En su discurso ante la academia francesa, el gran Jean-Jacques Rousseau, odiado por unos y venerado por otros, se expresaba sobre este tema así:
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que llamo natural o física, porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política porque depende de una especie de convención […] y consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos y hasta el hacerse obedecer.
Al leer el párrafo anterior algunos dirán: eso sucedía en 1754, pero una parte del análisis obliga a preguntarse ¿acaso no sigue existiendo lo mismo? Creo que en lo que sí se equivoca Rousseau es en que la mayoría de desigualdades en la salud son consecuencia de comportamientos sociales más que naturales. Por otro lado, considerar natural el que el hombre por su naturaleza sea desigual en cuanto a derechos es como decir que los que mandan son necesariamente mejores que los que obedecen. Esto es más social que cualquier cosa.
Se necesitaron casi dos siglos después de la aseveración de Rousseau para poder dictaminar con soltura y solvencia que el lugar y el entorno en que nace y crece y desarrolla un individuo, determinan su estado físico, psíquico y emocional, su riesgo de contraer enfermedades y su probabilidad de morir. Las leyes de las estadísticas sociales fueron contundentes en esto alrededor del mundo y la proclama universal de la salud un derecho tuvo su fuerte asimiento en un único hecho real: solo el hombre puede modificar el ambiente social y ambiental que crea en detrimento de su salud y eso requiere de universalizar no solo leyes sino cumplimientos, cosa que aún no realiza la humanidad y que afecta a la mayoría de sus miembros y por lo tanto, no es de extrañar que enfermedades, crimen, violencia, agresión, es causal en casi todos los ámbitos de la medicina de la enfermedad e incapacidades, que la economía tenga y nazca de una competencia desleal en acceso a los derechos humanos.
De igual manera, hace dos siglos, un médico a través de estudios multidisciplinarios fue capaz de discernir que no era la insalubridad y el hacinamiento, el ambiente físico como el humano, la única causa de las diferencias espaciales comprobadas en materia de mortalidad. Esas diferencias tenían un denominador común y más explicativo que esas dos situaciones, es decir, cuánto más pobre es la población, más se incrementa el porcentaje de fallecimientos. Y no habla de un tipo de pobreza, sino de un conglomerado de condiciones que la conforman. En la actualidad, pese a leyes, normas y un sinfín de disposiciones, la realidad es otra: la pobreza se trata de combatir como obligación y hacer misericordioso e incluso filántropo de la política, sin propiciar un mínimo acercamiento a evitar las desigualdades.
Claro que hubo reacciones a esta posición; reacciones que se transformaron en creencias que perduran en la actualidad y que hacen ver al pobre como un sujeto que se le percibe como la causa de su propia situación trágica, debido a sus costumbres depravadas, al alcoholismo de los hombres, a la impudicia de las mujeres y a la falta de cuidado de los padres hacia los niños. Juicios morales que se sobreponen muchas veces a las reformas sociales. Son estas las que deben empezarse a pensar, si queremos un cambio en la salud de la población.
No está de más la lección política nacional con sus estadísticas claras al respecto. Es más que evidente que las soluciones que se han sugerido y más aún implementado y las respuestas que aportan los gobiernos, privilegian los enfoques paternalistas y corruptos, dejando que el mal fluya cual río hacia el océano de las inequidades, las consecuencias de las desigualdades en la duración y la calidad de las vidas, siguen siendo un abismo que no ha sido solucionado desde la colonia en nuestra tierra.
De tal manera que si no se incorporan de forma debida nuevos territorios de conocimiento de la población en el trabajo gubernamental contra las inequidades como son las finanzas e inversiones públicas, el trabajo, la educación y la diversión, la higiene pública, la demografía, la epidemiología, la sociología y la salud, nuevos dispositivos de acción sobre todo ello, por medio de estrategias y planes integrales y concretas de inversión y responsabilidad, lo que se haga será solo de resultados parciales y pequeños. La nueva salud pública exige la intersección de esos nuevos campos de conocimientos y la creación de nuevas acciones. Solo así le podemos dar cumplimiento a la definición clásica de hace cien años de Charles-Edward Amory Winslow cuando se refería a la salud pública como “la ciencia y el arte de prevenir las enfermedades, de prolongar la vida y de promover la salud y la eficiencia físicas, merced a esfuerzos organizados de la comunidad”, incluso para “garantizar un nivel de vida adecuado para el mantenimiento de la salud”.
