moisés partiendo el mar para que pasara el pueblo elegido. Llegué a ventanilla y entregué mis documentos. La persona los tomó y desapareció hacia el interior del banco. Luego de la primera lección del día, no protesté ni pregunté que a dónde se llevan mis documentos.

Al rato me llamaron de otra ventanilla. En esa ya podía ver un poco más lo que sucedía y comprendí que la ventanilla anterior era una modalidad de oficina de recepción y que todos los clientes pasaban por ahí para luego ser asignados a otras ventanillas.

La señora que me atendió me hizo algunas preguntas y volvió a desaparecer. ¡Santas contabilidades bancarias, Batman! No había una sola computadora en todo el banco. Busqué y busqué. Nada. ¿Qué pasaría?

Reapareció la señora y me hizo una seña para que pasara a otra ventanilla. Por el lado de adentro ella también se movió y entregó el libro más grande que he visto en mi vida. Al abrirlo sobre una mesa de trabajo comencé a comprender (así era mi vida en aquel lugar y, en general, en todas partes a donde viajé). La contabilidad era manual, pero rigurosa y se llevaba en libros físicos del tamaño de… los diarios o periódicos impresos de antes, los que venían doblados y al abrirlos ya no se veía a la persona que estaba detrás. Y lo mejor estaba por llegar.

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Me enviaron a una nueva molotera, la más grande de todas. Pero ya me sabía la obra. Solo me aseguré de ser escuchado al llegar: ¡Selami!

En el grupo había una adolescente que andaba con sus padres. Era muy hermosa. Yo pensé en que nadie sabe las penas que podemos andar llevando en el corazón, solo ven la cáscara externa.

Un rasgo muy hiriente de la cultura en buena parte de África y particularmente en África del Este es la ablación o mutilación genital femenina. Eso significa que las niñas púberes son tomadas por mujeres de la comunidad (tipo comadronas) que se encargan de extirpar, sin anestesia ni medidas sanitarias, el clítoris y los labios menores de la vagina. Se estima que en el mundo hay 200 millones de mujeres mutiladas sexualmente. Algunas mueren durante o a consecuencia de la salvajada. Las razones son de lo más machista y como elemento cultural traspasa a la misma religión. Prácticamente no importa la creencia espiritual, la mutilación se realiza aun entre inmigrantes en los países más desarrollados. Las niñas se someten noblemente porque piensan que es parte de su destino. Sus madres y sus padres piensan que eso las protege de la inmoralidad, pues una mujer incapaz de sentir placer sexual no andará preocupada por los placeres pecaminosos y será una buena madre y esposa. Unicef y otras agencias de las Naciones Unidas (sí, el demonio globalista) llevan años de ardua lucha para erradicar primero oficialmente y después culturalmente esta práctica cruel. No me complace extenderme en los detalles y cualquiera puede investigar en internet. ¡Ah! Y aquí regresamos con Waris Dirie. Ella es una niña somalí que fue sometida a esta práctica y, según la tradición, abandonada a la sombra de un árbol del campo (la sala de cirugía) para recuperarse sola y regresar (quizá, o con la ayuda de Dios) a su hogar. De niña abandonada debajo de un árbol, que despertó por la mañana cuando sintió en su cara el aliento de un león, a chica Bond en una de las películas de la serie. ¡Vaya historia para leer! Se encuentra en los libros Dessert Flower (1998) y Desert Down (2002).

Y en esos pensamientos andaba, a propósito de la niña de 14 años que vi en el banco, cuando decidí que era mejor concentrarme en el tema financiero. Pobre niña, casi seguramente ya había vivido o estaba por pasar por el terrible trauma y yo no podía hacer nada por ella de manera directa.

Del otro lado de la ventanilla estaba un carrito lleno de dinero. Llegado el turno de cada uno, el señor de la ventanilla tomaba dinero del carrito y comenzaba a contarlo sobre su escritorio. Lo sorprendente es que ¡todo el mundo contaba! Bueno, en silencio, pero bastaba ver las caras para saber que todos querían saber cuánto se llevaría el ganador.

Ahí me preocupé. Yo había pedido retirar 5 000.00 dólares en moneda local, quería cubrir gastos de instalación y equipamiento. Eso era cerca de 90 000.00 nakfas. Mucho dinero para andarlo llevando en… ¡la mochila fortuita!

Cuando llegó mi turno, el grupo se llenó de interés. Era como si nunca hubieran visto a alguien retirar tanto dinero junto. Me miraban a la cara y yo solo veía rostros con signo de exclamación. Ellos, supongo, veían rostro de acertijo.

