Muñeca vieja

BrendaCarol Morales

El espejo le devolvió una visión ambigua. No supo definir si se veía bien o no. ¿De qué manera confiar en ese condenado espejo que por momentos le mostraba una imagen lozana, hermosa y al siguiente minuto, lo único que podía observar era un rostro decrépito, marcado por arrugas y sin el frescor de antaño?

Para la mayoría de las mujeres, envejecer es un golpe al hígado. Casi sin darse cuenta, el abdomen empieza a ceder, salen las primeras arrugas en los ojos y en las comisuras de los labios, las primeras canas… El metabolismo, dicen los médicos, se pone lento y las hormonas corren avispadas y descontroladas cuando en el interior del cuerpo pareciera que se cae la persiana de la juventud y el tiempo empieza a contarse en reversa.  Dolores lo vio en sus amigas, todas se quejaban de una u otra cuestión cuando se reunían con ella, porque, por supuesto, en grupo ninguna quería reconocer sus preocupaciones: «¡Ah! ¡Subí de peso!, ¡No lo puedo bajar!»; «¡Qué horribles estas patas de gallo!»; «¡Se me están cayendo los párpados! ¡Me veo cansada siempre!»; «¡Condenadas canas!, ya el tinte no las cubre tan bien»; «¡Ay, ay, ay!, ¡un calambre!»; «¡Mira estos brazos de murciélago!, ya casi puedo volar con estos colgajos».  Ella las escuchaba con una sonrisa casi sempiterna y un gesto de compasiva benevolencia. ¡Cuán lejos le parecían esas nimiedades! Como siempre le dijeron, ella era «la muñeca».

Sus ojos claros, entre verde y castaño, su cabello rubio, la complexión menuda y la forma en que la vestían en su casa, con primorosos vestidos, abombados por encajes y lazos, le valieron ese mote desde muy niña. Ella era la muñequita de papá y el orgullo de mamá, quien solía ponerla de ejemplo ante su hermana, una chica sin tantos atributos, más bien regordeta y algo morena, a la que le fastidiaban los vestidos primorosos.

Cuando llegaron a la adolescencia, su hermana «se dio el estirón» y se llenó de redondeces sensuales. En cambio, ella siguió delgada y de baja estatura, aunque claro, con la cara de muñeca. Su madre le dijo que era mejor ser así, chiquitita, con esa cara de muñeca porque una mujer demasiado grande no era tan femenina; le enseñó a ser la perfecta «mujer de su casa». Siguió estudiando no con la idea de ejercitar el cerebro sino para «tener algo de cultura» y de paso ampliar su círculo social y «conocer buenos partidos». Su papá le dijo:

—El hombre que te quiera, será aquel que desee una muñequita de porcelana, como esas japonesas.

En efecto, su marido, un hombre atractivo y con mucho dinero parecía tener afición por las muñequitas de porcelana… para quebrarlas. Cuando les comentó a sus padres, la primera que reaccionó fue su mamá. Ella no podía, no debía ventilar su situación ante la gente, porque esas situaciones les pasaban a todas las mujeres; en cambio, debía ver que vivía una vida de ensueño, algo que todas, incluida su hermana, envidiarían. ¿Quién no querría vivir con todas las comodidades y con un hombre que era el deseo de muchas?

Dolores se guardó las quejas y se dedicó a ser la muñequita de porcelana de su esposo. Él no quería tener hijos para que ella no perdiera su figura; sin embargo, un descuido fatal y se embarazó. Su marido la amenazó con que al concluir el embarazo debía hacer todo lo posible y lo imposible para recuperar su figura porque él no soportaba las panzas y los colgajos en el cuerpo. Con mayor ansiedad y prisa que atender a su hija recién nacida, se hizo colocar fajas que apretaban su cuerpo hasta dejarla sin aire; en cuanto pudo, hizo ejercicios gimnásticos de 2 a 3 horas diarias. La figura volvió, ante la envidia de sus amigas y conocidas. «¡Increíble!, ¡suerte tener un cuerpo tan agraciado!; ¡tenés una genética fabulosa!». Por supuesto, no les dijo todo el sacrificio que debió hacer para recuperar su figura.

Desde entonces se obsesionó con su cuerpo; cualquier sacrificio era poco si la mantenía en forma. Sin embargo, con el tiempo se dio cuenta que sus amigas las panzonas, ya no le ponían tanta atención a su figura y presumían de sus logros profesionales. Así que decidió volver a la universidad y concluyó sus estudios. Siguió la misma estrategia que cuando joven: se hacía la mimosa y frágil, de manera que muchos de los jóvenes y los hombres mayores que estudiaban con ella parecían hasta orgullosos de apoyarla y hacer las tareas que ella consideraba difíciles; por supuesto, casi la mayoría.

Su deseo de figurar la llevó a hablar con sus hermanos, quienes habían logrado colarse en el ring político y aprender el modelo para permanecer como funcionarios cambiando de partido político a conveniencia. Empezó a trabajar en algunos puestos de regular envergadura, pero pronto eso le fue insuficiente. Ella era la muñeca, la niña de los ojos de papá y sus hermanos debían ayudarla a ascender. Además, su esposo parecía complacido de verla escalar y cumplir una función, que dejara de ser solo ama de casa. Sus hermanos le consiguieron un puesto de jefatura y casi de inmediato trató de mostrar quién era la muñeca.