Un proyecto de esa índole, que conjuga política, ciencia y arte a la vez, supone formas de saber y modos de intervención desarrollados a partir del siglo XX en el plano ya no individual, sino colectivo.
Las condiciones lamentables de nuestro sistema de salud, apuñalado por todo tipo de corrupciones políticas e institucionales, invitan a cambiar nuestra mirada acerca del mundo de la salud. Incluso algunos sociólogos han considerado que la mortalidad, en definitiva, la tasa de mortalidad y sus características, traduce en la actualidad el valor que la sociedad otorga a la vida humana en general y a la vida de los diferentes grupos que la integran en especial.
Ese valor social de la vida tiene dos connotaciones: una de fundamento ético, tal como lo estipula la Constitución, que considera la vida como un bien incalculable, es decir, no sujeto ni a cuantificación, ni a jerarquización. Lo cual, de todos modos, no excluye un tratamiento diferenciado en los hechos. El segundo, económico, atribuye a la vida un precio, lo que suele ir acompañado por disparidades. Ambas en nuestro medio y en estos momentos sujeto y necesitado de un cambio.
En cuanto a lo económico, también hay sus espacios de actuación. Por ejemplo, tenemos a los jueces para determinar el monto de la compensación por daños sufridos cuando se está ante un mal actuar de alguien o algunos que propician el daño a la salud y, además, a los responsables políticos para decidir entre varias opciones frente a riesgos conocidos y múltiples. Ese tipo de análisis, también presupone considerar el riesgo a la salud, supone la evaluación de una probabilidad de que sobrevenga un deceso o daño y cómo asumirlo por el causante o prohibir ante el riesgo.
Lo claro en resumen es que estos dos enfoques; ético y económico no son excluyentes, dado que el enfoque ético, confiere a la vida un valor absoluto, y el enfoque económico, le otorga un valor relativo, tal cosa ocurre incluso en la decisión y enfoque de ambas medicinas, la clínica o sanadora y la salubrista o preventiva, la individual y la colectiva.
Quiere un ejemplo de lo que decimos, usemos uno que aplique a todas partes del mundo. La mortalidad. Veamos el caso en hombres y usemos el último siglo. Las encuestas más recientes constatan que, si bien a lo largo en cuatro décadas los varones ganaron en promedio a todo nivel más años de esperanza de vida, las diferencias se mantienen, incluso han aumentado entre obreros y cargos gerenciales públicos o privados. Además, por lo general, los años que quedan por vivir son más a menudo con una incapacidad en el caso de los obreros que en el de los segundos, ya sea se hable de incapacidad leve o moderada o grave para las formas que limitan la actividad. Esto está propiciando violación tanto del enfoque ético como del económico en lo que respecta a la salud. Esos resultados también nos aclaran que las desigualdades ante la muerte, reflejan con bastante fidelidad las diferentes expresiones de las desigualdades sociales. Es muy posible (si ignoramos la ayuda de las remesas en nuestro razonamiento para nuestro caso) que esas desigualdades se han incrementado considerablemente desde las últimas décadas del siglo, debido a un endurecimiento de las prácticas económicas y al retroceso de las políticas sociales; en conjunto, esto puede estar en muchos (especialmente en los que no reciben remesas) aumentando su grado de precarización de atención a sus derechos y del empleo y al empobrecimiento de las clases populares.
En resumen, la forma de gobernar que hemos tenido, es claro que permite –con muchas inequidades e injusticias a veces– adquirir a algunos un estatus más elevado y un empleo más estable, ser más rico y tener títulos educativos de nivel más alto, garantizando una mejor posición financiera y condiciones de vida más favorables y también permite una vida más larga y con un mejor estado de salud. Más de la mitad de nuestra población queda al margen de ello.