Aquello no evitó que contáramos el dinero entre todos. Billetes de baja denominación contados dos veces, por protocolo bancario.

Listo, metí el dinero en la mochila y estoy seguro de que más de alguno quería genuinamente ayudarme a colocarlo para terminar más rápido. Me despedí del grupo: Yekanyeley (gracias) y Selamat (adiós). A todo esto, ya había metido la pata dos veces. Primero, ¿gracias de qué? Ridículo. Solo en Guatemala se dice gracias por todo. Luego, el sufijo usado para dar gracias está en singular, y yo me dirigía al grupo. El segundo error lo comprendería más adelante, cuando me interesé por el idioma, pero aquel día apenas estaba comenzando a usar las palabras de emergencia, las que debemos aprender en cualquier lugar el que vayamos.

Ahora quedaba llegar a casa. No había contado que la señora, al saber que estaba viviendo en un hotel, me dijo que podía pasarme de inmediato y que los papeles y los pagos se arreglarían cuando me fuera posible. Una sociedad donde el valor de un contrato está en la palabra empeñada. Tal como hacían sus tratos mis abuelos, tal como era cuando yo nací.

Ya tenía el dinero, solo faltaba llevarlo a casa, luego de que veinte personas lo habían contado junto conmigo en la ventanilla bancaria y sabían que lo llevaba en una mochila. Genial.

Admito que me fui con miedo y como si estuviera de nuevo en Guatemala a inicios de los ochenta, cuando bastaba ser estudiante de la Universidad de San Carlos para convertirse en sospechoso y en guerrillero activo o pasivo (daba lo mismo). Muchos de mi generación andábamos por la calle con mucha precaución, viendo si alguien nos seguía (no era necesario ser culpable de algo), cambiándonos de acera, alterando el rumbo sorpresivamente y mostrando un perfil bajo. Y así me fui para la casa. Disimulando que era un loco paranoico por estrictas razones de necesidad e instinto de sobrevivencia.

Desde que moví mis maletas del hotel a la casa me di cuenta de que quizá había cometido un error al escoger, pues la casa no tenía pila. Eso nos lleva de regreso a las escasas lluvias y a decir que el agua es un verdadero tesoro, muy cuidado y protegido por los eritreos.

Hay que saber que le llaman río al lecho seco por donde baja el torrente de agua después de las lluvias. No hay ninguna corriente superficial de agua, ni nacimientos, ni lagos. En las tierras bajas los torrentes súbitos arrastran vehículos, personas y animales que por descuido estuvieran en su camino. Los torrentes no se ven venir, pero sí se escuchan si uno está atento. Solo en ese momento aquello se parecerá a lo que nosotros llamamos río. De lo contrario, solo se ven quebradas secas.

En el hogar, las cosas funcionan más o menos así para los eritreos: usted abre el chorro (si es de la minoría privilegiada) y llena una cubeta de cinco galones. Separa unos tres o cuatro litros para la limpieza personal (usted no se baña sino se lava, lo que significa que no irá agua al desagüe). A la mitad de lo que quedó le añade jabón y sumerge la ropa sucia. Luego de un par de horas, toma el agua jabonosa y la usa para lavar los trastos. Luego toma esa agua sucia y la vierte en el tanque del inodoro. Con lo que quedaba de agua limpia va a desaguar la ropa lavada y los trastos enjabonados. Ahora tiene más agua jabonosa para el tanque del inodoro. Nadie lo obliga a actuar de esa manera, lo hace por conciencia, por cultura de conservación de un recurso escaso.

Si los eritreos conocieran la pila guatemalteca (para no decir la antigüeña), les parecería un escandaloso aparato para desperdiciar agua. Una obra que si no es del demonio no se puede explicar de quién.

Mientras tanto, en Guatemala estamos ferozmente convencidos de que gastar el agua que se nos dé la gana es nuestro derecho y que para eso la pagamos. Nos parece terrible cerrar la llave de la regadera, lavamanos o pila mientras no estamos usando el agua.  Lavamos el auto, la banqueta, regamos la calle y nos parece lindo ver el pequeño río de agua que se forma.

Conforme iba conociendo a las personas de mi entorno iba aprendiendo más palabras nuevas y más asombros culturales.

En una de tantas, nos invitaron a una boda. Fue una experiencia muy bonita porque los extranjeros tienen poco acceso a estas cosas. La ceremonia es toda una obra de teatro.

