Tres de la tarde. Aquel día, la Plaza de la Constitución está abarrotada a tope. Desde el atrio de la Catedral, tres Papas en un diálogo intergeneracional de reflexión teológica, abordaran desde sus respectivas perspectivas y contextos, el complejo y doloroso tema del aborto, en un ejercicio que busca no solo exponer sus posturas, sino también encontrar los puntos de convergencia y la evolución del mensaje de la Iglesia. Los tres coinciden en un punto “en torno a la defensa de la vida”.
El primero en hablar es Pablo VI (1897-1978): La Dimensión de la Vida y la Conciencia Humana es la base de su exposición y con una expresión de profunda seriedad y melancolía, comienza a hablar con voz pausada y reflexiva, evocando el tono de su encíclica “Humanae Vitae” compendiando su decir en lo siguiente:
“Hermanos e hijos míos, el mundo de hoy, agitado por tantas corrientes de pensamiento y progreso, se enfrenta a un dilema fundamental. La vida, don sagrado de Dios, se ha visto reducida, en la mentalidad de algunos, a un mero objeto de control y manipulación. En mi tiempo, en aquella generación ahora de tercera edad, la cuestión de la vida humana se entremezclaba con el uso de la razón y la conciencia. Yo clamaba: ¡no separen el acto de amor de la procreación! El acto conyugal es un acto de donación total, y en esa totalidad reside su capacidad de generar vida. El aborto, por tanto, no es solo un acto de interrupción, sino la negación de esta verdad fundamental. Es una fractura en la coherencia moral del ser humano. La vida en el vientre materno no es una promesa, sino una realidad palpable. Es la presencia de un ser con alma, con un destino, con un lugar en el mundo. La ley natural nos lo enseña y la fe nos lo confirma. No podemos silenciar la voz de la conciencia, que nos grita que un ser humano está siendo privado de su derecho más elemental: el derecho a existir. Nuestro deber es defender a los más indefensos, a aquellos que no tienen voz. La piedad no puede ser ciega; debe ser un faro que ilumine el valor intrínseco de cada vida humana, desde el primer instante de su concepción hasta su fin natural.”
Tocó el turno a Juan Pablo II (1920-2005) que con talante tranquilo gran energía, mirada penetrante y su hermosa voz exclama que, por principio, no puede haber contacto entre el Evangelio de la Vida y la Cultura de la Muerte y recordando su encíclica “Evangelium Vitae” y su incansable defensa de la vida lanza el siguiente testimonio:
“Amigos, ¡no tengan miedo! No tengan miedo de la verdad. La verdad es que estamos inmersos en una lucha épica. Una lucha entre la civilización del amor y la que yo he llamado la cultura de la muerte. El aborto no es un acto aislado, no es una mera cuestión legal o de elección personal. Es el síntoma más alarmante de esta cultura que ha perdido el sentido de lo sagrado. Se ha infiltrado en nuestras sociedades la idea de que la vida humana, especialmente la más frágil, es desechable si no se ajusta a ciertos parámetros de conveniencia, de bienestar o de libertad mal entendida.
El Evangelio de la Vida es nuestra respuesta. Es la Buena Noticia de que Dios ama la vida, toda vida, y nos llama a acogerla, a protegerla y a promoverla. El aborto es un pecado gravísimo porque atenta contra el ser humano más indefenso y directamente contra la paternidad de Dios. Es la negación de la misericordia. Y para finalizar su argumento termina exhortándonos a que no nos quedemos solo en la condena, hermanos. Debemos ir más allá. Debemos acompañar a las mujeres que se enfrentan a embarazos difíciles, que se sienten solas, asustadas, que no ven otra salida. La Iglesia no puede ser una fortaleza, sino un hospital de campaña. Debemos ser brazos extendidos de acogida, de perdón y de esperanza. La mujer que ha abortado necesita saber que, a pesar de su dolor y su culpa, la misericordia de Dios es más grande. Y la sociedad debe crear las condiciones para que ninguna mujer se vea forzada a tomar una decisión tan desgarradora”.