Acostumbrada a destacar, se encontró de pronto que ella era la más vieja de todas las mujeres que laboraban allí. Una de las que tenía una edad similar a la suya, tenía un cuerpo muy bien cuidado, como el suyo, con excepción de que, por el tipo de piel, más morena, no se le veían arrugas. Otra, aunque tenía panza, se las daba de muy inteligente y manejar todos los asuntos de la dependencia con facilidad. Unas más eran altas y eso la hacía sentir intimidada, pequeñeja. Otras parecían tener gran desparpajo; la mayoría se vestía de una manera muy distinta a ella.

De pronto, el espejo ya no la retribuyó con una imagen que la complaciera. Se dio cuenta que tenía arrugas alrededor de los ojos, lo cual no dejaba apreciar tanto sus ojos claros. Su vestuario y corte de cabello, de los que siempre se sintió orgullosa le parecieron anticuados. Sin embargo, se resistió a creérselo: ella era una dama y todas esas tipas, unas desarrapadas, dios sabe surgidas de donde, que no cumplían con la etiqueta y el buen gusto. Y en cuanto a la inteligencia y el conocimiento… ¡Ella podía gritar más fuerte y hacer valer su autoridad! Además, bastaba con intervenir en todo y dar su opinión. Como todos callaban, llegó a convencerse que era por su erudición y capacidad.  «¡Ah!, es tan fácil todo esto, yo soy tan linda, tan inteligente y buena… no hay nada que no pueda lograr; sigo siendo una muñeca».

A pesar de lo que ella misma se decía, en el fondo no lograba contentarse. Su espejo, ¡ay, ese amigo cruel!, parecía meterse en su mente y decirle a veces que se miraba linda y otras, que ya estaba vieja y fea. Para colmo de males, empezó a notar que su marido ya no le reclamaba porque permaneciera tanto tiempo en el trabajo ni la llevaba a eventos como antes; hacía tiempo que no la tocaba ni siquiera para romperla.  Un día, su nieta (a quien le pidió que la llamara tía muñeca), escuchaba algunas canciones infantiles retro a todo volumen. La letra de una canción la impactó y se puso a llorar, sin poder contenerse:

Escondida por los rincones,
temerosa de que alguien la vea,
platicaba con los ratones
la pobre muñeca fea.
Un bracito ya se le rompió,
su carita está llena de hollín
y al sentirse olvidada lloró
lagrimitas de aserrín. *

Ni su hija ni su nieta pudieron entenderla. ¿Cómo decirlo?, ¿cómo explicar que sentía una compulsión a esconderse, a no verse más en el espejo?, ¿que se sentía abandonada por su esposo?

Esa noche trató de acercarse, cariñosa, melosa. Él dijo que estaba cansado. Terca, insistió y preguntó:

—¿No soy tu muñeca, tu muñequita de porcelana?

—Ah… sí, sí, muñeca —respondió él sin mucho entusiasmo, al tiempo que se dio la vuelta para dar por zanjada la conversación.

Decidida a sentir la misma devoción que antes, fuera con caricias o con golpes, trató de acercarse a él, esa y otras noches, sin encontrar eco en sus aspiraciones. Esto la volvió más suspicaz y nerviosa.

Un día, en una reunión de amigos, todos hablaban del tema de moda: Shakira y Piqué. Las mujeres defendieron a Shakira. Los hombres, un poco entre dientes, comentaron que la chica es veinte años menor, ¡veinte años menor! Y suspiraban, un poco envidiosos. Sin meditar y con toda la impulsividad que la caracterizaba, se plantó ante todos y lanzó una perorata contra los hombres que apoyaban al malnacido de Piqué; con ello demostraron su poca calidad humana y la falta de ética que los llevaría a cambiar a sus esposas si se les presentara la oportunidad.

—Yo —enfatizó, —soy una mujer orgullosa de ser quien soy, de mis canitas, de mis arrugas, de mi porte de dama. Y me siento feliz de estar casada después de tantos años con un hombre para quien sigo siendo ¡su muñeca! —concluyó.

De algún lado del salón, alguien comentó: —Sí, muñeca vieja.

Por lo bajo, hombres y mujeres rieron. Abochornada, calló y vio a todos con una mezcla de dolor e ira. Le pidió a su esposo que se fueran de inmediato. Con desgano, el hombre le dijo que fuera al auto y ya llegaría por ella. Con toda la cortesía y parsimonia, se despidió de los asistentes a la reunión, haciendo gestos de disculpa.

—Todavía no sabe, —se excusó ante una joven muy simpática, alta, curvilínea, moderna. Quienes ya sabían a qué se refería, lo vieron con algo de sorna.

En el auto, ella lloró pidiendo consuelo. Sin demora, empezó a hablar él. La sorpresa no la dejaba articular palabra. Él, por el contrario, siguió dando detalles, descripciones, nombre… No es que fuera un Piqué, pero quería a alguien menos muñeca y más mujer, bla, bla, bla.

Dolores no pudo escucharlo más, salió corriendo del auto mientras en su cerebro rebotaban una y otra vez las palabras: «muñeca vieja, muñeca vieja». La canción de Gabilondo Soler pareció salir de algún lado:

Muñequita,
le dijo el ratón,
ya no llores tontita
no tienes razón.
Tus amigos
no son los del mundo
porque te olvidaron
en este rincón. *

 Había vivido para ser la muñequita de algunos hombres y ahora, con el tiempo, la dejaron olvidada en un rincón.

 

*Francisco Gabilondo Soler, Cri Cri