Comienza más o menos cuando el pretendiente se acerca en comitiva al padre de la novia. Este también se hace acompañar por sus «guerreros» o familiares. Alguien de la comitiva del novio (el padre no queda mal) habrá de presentarlo. Entonces se harán preguntas sobre las obvias verdaderas intenciones y sobre el carácter y la honorabilidad del pretendiente y de su familia. Habrá explicaciones y preguntas, hasta llegar a un punto crítico: la dote. Qué ofrece el novio a cambio del consentimiento matrimonial. Puede haber negociación, se rechaza una oferta y el clan del novio delibera. Finalmente hay acuerdo y se entregan simbólicas monedas. Todo listo. ¡Que empiece la boda!

En la celebración podrá haber música (de la poca que no está contaminada por los cantos guerrilleros y los corridos de hazañas de guerra) y sin duda habrá comida. La boda que atendí se realizó debajo de una carpa o campamento nómada montado para el efecto. Nos sentaron en grupos alrededor de mesas redondas donde pusieron al centro una gigantesca njera con diversidad de comida encima. Igual que en el restaurante, una moza llegó con el pichel de agua, toalla y jabón para que nos laváramos la mano con la que íbamos a comer. A este punto ya había aprendido que había hecho el bobo en el Blue Nile al lavarme ambas manos.

La historia de aquella pareja es larga y triste y solo compartiré lo sustancial: durante su servicio militar obligatorio el novio contrajo SIDA y contagió a la novia. Unos cinco años después ambos habían fallecido. Primero él, y luego de un año murió ella.

Otra experiencia inolvidable fue el día que me invitaron a visitar a una familia. Las mujeres que me recibieron se habían puesto su traje tradicional tigriña. Me recibieron como a un embajador. Yo no sabía cómo agradecer aquel honor. El punto central de la reunión era la ceremonia del café. Aprendí que no es solo una bebida, como en los bares de café del centro, o como en el restaurante. Tienen unas estufas pequeñas a carbón. Sobre la llama colocan una sartén, con granos de café para tostar. En el proceso, la habitación se inunda con el aroma del grano. Llega el punto en el que el sartén emana humo aromático. Todos están sentados alrededor de la estufita, y la mujer que preside la ceremonia pone frente a cada persona la sartén humeante. Eso se aspira y nos lleva cerca del paraíso. Con las manos uno puede acercarse el aire aromatizado.

Cuando todas las personas alrededor de la estufa han disfrutado del aroma, se separa la sartén del fuego y se pone la cafetera en este. Un poco después, cuando esté finalizado el café, se colocará maíz en la sartén para cocinar poporopos o palomitas de maíz. Estas harán las veces de pan dulce para acompañar el café.

La cafetera es de barro. Es como una pelota con pescuezo y en el extremo tiene el pico para servir sin derramar. Cuando hierve el agua se dejan caer los granos de café. La cafetera se tapa con una bola de pelos de camello, para que los granos no escapen al momento de servir el café. Se han de servir tres o cuatro rondas, manteniendo entre tanto la cafetera en el fuego. El sabor de cada ronda es diferente. Las dos primeras son las mejores, al menos para mi paladar. Las tazas son pequeñas para poder servir cuatro rondas. En las últimas vueltas se tendrá leche caliente para suplir la pérdida de fuerza del café. Entre tanto, se conversa, se ríe y se aprovecha cada momento. Solo estuve una vez en una ceremonia (aparte de una recreación completa en un restaurante etíope) y por eso ignoro si hay variantes de lo que aquí he contado. No sé qué fue de aquellas generosas personas. Pienso que se las tragó el monstruo de la emigración forzada huyendo de la pobreza o del servicio militar forzoso y por tiempo indefinido.

Varias veces bajé de las montañas al mar. El camino es sinuoso y se van unas dos a tres horas para recorrer 113 kilómetros. El destino tradicional es el puerto de Massawa, un sitio donde verdaderamente hace calor. Los negocios y oficinas abren desde muy temprano, pero cierran a las diez de la mañana porque el calor se vuelve muy castigador. Regresan como a las cinco de la tarde para completar la jornada laboral oficial. Por las noches jóvenes hay mucha actividad. Durante la mañana llegan muchas personas a bañarse en la playa. Por si fuera poco, cerca de Massawa se encuentra la depresión Afar, un fenómeno geológico por movimiento de placas tectónicas de África y de la península Arábiga. Esta depresión se manifiesta en varias partes de tres países (Etiopía, Eritrea y Yibuti). Su altitud media es de 155 metros debajo del nivel del mar. La temperatura de la región oscila entre 35 grados centígrados (época más fría) hasta 60 grados (época más seca).

