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Claudia María Chinchilla Vettorazi

   Claudia María Chinchilla Vettorazi nació en la ciudad de Guatemala el 18 de mayo de 1962.

Graduada en Pedagogía y Ciencias de la Educación con especialización en Lengua y Literatura. Ha impartido cátedra en las áreas de Comunicación y Lenguaje, Introducción a la Filosofía, Literatura Universal, Literatura Hispanoamericana, Comunicación y Literatura. En la Escuela Nacional de Arte Dramático “Carlos Figueroa Juárez” ha impartido las cátedras de Escenología y Drama Clásico, Escenología y Drama Moderno y Contemporáneo, Escenología y Drama Tradicional y Popular, Arte, cultura y estética (Filosofía).

Publicaciones: POESIA, Líquida y elemental, Editorial Magna Terra, 2005. NARRATIVA BREVE: Realidades Obligadas, Editorial Mandrágora, 2015.

 

No hay poesía

Para la mujer que se levanta
del cieno a diario
y con la cabeza agachada
sigue trabajando como doméstica
por un salario miserable

no hay poesía
para la niña que fue vendida
por su padre
a los doce años
a un ganadero en la Costa Sur
por menos de treinta monedas

no hay poesía
para la jovencita
que vino de su aldea
buscando mejores oportunidades
y ahora camina sin esperanza
por la once avenida
a las diez de la noche
con una minifalda apretada
ofreciendo servicios sexuales

no hay poesía para la pequeña que
nunca irá a la escuela
ni para su madre y su abuela
que tampoco fueron

no hay poesía
para la mujer violada
por su propio marido
ni para aquella que es maltratada
golpeada
humillada
menospreciada

no hay poesía
para la joven madre
que se ha llenado de hijos
porque su marido es muy macho
y porque un inmenso
dios-hombre
dice que es pecado
usar anticonceptivos

no hay poesía

para la muchacha
que se levanta de madrugada
para tortear
y se acuesta por las noches
sobre un costal de maíz
en la esquina de un cuartucho
de lunes a domingo

No hay poesía
para las mujeres-objeto
para las mujeres-llanto
para las mujeres-servidumbre
para las mujeres-invisibles

para ellas
ningún verso
tendría sentido

Normal

Extiendo mi mano

esperando encontrar
una mirada compasiva
en tus ojos.

Subes el vidrio
y volteas el rostro.

No me ves.

Soy el adolescente de la esquina,
aquel que se pinta el rostro
con spray plateado
para hacer malabares
con un trío de naranjas;
el que te limpia los vidrios
del auto;
el escupe-fuego;
el que te ofrece dulces.

No me ves.

No me ves,
pero crees que soy un delincuente,
un vago, un haragán.

Crees que soy un drogadicto,
y que aspiro pegamento
por vicio.

No tengo un hogar
a dónde ir,
ni cama donde dormir,
ni pan para llevarme a la boca.

Tú no me ves,
pero opinas que no tengo esperanza,
y es cierto,
no la tengo

Lucidez

Aborrezco la lucidez.
En su nombre
perdemos todo lo bello,
todo lo verdadero,
todo lo auténtico.

Nos convertimos en máquinas argumentativas
y el placer de la espontaneidad
queda sujeto a la conveniencia.

Aborrezco la lucidez.
En su nombre
perdí las ganas
de cantar a viva voz,
el deseo de correr bajo la lluvia
y la necesidad de buscar a mis amantes
a deshoras…

La lucidez me impide
la transgresión,
el beso que se planta
sin razón
o el grito del orgasmo trasnochado.

La lucidez
es la cárcel del espíritu,
el fuego consumidor
del ser genuino;
es tiniebla y no luz…

Divago, por supuesto,
porque es viernes.
Sin duda, el lunes,
abdicaré de estas letras.

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I (fragmento)

la vida
a veces
nos toma por asalto
desnudos
a media calle
inmisericorde
abrupta
y violenta
nos golpea
martiriza
viola
pisotea
y humilla

es ahí
donde nos percatamos
del desamparo
que conlleva
el azar
al que ningún dios
puede oponerse

II

Te escucho dormir
con la placidez del olvido
en medio de esa muerte pequeñita
que es el sueño.

Despiertas sobresaltado
¡ese maldito dolor!
y te percatas
que la impotencia sigue ahí
y la inmovilidad
y las lesiones
y la visión borrosa
y ese dolor inclaudicable
en tus piernas
y el temblor
y el desordenado palpitar del corazón
y la desesperanza
y el miedo.

A lo lejos
llora un niño.

En el cuarto vecino al tuyo
lloro yo.

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III

Hoy amanezco
sin tu dolor a cuestas,
sin tu agitada respiración
en el cuarto contiguo.

Mis oídos,
acostumbrados a despertar
con el chirrido de la puerta
donde te parabas
para pedir otro analgésico,
replican en la memoria
tus pasos arrastrados
sobre el suelo.

De saber
que ibas a irte tan pronto
te habría dado más…
sin pelear por tus riñones,
sin negociar que desayunaras
antes de las dieciséis píldoras diarias.

Habría dejado
a tu libre albedrío
las cajas de medicamentos
y hubiese tomado más
tiempo
para acariciar tu rostro
y besarte,
en lugar de caminar por horas
aquellos oscuros pasillos
suplicando que un médico,
que no te conoció nunca,
considerara tu condición
antes de recetar, otra vez,
«lo mismo de siempre».

Esta mañana despierto
sin tu dolor a cuestas
y a cambio tengo
un cántaro quebrado
en el vientre
que ocupaste
hace solo treinta y seis años.

Selección de textos Roberto Cifuentes Escobar

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