José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador UNAH
Profesor Visitante Universidad de Panamá
Arranco estas líneas ofreciendo el escenario original que las motiva: en el contexto de un seminario virtual de formación ética para docentes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), hubo una serie de exposiciones donde equipos interdisciplinares de colegas expusieron los conceptos clave de un artículo referido a los modos culturales de Occidente.[1] De este modo, y con diversas voces y acentos académicos, algunos grupos explicaron la sociedad rural y la cultura “clásica”, mientras que otros hablaron sobre la sociedad moderna y su perfil cultural, y para terminar, los últimos expositores trataron el tema de la postmodernidad y la cultura “light”. Así, docentes de distintas regiones del país ilustraron dichos argumentos desde sus propias resonancias e inquietudes culturales.
En una de las exposiciones, cuando se trataban los valores de la sociedad y cultura rural, una colega se preguntaba cuáles serían las razones por las que el mundo rural, con toda su profunda riqueza y sabiduría ancestral, era tan poco valorado en la actualidad, y tendía más bien a ser relegado e incluso menospreciado abiertamente. Pensando en cómo responder a esta inquietud se me ocurrió retomar algunas ideas del mencionado texto y señalar algunos de los retos o desafíos que vivimos como humanidad en el actual borde cultural. Posteriormente, y escuchando las conferencias de otro pensador contemporáneo, el cubano alemán Raúl Fornet-Betancourt, descubrí que podía hilar los argumentos de ambas fuentes y considerar críticamente la configuración cultural contemporánea.
De este modo, pretendo aquí proponer una breve “semiología clínica”[2] cultural. Aclaro que en el servicio de salud esta noción alude al estudio del conjunto de signos y síntomas que ayudan al médico a determinar un diagnóstico acertado. Así, un examen semiológico de carácter clínico para la cultura actual se entiende aquí como auscultar al mundo contemporáneo para percibir algún tipo de patología que moviéndose por la vena cultural nos afecta como conjunto social y que tiene diversos tipos de manifestación, una de las cuales puede ser las diversas formas de desprecio o desvalorización de lo que no “aplique” para el canon cultural predominante.
Inicio entonces con el artículo del Dr. Francisco Beens. Este es introducido por una especie de balance que pondera los aspectos positivos y negativos de la vida cultural humana al cierre del siglo XX. Luego, ingresa a cada compartimiento cultural (rural, moderno y postmoderno), caracterizándolo por sus elementos clave, y después, evalúa sus efectos en tres áreas fundamentales: la familia, la educación y la religión. Para terminar, define los desafíos que se abren en el siglo XXI, especialmente para la labor educativa. De todo este bloque de contenidos, me interesa destacar el rompimiento establecido entre la sociedad rural y la moderna, para resaltar los posibles motivos que diluyen las conexiones culturales entre ambos modos de ser y estar en la realidad.[3]
Así, estableciendo una especie de sistematización temporal y espacial que destaque lo esencial de los signos y síntomas que se dan en el paso de lo rural a lo moderno, es posible decir que en cuanto al tiempo ha habido una forma de aceleración que puede nombrarse como “prisa contemporánea”, en la cual el ser humano busca logros o resultados del modo más inmediato posible, ello en contraste con el modo rural donde había un acoplamiento obligado al ritmo de la naturaleza (sucesión del día y la noche, buenos o malos resultados de cada cosecha, ciclos de las mareas para la pesca, etc.). La modernidad ofrece un tiempo elástico que modifica el ritmo humano en todos los órdenes, tales como turnos rotativos a nivel de empleo, producción agrícola o industrial acelerada gracias a aplicaciones tecnológicas, oferta de titulaciones académicas en tiempo récord, etc. De este modo, ha habido una liberación del tiempo natural, pero una forma de esclavización al ritmo del progreso moderno.