Recuerdo haberme encontrado con la brigada de médicos cubanos que había sido enviada a Eritrea. Nuestras casas distaban unas pocas cuadras y solía verlos caminando por la calle. Eran bastante apartados del mundo, pero en su casa todo era Caribe. Un día que me invitaron a una celebración escuché a uno de ellos contar las dificultades que pasaban los que habían sido enviados a las orillas del mar Rojo y cerca de la depresión Afar. «Es un calor del infierno, chico. No te aguantas y no se te quita con nada. Yo me levanto y cuando el sol comienza a apretar, me meto al mar. Ahí me estoy, salgo solo si tengo paciente que ver. Y no me importa si me dicen el Yacaré, porque estoy siempre con solo los dos ojos por encima del agua». La gente les tenía mucho aprecio por su don de servicio y por sus conocimientos, aunque les costaba mucho la comunicación con los pacientes por el tema del idioma. No se trataba de una traducción español-tigriña, sino que había muchos otros idiomas (once, contando los locales más el amariña –amharic en inglés- y el italiano). Hablaremos un poco de la importancia del amariña, pero regresemos un momento a Massawa.

Las estadías en esa ciudad portuaria no podían terminar sin cenar pescado. Se trata de un negocio que funciona por las noches. Las mesas de los comensales están al aire libre (a la brisa marina, puede decirse). Es un poco incómodo porque el sitio está lleno de gatos descarados, así que se come pescado sin quitarle el ojo a los mishitos que quieren quitarle a uno su cena. Hay de todo, desde los más miedosos a los más atrevidos.

El pescado es delicioso por su forma de preparación. Se tiene un horno de leña enterrado quizá a 1.70 metros. Mientras la hoguera arde en el centro, con largas palas se bajan los pescados abiertos en dos y se colocan en una superficie de barro alrededor del fuego. En pocos minutos se extraen muy calientes y con el grado perfecto de cocimiento. Se acompaña con pan pita y es posible beber cerveza Asmara. Esta proviene de la cervecería montada por los italianos en 1938 y supuestamente es la misma vieja receta de la cerveza Melotti. La fábrica fue nacionalizada luego del derrocamiento del emperador de Etiopía (en tiempos de la Federación Etiopía – Eritrea).

Algo no muy agradable de la ruta hasta Massawa era la presencia de bolsas de plástico por todas partes. Existiendo escasa cubierta vegetal, era notable. Se hablaba no solo de lo feo que se veía sino también de que los pequeños rumiantes (cabras y ovejas) podían consumirlo.

El gobierno no tuvo contemplaciones y decretó la prohibición de las bolsas plásticas. No se podían importar, producir ni utilizar. La pena económica era fuerte. Los ciudadanos estaban obligados a denunciar a quienes estuvieran utilizándolas. El cambio en el paisaje fue gradual, pero sostenido. Mi mente también regresó a la época de la niñez, cuando dominaban las bolsas de papel. Recuerdo claramente cómo estas se pegaban con engrudo, pegamento a base de almidón de yuca. En momentos de poca clientela, se untaba el papel para convertirlo en bolsas. Esto mismo sucedió en Eritrea, y también aparecieron las bolsas de papel ya preparadas y vendidas al por mayor.

Volviendo a la brigada médica cubana, recuerdo un caso en el que colaboraron conmigo. Una compañera de trabajo me contó de una niña de la cultura amariña que se encontraba muy mal. Quería ver si los médicos podían verla. La llevó a casa y yo quedé sumamente impresionado. La niña tenía casi 15 años. Cuando la conocí me pareció la criatura más triste del mundo. Estaba totalmente apagada, su mirada carecía de brillo, pensaba que se iba a morir en cualquier momento y las personas no se acercaban a ella. Ni siquiera su familia la apoyaba porque no sabían qué hacer con ella. La realidad es que no tenía ninguna enfermedad de gravedad: tenía vitiligo. Nadie sabía qué hacer y como las manchas se extendían, todos pensaban que eso significaba la proximidad de la muerte.

