Guatemala es un país que, a partir del final de la primera parte del siglo XX, ha sufrido un crecimiento de población acelerado como lo muestra la siguiente gráfica:
Ese crecimiento ha estado territorial, social y económicamente lleno de desequilibrios y contrastes y el trabajo del sistema de salud pública en beneficio de esa creciente población, también ha estado lleno de limitaciones, inequidades y contradicciones.
Los grupos nacionales que constituyen nuestra sociedad guatemalteca, han existido de una manera llamada “modo de vida” que ha venido a ser una praxis de todo tipo y planteada en medio de grandes limitaciones socioeconómicas y ambientales y acorde a las circunstancias políticas, ambientales y sociales, en que se han movido. Cada modo de vida de cada grupo, es producto de una larga cadena de acontecimientos que ha moldeado un carácter, una forma de pensar y de actuar, coexistiendo todos ellos muchas veces chocando y siempre llenos de contradicciones e injusticias imponiendo un proceso demográfico, subordinado a un sobrevivir y contrarrestar en todo lo que le es adverso.
Para entender mejor nuestra situación demográfica, analicemos como ejemplo, el comportamiento demográfico de la cohorte de 1947. ¿Por qué hago esto?
En 1945 se formó la OMS. En 1946 se aprobó su constitución y en 1947, se instaló el primer servicio de seguimiento de enfermedades. A partir de entonces, se aceleran un montón de acontecimientos importantes para la salud mundial de hombres, animales y plantas. En ese mismo año a nivel mundial, en Núremberg, se promulgó un código, el primero en su género, adoptado por la comunidad internacional, que habla sobre las condiciones para la realización de experimentos médicos en humanos, que se convirtió en un ejemplo de ética y estímulo para los profesionales de la salud y la sociedad en general. Pero ese año también es importante para la salud pública en Guatemala, ya que surge la ley de colegiación oficial obligatoria para el ejercicio de las profesiones universitarias, en la constitución de la República.
En lo demográfico. En Guatemala ese 1947 nacieron alrededor de 120,500 niños y en ese mismo año, murieron 80 mil gentes de una población total de alrededor de tres millones, que tenía una tasa bruta de natalidad de 43 por mil y de mortalidad de 29. Para cuando yo culminé mi carrera de médico, 1972, ya nacía casi el doble de guatemaltecos y morían menos de la mitad de niños que murieron en el 47 y a finales del siglo XX cuando rondaba los cuarenta y cinco años de edad, las cifras de nacimientos por año eran tres veces más que en 1947 y la tasa bruta de natalidad estaba por debajo de 40 y de mortalidad casi cinco veces menos.
No cabe duda ante ese orden de cosas que, gracias a contribuciones científicas, mejoras socioeconómicas y atención a la sociedad, somos una nación que, aunque lentamente, hemos ido contribuyendo a la derrota de la muerte prematura. En efecto, cuando mis abuelos nacieron, la esperanza de vida de su generación era de treinta y pico de años. Cuando mis padres lo hicieron, no llegaba a los cuarenta y cuando yo nací, rascaba los cuarenta y tantos. Ahora la esperanza de vida al nacer, ya anda por encima de los setenta y de igual manera, ahora las mujeres en edad fértil son más, pero en promedio paren menos hijos. En nuestro territorio, nacen alrededor de 350,000 niños por año, casi tres veces más que en el 47.
Una extensa lectura de esas estadísticas, permite concluir que el cuido de la salud en nuestra población, ha sido loable NO EXITOSA. Pero esa lucha de arrebatar años a la muerte, -insisto- no solo ha dependido de un sistema de salud en aumento, sino de cambios sociales y económicos acaecidos simultáneamente con los médicos científicos, encaminados a obtener mayor supervivencia.
Pero continuemos nuestro análisis demográfico usando la cohorte de nacimiento del 47. Cuando los nacidos en ese año iniciamos la travesía por estas tierras y llegábamos al año, ya habían muerto alrededor de 17,500. Por supuesto que entre más pobre se era en todo sentido y más rural, más probabilidad de morir a esa edad se tenía. Al llegar a los cinco años, en la cohorte ya habían fallecido alrededor de 25,000, el 70% antes del año. Pero a partir de los cincuenta, la tendencia de muerte en general y de la infantil y preescolar fue descendiendo y notablemente en los sesenta. En la actualidad, a pesar de que tenemos una tasa bruta de mortalidad general que ronda el 6% mueren alrededor de 8,000 niños antes del año de edad y 12,000 antes de los cinco años. Es evidente que el mayor impacto de evitar muertes ha sido en la edad entre uno y cinco años.