Y en cuanto a la dimensión espacial, sobre todo desde el enfoque social, el ser humano de la cultura rural seguía la tradición, y se atenía a ella tanto para su identidad familiar, laboral y comunitaria, teniendo escasa variabilidad. En cambio, la modernidad posibilita una radical transgresión de todos estos órdenes y da una multiformidad de ofertas identitarias y de ubicación social a través de la adquisición de bienes y servicios (merced al capital agenciado) que conforman diversidad de estilos de vida para quienes logran enganchar con dicha posibilidad. Ello genera, al igual que en el caso temporal previo, formas de sumisión que obedecen al afán de productividad y acumulación de riqueza monetaria.
Resumiendo, tanto a nivel del manejo de su tiempo como de su ubicación social, el ser humano migra de la heteronomía de la naturaleza y de la tradición (cultura rural) a situaciones impuestas por el ritmo acelerado y la necesidad creada de incrementar los bienes ofertados por la cultura moderna a fin de satisfacer los anhelos que la misma modernidad inculca. De este modo, en su versión más trágica, el ideal de autonomía de la modernidad en realidad esconde un empobrecimiento de lo humano en la calidad de su tiempo y espacio vital.
En este punto, y realizando una leve digresión por la historia de las ideas, es útil recordar a Descartes, conocido como “padre de la Modernidad”, ya que como nos lo indica Goñi Zubieta en su Historia de la Filosofía, este autor francés realizó una revolución en la forma de concebir el conocimiento, pues propuso algo muy diferente al postulado fundamental de la teoría gnoseológica clásica, que entendía la acción de conocer como la construcción de ideas a partir del proceso de abstracción que toma de la realidad los contenidos esenciales para la elaboración de conceptos. Para Descartes, de acuerdo con el principio de conciencia o de inmanencia (el conocimiento no es de la realidad, sino de ideas), las ideas o conceptos no tienen carácter intencional, carecen de referencia con lo real y por tanto, no nos permiten percibir la realidad, pues lo único que es conocible para el ser humano son las ideas. Este giro en la manera de entender la posición del ser humano en su relación con la realidad tiene consecuencias tremendas, pues significa que como sujetos no podemos traspasar el límite de las propias representaciones mentales.
Desde esta básica noción cartesiana es entendible que la modernidad no pueda valorar otros modos o espacios culturales, ya que desde su propia concepción de la realidad, y del modo en que el sujeto humano vive en ella, es autorreferencial, es decir, no puede concebir otro espacio tiempo más allá del que crea para sí misma. De ahí que tanto la cultura rural o cualquier modo cultural específico del pasado o del futuro humano, no tiene cabida en el espacio tiempo moderno, ya que su auto configuración es ciega a otros modos de ser y estar en lo real. Estas razones puede ser el inicio de una respuesta a la inquietud tratada al inicio del presente artículo.
Pasando ahora al segundo autor, Fornet-Betancourt, comienzo diciendo que retomo algunos de los elementos de la conferencia que pronunció el pasado 12 de diciembre de 2022 en el Congreso Cátedra Ellacuría dedicado a “La Casa común”. Seguir esta secuencia argumental afina el perfil de las tendencias de la modernidad y por tanto ayuda a captar mejor sus dolencias culturales (es decir, las formas malsanas de relación que provoca en los sujetos humanos, tanto consigo mismos, como con su medio).
La referida conferencia inició citando una frase del Manifiesto Comunista de Marx y Engels: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Esta expresión quería destacar el temor que producía en el siglo XIX el movimiento socialista a la civilización del capital. Del mismo modo, hoy esta frase puede extrapolarse pensando en las esperanzas comunitarias que provocan miedo a dicha civilización. Se sugiere entonces saber nombrar dichas esperanzas y preguntar por qué provocan incomodidad.
Fornet-Betancourt lanza dos perspectivas con relación a esto: primero, la necesidad de detenerse para recuperar la profundidad de la vida; segundo, avanzar en una urgente revolución cultural. Iniciando con la idea del primer verbo destacado en cursiva: “detenerse”, significa ponerse al margen del ritmo marcado por el capital, ya que suele deslumbrarnos para convertirnos en simples apéndices de su mundo. Este ofuscamiento conduce al ser humano a perder sentido del límite, es decir, carece de trascendentalidad (alejado del alma del mundo). Solo gracias a la soledad que viene del detenerse es que nos enterarnos de nuestra desnudez (perdemos la piel que la civilización nos impone) y regresamos a la piel humana. Es una soledad diferente a la soledad que produce el capital. Es la verdadera soledad donde el alma descansa en el sumo bien, así se muestra el mundo no como un problema a resolver, sino un misterio para celebrar. Por ello es una soledad alejada de la pasividad, ya que busca encontrar su verdad.
