Karla Olascoaga Dávila

Ajusta la vista para ver los infinitos rombos entrecruzados que dibujan las olas en la arena oscura de la playas de El Paredón. Enfoca distraída y displicente porque ya hace mucho sospechaba que el mundo era geométrico. Ahora, solo ajusta la vista y ahí están, no sólo rombos, también triángulos, hexágonos, octógonos y todas esas formas perfectas y equilibradas.

Apenas amanece y ella escucha el rugido de ese mar que invade el silencio de la noche.  En cuestión de instantes la claridad lo cubre todo. Los  colores empiezan a  asomarse y las  gaviotas van apareciendo en parvadas que se ordenan y alinean, también geométricamente. Las olas se yerguen, suben  a su máxima expresión y caen golpeando  fuertemente el mar y luego arrastran la arena. Arrasan y se van, dejando nuevos rombos contenidos en otros rombos y así hasta el infinito. Respira profundamente la brisa marina y llena de aire sus pulmones. Han pasado dos meses del contagio. Su sistema ha cambiado. Come mejor, duerme más. La ansiedad matutina ha pasado a ser sólo un recuerdo. Bebe vino tinto por las tardes sin otra compañía que sus dos cachorras, disfruta del café con leche entera y azúcar, tiene energía y fuerza.

Siente de nuevo el rugir de las olas que caen casi verticales, golpean y arrasan llevándose todo a su paso y dejando esos rombos que no la inquietan.  Esa avalancha simétrica, potente, rítmica  y por momentos atemorizante le recuerda a la avalancha del virus en su cuerpo. ¿Habrá dejado esa simetría de rombos en mi?, se pregunta, porque ahora percibe un cierto orden en su mente. Hay un cierto divorcio entre sus ideas y sus emociones. Un bloqueo invisible que la hace menos vulnerable.

En  la playa se nutre del yodo de mar, origen y vida. Se alimenta de sol y de los colores coral naranja deslumbrantes de los atardeceres. Ya no es la misma y no lo será, al menos en esta vida.

Se levanta de la arena, recoge su pareo, se envuelve en él y camina de regreso a casa, es temprano y solo se cruza con dos jóvenes surfers que caminan distraídos hacia la playa.  Su contagio fue severo, lo sintió como tropa avasalladora, avanzando y tomando cada centímetro de su circulación sanguínea. Invadió sus sienes, sus ojos quedaron secos. Quiso llorar y en vez de lágrimas, un ardor intenso recorrió sus conductos lacrimales.

Poco después el virus llegó a los senos nasales, garganta, traquea, bronquios, pulmones y empezó a descender. Lo sintió poco en su estómago, porque no perdió el apetito. Lo que perdió fue el olfato y el gusto. Todo le sabía a trapo húmedo o a esponja. Empezó a tener dificultad para respirar y para hablar. Entonces, un silencio profundo se instaló en ella y los pensamientos uno a uno empezaron a cesar. Dejó de resistirse.

Una mañana, salió al jardín a respirar el aire frío de la madrugada. Caminó lentamente. La fuerza la había abandonado. Miró al cielo y un sinnúmero de estrellas le hicieron guiños traviesos. Y supo que ella sola no podría jamás. Convencida de su derrota, imploró esa ayuda universal en una plegaria directa, en voz alta, casi a gritos.  Entonces, los guiños se multiplicaron. El cielo se tornó pixeleado y por primera vez, armónico. Amaneció y sólo quedaron las formas simétricas como mapas transparentes superpuestos en ese cielo que parecía escucharla con benevolencia. Desde entonces, sólo enfoca un poco la mirada  y todo el caos se convierte en geometría perfecta. Esto le da calma porque cree entender el origen  y fin de las cosas.

El virus llegó, arrasó con lo que quiso, pobló cada célula de su cuerpo y se fue. Junto con él se fueron el miedo, la tristeza y esa sensiblería que a veces le era molesta.

Si alguien le preguntara cómo es el virus, ella le contestaría con una melodía que de vez en cuando escucha para no olvidarlo https://soundcloud.com/aplethoramusic/premiere-tma-aitne-monkey-safari-remix-hommage

En las noches cuando enfoca la vista para jugar con sus visiones y nuevas simetrías, sus ojos cambian de color y sus nuevas pupilas gatunas se asoman traviesas por instantes.

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