Cuando los de la cohorte 47 llegaron a los veinte años, los nacidos en el 47 según los censos, se habían reducido a unos 85,000 individuos y muchos se iniciaban en lo laboral y algunos pocos (menos de tres mil) en lo universitario y llegaron alrededor de los cuarenta años unos 75,000 y de estos, solo unos 1,500 habían alcanzado grado universitario. Cuando ya rebasaban los cincuenta años, era evidente que: En Guatemala, la incidencia de la mortalidad había descendido… La tasa bruta de mortalidad (TBM) –frecuencia con que ocurren las muertes entre la población– había disminuido en un 67%, pasando de 22.4 a 7.4 por mil entre 1950-1955 y 1995-2000. Esa disminución no tuvo siempre el mismo ritmo; los mayores descensos se produjeron a mediados del decenio de los años sesenta e inicios de los setenta. El descenso de las tasas de mortalidad por edad y sexo fue generalizado, pero los cambios más visibles se dieron en las edades tempranas –especialmente entre los menores de un año– y en la población femenina, acentuándose las diferencias de mortalidad según sexo, particularmente entre los 15 y los 49 años de edad.
Pero continuemos con la historia demográfica de nuestra cohorte del año 47. Para cuando los sobrevivientes llegaron a los sesenta años, ya para entonces, a nivel nacional, cuatro de cada diez personas de la población, eran menores de quince años y seis no habían cumplido los veinte y la ubicación de la población dentro del territorio nacional, no solo era desigual, sino seguía concentrándose en la llamada región metropolitana y era evidente que fuera del Petén y Guatemala, el resto del territorio nacional presentaba crecimientos desfavorables, pues una fuerte migración de hombres y mujeres fuera del territorio nativo, empezaba a ser mella en la demografía del llamado “interior del país”. Aquellos migrantes venían a la capital y sus alrededores, en busca de un mejoramiento de calidad de vida para ellos y sus parientes. En el documento de CEPAL indicado arriba, nos encontramos con que tan temprano como 1990, el número total de emigrantes acumulados había alcanzado 500 mil personas, lo que equivalía al 6% de la población del país en esa fecha. Y terminaba ese documento advirtiendo (de eso hace casi veinticinco años): Una tarea prioritaria está en redoblar los esfuerzos para mejorar las instancias (jurídicas, económicas y sociales) que estimulan el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de la población, para que adquiera la capacidad –consciente y soberana– de intervenir activamente en la consolidación de una sociedad más democrática, una economía más eficiente y un sistema social más justo y equitativo.
¿Cómo se encuentra en estos momentos nuestra cohorte del 47? Suele decirse que nadie desea morir, al menos una extensa mayoría, porque todavía tiene cosas por ver o hacer. Es muy probable que, en la actualidad, de nuestra famosa cohorte 47 sobreviven alrededor de 25 a 30,000 individuos. Pero el impacto que en esos individuos sobrevivientes tiene en estos momentos la salud, poco se conoce y discute sobre ello y lo más probable es que una buena mayoría de ellos, ven ya su vida y sus problemas de salud con resignación y pocas esperanzas y eso puede deducirse de las estadísticas sobre discapacidad que encontró el XII censo nacional de población y vivienda: uno de cada diez ciudadanos mayores de cuatro años, tiene alguna discapacidad y esto por supuesto, es mayor en los mayores de 65 años; ocho de cada diez. Si esta estadística la analizamos por hogar, uno de cada tres en su seno, carga con una persona descapacitada en algo.
De tal manera que el aire de nuestro medio está saturado de un “hagan algo por la salud”. Está saturado de información por ver al médico, pero a veces me inclino a pensar que el sistema de salud debería de estar saturado de profesionales como los chinos, que pagan a los médicos para que los conserven sanos. Sin embargo, en el actual sistema de salud lo que descubro, es una mezcolanza de operaciones y programas incompletos que componen el sistema y no puedo más que maravillarme de que los profesionales de la salud, puedan conseguir hacer algo con tan limitados recursos y técnicas a su mano y me asombro de que algunos doctores pretenden componer a la gente, como un mecánico registra y compone un motor estropeado. Sin embargo, el sistema augura una vida más larga si se usan sus servicios preventivos y me confunden (fuera de los programas de la niñez y los reproductivos) lo que se hace es a fin de prolongar la vida.
He estudiado las estadísticas que aprueban que aplazaré la muerte si me dejo escudriñar mientras me siento bien y que debo inclinarme ante las eminencias actuales. Mi asombro resurge cuando leo los gráficos que demuestran que la tasa de mortalidad entre los que van a hacerse registrar y probar periódicamente, es menor que las de los incrédulos que ignoran ese paso. No tengo competencia para discutir la exactitud de estas recopilaciones, no hay información al respecto en nuestro medio. Sin embargo, el número de individuos implicados en ese experimento de prolongación de la vida es tan pequeño y por lo general en tales estudios no se sabe a qué costo en la calidad de vida, que todavía mi sentido común me indica que todo el asunto puede ser circunstancial; todo es tan confuso. Lo que si es cierto es que, a lo largo de la historia y con los recursos técnicos y científicos de cada época, la cantidad de muertes e incapacitados evitables por nuestro sistema de salud en nuestro territorio nacional, pudo haber sido muy superior a lo que se logró y logra actualmente.