Prestando atención al segundo verbo destacado en cursiva, “recuperar”, alude al significado de volver a tomar o adquirir lo que se perdió, o sea, subsanar una pérdida. Supone sujetos que han notado la pérdida, echan de menos lo que han perdido, y tienen conciencia estimativa de lo perdido. De ahí que sin detenerse no es posible pensar en cómo recuperar lo perdido, la profundidad de la tierra, pues no hay conciencia de dicha pérdida. Esto se debe a que la civilización del capital cambia las esperanzas por expectativas funcionales. Por tanto, al detenerse surge una secuencia de memoria que repasa las tradiciones de sentido que guarda la vida. Ello hace encontrar una profundidad de la vida que no se planifica, no se construye, simplemente se encuentra. Este es un encuentro de tipo orgánico en el conjunto de la vida. Los límites de un fragmento (como lo es el sujeto moderno) son diferentes de los límites de un miembro orgánico (que establece relaciones con la tierra, en su sentido simbólico). Aquí es sabio no confundir complejidad (línea de problemas, al estilo moderno) con profundidad. La profundidad no tiene su raíz en la problematización humana, sino en la contingencia que somos. Detenerse para recuperar la conciencia de dicho límite es ser humanos nuevamente.
Pasando a la segunda perspectiva, enmarcada en el verbo “avanzar”, dirá el autor que conlleva dos aspectos que acercan a los fines verdaderos de lo humano. El primer aspecto es entender que “cultural” no es un calificativo sectorial, sino una totalidad que marca una relación nueva con la tierra, para ir hacia un nuevo curso histórico. En segundo lugar, el carácter de esa revolución cultural consiste en el cuidado como criterio de vida para una refundación de las formas de relación con la tierra. Ello redefine la acción humana para arraigarse como acción sanadora y salir del funcionalismo paliativo que impone la civilización del capital.
Profundizando algo más el segundo aspecto, el cuidado auténtico deja atrás toda concepción de funcionalidad, ya que no es ingeniería social, u optimización de las cosas, es más bien un ministerio de amor, vivifica lo que cuida para que alcance su verdadero fin. Por tanto se requiere determinación para un acompañamiento de tres momentos: la creación de comunidades de cuidado; el desarrollo de prácticas auténticas que cultiven la reciprocidad; y el fomento del cuidado como acción oblativa. Esta dinámica crea “lugares de la verdad”, lo que es un piso metafísico para quien se considere un miembro más de los “cuidadores de la casa común”. A ellas y ellos se les dice, “uníos”.
Entonces, viniendo desde los aportes de Beens, que establece una radiografía cultural de los tres modos característicos de la civilización occidental, donde el trasfondo cartesiano de la modernidad es una vía explicativa de la preeminencia que la tradición moderna se otorga a sí misma –despreciando el resto de tradiciones culturales—y completando lo anterior con los avances filosóficos de Fornet-Betancourt, que no solo diagnostica las limitaciones patológicas de la civilización del capital, sino que apunta a la posibilidad terapéutica de la esperanza, a través de comunidades que cuiden la casa común, se da por concluido este corto intento por describir la cultura contemporánea en las falencias que saltan a la vista, pero también en la oportunidad que tiene de restablecerse tomando las medidas de cuidado adecuadas.
[1] “El Educador y los desafíos de la postmodernidad”, adaptación del ensayo que originalmente se tituló “El Reto de la Cultura Actual”, escrito por el Dr. Francisco Beens (Panamá, 1996) disponible aquí
[2] Semiología, y la noción de semiótica, aluden al vasto mundo de los signos y los símbolos, con todas las implicaciones que tienen para la comunicación humana.
[3] Pienso que el tema de la postmodernidad requiere un análisis separado ya que en varios sentidos se entiende esta etapa como un sobrepujamiento de etapa cultural moderna.