Los médicos la atendieron de muy buena gana. No solo eso: de su propio (y escaso) dinero hicieron llegar rápidamente la medicina que la ayudaría a curarse (los cubanos preparan la medicina a partir de placentas humanas y tienen una demanda enorme). También le explicaron con detenimiento y paciencia que su enfermedad no era mortal y que era hasta curable. La compañera de trabajo hizo la traducción de amariña a inglés y yo la pasaba a los cubanos en español. Todo funcionó y la niña se iluminó como arbolito de navidad.  No tiene precio el haber visto el cambio en su rostro. La niña nació por segunda vez y me contaron que regresó eufórica a su casa. Es hora de explicar qué es eso de amariña.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Los amariñas (Amharas) son la segunda tribu principal de Etiopía (con 27% de la población, mientras que los oromos son el 34 %) y el amárico es el idioma oficial de gobierno. Cuando inició la guerra de 1998, el gobierno de Etiopía quiso dar un golpe maestro y en una rápida operación las fuerzas de seguridad llegaron, en la capital Adís Abeba, a los hogares de personas nacidas en Eritrea o con padres eritreos. Si al momento de llegar la persona estaba en calzoncillos, así fue como la subieron a un camión y la fueron a dejar a la frontera. Todas las propiedades, cuentas bancarias y demás fueron confiscadas por el gobierno. Ricos y pobres fueron iguales por primera vez porque salieron del país nada más con lo que tenían puesto durante la captura. Había acusaciones de espionaje, de traición y otras cosas para justificar aquella operación. Las personas sufrieron mucho, porque una buena cantidad de ellas ni siquiera hablaba tigriña. Fueron ubicándose con parientes lejanos en Asmara y otras partes del país y tuvieron que comenzar sus vidas de nuevo. Por otra parte, llevaron un poco de experiencia y capacidades para apoyar el desarrollo de Eritrea. Por el otro lado, enfrentaron discriminación y la población afirmaba que con la llegada de los amariñas se había conocido la delincuencia. Es decir, las mismas cosas que se dicen de los inmigrantes en cualquier parte del mundo. Poco a poco se fueron asentando porque no podían regresar a Etiopía y aun si lo conseguían no tenían una piedra donde asentar la cabeza para dormir. Quizá lo único que compartían con los eritreos, aparte de algunos ancestros, eran dos cosas. La primera es la religión. Aunque Eritrea tiene bastante población musulmana, la mayoría sigue al papa de la iglesia ortodoxa copta del patriarcado de Alejandría. La segunda es el alfabeto, llamado ge’ez. Esta es una forma de escritura muy antigua. Se compone de 237 caracteres y se escribe de derecha a izquierda. Pertenece al grupo de alfabetos semíticos.

Algo más que une a ciertas tribus de Etiopía con otras de Eritrea es que son cusitas (o cushitas, o kushitas). Estos son descendientes de Cus, hijo mayor de Cam, el benjamín de Noé. Cusita es también un grupo lingüístico. Contemporáneo al imperio egipcio fue el reino de Kush, cuyo territorio se asentaba a partir de las márgenes africanas del Mar Rojo hasta la actual Somalia. Según la biblia, Moisés se casó con una mujer cusita (Séfora) de enorme belleza. De hecho, hay muchos cusitas enlistados en el ejército de Israel, donde se les tienen consideraciones.

No fue fácil despedirme de aquel país ni de las fantásticas personas que conocí. Si la vida podía ser complicada para quienes teníamos recursos para vivir, las cosas eran muy difíciles para la mayoría de las personas. Recuerdo, por ejemplo, las dificultades para cocinar a gas o para conseguir llenar la alacena.

Por causa la economía de guerra y la escasez de divisas el país debía rotar las prioridades de importación. Por ello los productos tendían a desaparecer temporalmente.

Si se terminaba el gas propano, había que llevar la botella o tanque al distribuidor. Solamente había dos en la ciudad. Recibían el cilindro y asignaban cita para recogerlo. Eso podía demorar dos semanas o hasta que hubiere reabastecimiento. En mi caso, conseguí un segundo cilindro, pero eso era algo no permitido a la mayoría. Podía esperar a que rellenaran uno de los cilindros mientras usaba el de repuesto. En algún momento tocó comer en restaurante por algunos días, porque no había abastecimiento. Cuando había azúcar, había que comprar suficiente porque no se sabía cuándo llegaría de nuevo. Y era lo mismo con el aceite, las galletas, el arroz, algunas legumbres y verduras… Siempre faltaría algo, siempre había que abastecerse bien para no quedar desabastecido. No había producción interna de pollo, así que solo se encontraban unos que provenían de Francia. Eran pequeñísimos, aunque muy sanos porque no les aplicaban hormonas de crecimiento ni otros productos químicos que solamente se consiguen acelerar artificialmente la maduración y el aumento de masa (y de grasa) del pollo. Así que, cuando los había, era de aprovechar cada pieza al máximo. Eso sí, era muy sabroso. La carne no era blanca sino con un color… digamos… carne.

A pesar de lo anterior, no considero que mi estancia haya sido penosa en alguna forma. La experiencia cultural y humana fue enriquecedora. Me aficioné a la comida eritrea y la extraño como propia. Lamentablemente no está muy difundida así que encontrarla es una fiesta.

Veremos si la vida me permite algún día regresar y encontrarme mis amistades viviendo en un país floreciente, sanado de sus heridas.

 

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