El atardecer ya toca principio. Es Francisco (1936-2024) el que habla reuniendo su argumento entorno a la Misericordia, la Ternura y la Indiferencia Global. Su tono es directo, certero y bonachón en su decir y utiliza un acento de cercanía y denuncia, enfocado en la periferia existencial y en el dolor de las personas, así como en la dimensión social del problema. Su conclusión se inicia con una pregunta: “Hermanos y hermanas, ¿hemos perdido la capacidad de conmovernos? Hemos llegado a una globalización de la indiferencia y se responde: Hoy el aborto no solo se discute, se practica con una frialdad y una normalidad que aterrorizan. Hemos banalizado el drama. Hemos convertido a los niños no nacidos en “cosas” que se pueden eliminar, como si fueran un problema de salud pública o un estorbo para el bienestar individual. Esto es un crimen. Un crimen abominable. No podemos ignorar la imagen de un anciano abandonado, de un migrante sin techo, o de un niño en el vientre materno. Todos ellos son descartados. Y con su calma llena de sabiduría nos recordaría: Mi predecesor, Juan Pablo II, habló de la cultura de la muerte. Hoy, yo diría que estamos en la cultura del descarte. ¿Y quiénes son los primeros descartados? Los no nacidos. Nos hemos acostumbrado a justificar este descarte. ¿Y qué pasa con la mujer? La mujer es la primera víctima. A menudo, es presionada, no se siente acompañada. La solución no es el aborto. El aborto es el síntoma de una sociedad que no sabe acompañar, que no sabe acoger el misterio de la vida. A la mujer que está pensando en abortar, le diría: habla, déjanos ayudarte, déjanos estar contigo. A la mujer que ya lo ha hecho, le digo: el Señor te perdona, el Señor te abraza. La misericordia de Dios es infinita. La Iglesia tiene que ser un lugar donde se sienta esa misericordia, no un tribunal que juzga, sino un hogar que acoge.
Y finaliza afirmando que el drama del aborto no es un tema de debate político, es una cuestión de vida o muerte, es una cuestión de amor y de misericordia”.
Las intervenciones han concluido. La plaza entra en profundo silencio, se vacía. La gente en grupos pequeños, se recogen y con el alma sin resignar, meditan en casa, en cafeterías, en clubs o en templos. Hablan para no contener ni corazón ni mente, para cavilar sobre el mensaje hasta formar opinión. En primer lugar, los mensajes de los pontífices revelan una continuidad sólida en la doctrina de la Iglesia Católica, pero también una evolución en el énfasis y el lenguaje. En segundo lugar, ese diálogo establece un marco al problema del aborto: El decir de Pablo VI instauró la base teológica y moral, arraigando el problema del aborto en la naturaleza misma del acto conyugal y en la ley natural. Su enfoque era más doctrinal, marcando el inicio de una firme postura magisterial en la era moderna. Juan Pablo II elevó el debate a una dimensión existencial y cultural. Conceptualizó la “cultura de la muerte” como un fenómeno global, identificando el aborto como su expresión tan brutal como las guerras y los genocidios. Su llamado fue un Evangelio de la Vida, no solo una prohibición, sino una propuesta positiva para una nueva civilización basada en el respeto por la dignidad de cada persona. Francisco llevó el mensaje a los perímetros existenciales. Su lenguaje es más pastoral y directo, centrado en el drama humano y en la misericordia. Denuncia la “cultura del descarte” y la indiferencia. Su enfoque no es solo en el acto del aborto, sino en las circunstancias sociales y personales que lo rodean, enfatizando el acompañamiento a la mujer y el perdón.
Es claro entonces que ante el aborto si bien las enseñanzas de estos papas se ajustan a sus épocas y estilos, el mensaje es unánime: la vida es sagrada y debe ser defendida desde la concepción. La Iglesia católica no solo condena el aborto como un mal intrínseco, sino que lo ve como un síntoma de una sociedad que ha perdido su brújula moral.
La solución al tema del aborto, según este diálogo, no es un mero cambio legislativo ni judicial, sino una profunda conversión cultural y personal. Es un llamado a construir una civilización del amor, que acoja la vida en todas sus etapas. Que no juzgue, sino que acompañe. Que no excluya, sino que integre. La tarea de la Iglesia, y de cada creyente, es ser testigo de que el valor de la vida no está en lo que se puede producir, sino en lo que se es: un don de Dios, infinitamente precioso.